Qué alegría saber al fin, que a un gran ganadero se le honra con la Medalla de Bellas Artes de España. El primero tuvo que ser Victorino al que desde luego debe seguir Miura y tantos otros con igual derecho. El torero es el artista por excelencia, como así se le reconoce el respetable en cada tarde con los trofeos, sus silencios y las broncas. Pero no es de menor arte quien hace posible que todo ello recobre vida, ese no es otro que más el toro. La cría de reses bravas es mucho más difícil que pintar un cuadro o esculpir una escultura, decía el maestro Manolo Vázquez, aquí no hay posibilidad de rectificación en ningún momento de la Lidia. Los políticos han recapacitado con acierto, pero ha pasado demasiado tiempo, en donde han tenido que devolver medallas, premiar a más de una docena para enterarse del secreto, del misterio y el significado que es el arte de criar toros bravos.
Nunca me casé de cantar la dehesa mediterránea como paraíso indisoluble de nuestro paisaje español, salvado in extremis de especulaciones urbanísticas en muchos casos y con él plantas y animales en peligro de extinción extrema. No hablemos de la riqueza económica que genera la dehesa, ni de su extensión a nivel nacional e internacional que cubre con su manto verde el campo bravo, sino que contemplemos su herencia genética como única aportación española de altura a la zoología universal, como muchos lo cantaron antes que yo. Pienso y me asombro al saber la responsabilidad transmitida en muchos casos de padres a hijos, de amigos a hermanos, agolpada en esos libros de vacas y sementales en donde tanta riqueza lingüística para envidia de la Academia Española. Conozco casos que solo una familia arruinada al completo heredó un hierro colgado de una chimenea, y poco a poco compraron la finca y un puñado de cabezas; levantando años más tarde, tras décadas de alegrías y desalientos, la memoria inmortal y el triunfo en las plazas de una gran familia en esta difícil disciplina. Que mérito, que dedicación, que entrega, que ejemplo para las generaciones venideras fueron, son y serán los señores ganaderos. En el campo siempre existió la casa ganadero y una casa externa donde vivían los toreros que venían a torear o a echar un capote entre tanto tendadero, herradero y saneamiento, que también habita en este curioso espacio natural.
Mis recuerdos en el campo castellano y andaluz, fraguaron como a muchos mi amor desde muy joven a esta fiesta, pues el campo es el origen y la respuesta de todo este mundo genial y sorprendente. El por qué el torero torea con esa técnica, el por qué los caballos andan de frente de ésta o aquella manera, el por qué la música suena así desde lo alto de la grada, el por qué de las plazas y sus arcos abiertos de par en par al viento, el por qué del silencio de todos cuando rompe la tarde el galope de una toro salido de las entrañas del coso.
He de reconocer que casi nadie va a ver los toros y si a los toreros, estos que se hacen llamar aficionados preguntan por si el cartel de toreros para ver su remate y poco o nada se reparan en el toro a lidiarse, en la ganadería, y sobre todo en el ganadero. Álvaro Domecq solo hablaba de ellos, de cómo había transformado o variado ese encaste con ese último cruce, como bautizaba sus toros, cual era el denominador común de la nueva camada si es que hubiera o hubiese mayoral que descifrara cada uno de sus hijos nada más salir de chiqueros…
Victorino, el maravilloso catedrático de Galapagar, es el portavoz de muchas voces de mayorales, de vaqueros, de caballistas que dieron su vida y aún la dan generosamente por mantener, no ya la tradición ni la cultura de un pueblo sino su personalidad, lo que nos hace únicos y diferentes frente al resto. Cuantos inviernos de encinas carbonizadas en la chimenea, cantando hazañas y vergüenzas pasó Victorino en “Las Tiesas de Santa María” o en “Monteviejo” hasta alcanzar la gloria, cuantas primaveras ilusionantes llenas de tentaderos a campo abierto disfrutó hasta hoy, cuantos nacimientos milagrosos sobre la hierba húmeda vio forjarse al animal más bello de la tierra , cuantos le copiaron, le amaron, le envidiaron y le odiaron para siempre por tener ese don de saber criar toros bravos, de conocer sus toros mejor que muchos para llevarlos hecho carne a toda una obra de arte.
Por fin se hace justicia con la Fiesta desde el campo, aunque no son muchos los tramoyistas que también deberían ser recompensados algún día, nos acordamos de los banderilleros, los picadores o los músicos que también tendrían derecho y lugar de primer orden entre los muchos reconocimientos que la Fiesta les debe a su esplendor y plenitud entre las bellas artes.
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