Recuerdo a mi padre, ferroviario de los años 40-50. Recuerdo sus chepas de carbón para calentar la casa. Recuerdo su afán por la formación profesional para sus hijos. Recuerdo el misterio de pagar academias de dibujo lineal a los mayores. Recuerdo que nunca admitía ayudas que no hubiera sudado. Recuerdo su traje de nazareno de la cofradía de la Exaltación de la Santa Cruz. Recuerdo su entereza ante las dificultades y su silencio comprensivo. Recuerdo su ayuda, cuando más él la necesitaba. Recuerdo su doloroso adiós… Fue la primera vez que lloré…
Mi padre, castellano recio de Tierra de Campos, cogió sus bártulos y de la mano de mi madre, con cuatro hijos a sus espaldas, emigró a Valladolid, en busca de un bienestar humilde y de un futuro mejor para su prole.
Calle Cervantes, patio de vecindad, alquiler barato y muchas horas extras para poder pagarlo. Allí nacimos los tres más pequeños. Allí comenzó su entronque con una ciudad en la que viviría, dando vida, hasta su fallecimiento.
Sus diversiones más caras eran acudir a ver la salida de los toros o de los partidos de futbol, siempre de la mano con mi madre. Los días extraordinarios había un helado, allí en la famosa “Cuadra”, famosa en toda la ciudad.
Era religioso. Nos enseñó a respetar la fe de todos y jamás nos presionó, simplemente, nos explicó sus convicciones.
Cuando llegaban los Reyes Magos, mi madre le susurraba al oído aquello de “¿qué hacemos, José?” … Jamás pasaron los Reyes de largo, las pinturas Alpino y los lápices sujetos con cuerda al cuaderno de rayas, eran lo habitual… pero algo había de maravilloso, para que todos saltásemos de alegría y riéramos al ver las lágrimas de mi madre sobre el hombro insatisfecho de mi padre.
Me consiguió una beca para solicitar una plaza en el Colegio postulantado, que la Congregación Marianista tenía en Valladolid. Yo quería ser religioso.
Recuerdo su despedida, al lado de mi madre preocupada: “Hijo, se fuerte, nosotros estamos cerca”, “Sobre todo, sé buena persona, buen compañero y estudia, hijo mío, estudia mucho”
Me abrazo en silencio, mientras decía en voz baja: “María, vamos ya, se hace tarde”.
Yo, agaché la cabeza y me limpié una pequeña lágrima. Después miré la calle, ya estaban alejándose. Siempre le tuve a mi lado, sobre todo en el momento más difícil de mi vida, cuando dejé la Congregación Marianista: “Hijo, Dios aprieta, pero nunca ahoga”. Llamó a un amigo, consiguió dos entradas baratas para el boxeo, sabía que me gustaba…
La vida iba rodando su destino.
Formé una familia con Amparo, mi esposa. Mi padre, el abuelo José, era el “arregla todo”. Daba lo que tenía, su tiempo, su destreza, su deseo de ayudar.
Pronto nos dejó. En una soledad terrible por la impotencia para ayudarle. En casa, pidiendo que su Dios le calmase el dolor. Poco a poco fue durmiéndose con la mascarilla de oxígeno. Su cuerpo, ya en el cielo, seguía el ritmo de la respiración mecánica. Suavemente le quité la mascarilla; ya no me oía, pero, por si acaso, le dije en voz baja:
“¡Padre!, ¡GRACIAS!, cuidaremos de mamá. Adiós ¡No te olvides de nosotros!”
|