"Educar a un niño no es hacerle aprender algo que no sabía,
sino hacer de él alguien que no existía"
John Ruskin
Escritor y sociólogo británico
En estos días el tema de mayor importancia que están viviendo las familias, es el comienzo de curso. Un proceso que se repite cada año por estas fechas y que no por ello deja de tener una gran trascendencia, pues de él depende la formación de nuestros hijos y por tanto su futuro y el nuestro.
Con motivo de mi anterior artículo, que como bien saben trataba de lo que debería significar el comienzo de un nuevo curso, tanto a nivel docente como para nuestras vidas, una amable seguidora tuvo la gentileza de enviarme un vídeo cuyo protagonista era un profesor.
El vídeo contiene escenas —dolorosas a la vez que enternecedoras— de este educador con su hijo Adam, que nació con el síndrome Joubert. Una enfermedad que solo padecen 417 personas en el mundo y que hace que respire nada menos que 180 veces por minuto, le impide controlar su cuerpo y entre otras cosas, aprender a hablar. En definitiva, una persona que no padeciendo ninguna minusvalía `psíquica, precisa de una atención permanente y a la que su padre, el protagonista de nuestra historia, le dedica con gran amor, todo el cuidado que el niño necesita. Cuenta que el día más emocionante de su vida, fue cuando su hijo, mirándole fijamente, llevó la mano derecha a su corazón y con la izquierda apretaba la otra contra su pecho. La traducción de este gesto era que el niño estaba diciendo a su padre que le quería.
El héroe de nuestro relato, ejerce como profesor en un instituto mixto de una zona deprimida de su ciudad, impartiendo sus enseñanzas a unos alumnos de los que ha escuchado historias de toda índole, con frecuencia muy duras, que no predisponen el ánimo precisamente para el estudio. Sin embargo y posiblemente porque él sabe muy bien lo que es sufrir y la ayuda que necesita un ser indefenso que se está formando, su comportamiento en el aula, hace que esos mismos alumnos que en otras clases dejan de prestar atención, en la suya no solamente estén atentos, sino que incluso se diviertan y exclamen cosas como:
- No me puedo quedar dormido porque estoy aprendiendo.
- Nunca tuve un profesor como él. Jamás.
- Es un profesor que recordaré cuando tenga 75 años.
- Es la personificación de cómo deberían ser los profesores.
- Me hace sentir que se preocupa por mi y sé que lo hace.
- Es un buen hombre que daría la vida por ti.
- Sabemos que nos quiere.
Este es el caso en el que nos encontramos. No ante un enseñante como dicen ahora los que llenos de sistemas didácticos, van alardeando de un pretencioso esnobismo y, sin embargo, en su misión docente, cosechan unos frutos muy cercanos a la insignificancia. Pero no es este el caso que nos ocupa. El ejemplo expuesto nos muestra al auténtico maestro. Esa figura que deja una huella indeleble en sus alumnos.
El maestro, es ante todo una persona única y singular, del que brota el generoso manantial de sus conocimientos, el espejo que nos devolvería la imagen de sus cualidades morales, la estética de la delicada prudencia de su experiencia y sobre todo, posee la capacidad de seducir al alumno, como si una historia fantástica fuera lo que le estuviera contando. Pero la persuasión es una cualidad que solo se puede adquirir cuando el educador ejerce su cometido con amor y no como un medio de subsistencia como otro cualquiera. Solo con auténtica vocación podrá dar vida a cuanto dice y cuanto hace y de este modo, conseguir que la savia de sus conocimientos alimente el espíritu del alumno. No son tan importantes los conocimientos que él sea capaz de transmitir, como el deseo de desarrollar el hábito de estudio que pueda despertar en el alumno; esa sed insaciable que nos empuja permanentemente a adentrarnos en el mundo del conocimiento.
El auténtico maestro, habrá de ser el haz de luz que durante el resto de nuestras vidas, con sus enseñanzas y sobre todo, con su testimonio, ilumine nuestro camino para la práctica del bien. Pero para eso será necesario que conozca la naturaleza de cada alumno, que se desinterese de sí mismo, para interesarse por él, que se esfuerce en atravesar la superficie, la envoltura de cada uno, hasta que consiga recrearse en ese juego de gran belleza que consiste en ir descubriendo, poco a poco, un ser cuya riqueza de matices es tal, que jamás acabará de conocer totalmente. Y es precisamente ese misterio del ser, el que arrastra, el que entusiasma cada vez más al educador que ha sabido encontrar ese camino.
El verdadero maestro siempre debe ver en su alumno a un ser humano a quien ha de ayudar, a quien ha de querer. Es el amor el mejor lazo de unión. El profesor que sienta con amor su profesión no se conformará con transmitir sus conocimientos a sus alumnos, se dará él mismo, se entregará él mismo, y esa entrega, en vez de ser una carga pesada, constituirá su felicidad, porque es feliz quien con su trabajo logra frutos abundantes.
En definitiva, es misión del verdadero maestro, abrir nuestra mente y asentar en ella, el reino de la libertad.
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