No me gusta hablar mal. Pero es que hay veces que la situación del mundo que te rodea te impele a calificar con palabras malsonantes a determinados individuos. No les llamo ciudadanos. El ciudadano es un ser comprensivo que convive con sus vecinos y procura hacerle a todos la vida más feliz. El ciudadano es educado, amable, respetuoso con sus mayores y sus tradiciones, transmisor de buenos sentimientos y mejores actitudes.
Cuando miras a tu alrededor te encuentras con un montón de individuos (lo siento, me niego a poner “e individuas”), que han olvidado sus orígenes, a los que odian y desprecian por completo. A consecuencia del problema racial de los Estados Unidos, han surgido movimientos de solidaridad con la raza negra, bastante encomiables, por el resto de los países “civilizados”. ¿El cómo? Eso es harina de otro costal. Como siempre, algunos “individuos” han aprovechado para hacer de las suyas.
Inmediatamente han surgido los “gilipuertas” de turno, que quieren reescribir la historia y reniegan de cuantos logros han conseguido aquellos que se han preocupado por luchar por su tierra o por sus gentes. Se han propuesto defenestrar a todo aquél que la sociedad ha decidido destacar con una estatua, una calle o una pintura.
Van a tener que quemar el Prado o el Louvre. Echar abajo el Vaticano o la Catedral de Burgos. Demoler la estatua de Lincoln o las Pirámides de Egipto. Gilipuertas en acción.
Cuando consigan limpiar el “saloon” del Parlamento de armas y drogas, se plantearán volver a limpiar las calles de nombres execrables. Ya se hizo hace años cuando se cambió en alguna ciudad nombres como el de Calle de la Concepción por “cuesta del piojo”. Siguen destrozando todo cuanto huela a historia o creencias. ¡Cómo me acuerdo de aquella Enciclopedia Álvarez! Ahora tendría que recoger una nueva edad posterior a la Contemporánea. Se denominará “La edad de todo a tomar por saco”. Todo en manos del “homo gilipuerticus”.
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