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Otra ronda

Sin duda las historias de Thomas Vinterberg apelan a hacerse preguntas sobre la moral que subyace bajo el comportamiento humano
Ana Rodríguez
martes, 11 de mayo de 2021, 02:56 h (CET)

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En el corazón del cine de Vinterberg, desde Festen hasta La caza, pasando por Otra ronda —recién galardonada con el Óscar a mejor película extranjera—, late el dilema de la Europa crepuscular contemporánea que encuentra en la sociedad danesa el apogeo de sus perversiones: la autocomplacencia del bienestar y la corrección política friccionan con el deseo (consciente o no) de sus habitantes de sentirse vivos, ancestrales y hasta violentos.


En respuesta a esta clase de desajustes estructurales, un grupo de cuarentones más o menos anestesiados por las decepciones acumuladas y la frustración de las expectativas vitales deciden volverse los sujetos de un experimento sociológico autoideado, con el que recuperar un tono vital más acorde con su imaginario de masculinidad noreuropea. Partiendo de las premisas del filósofo Finn Skarderud y su idea del déficit de alcohol en sangre, los profesores de instituto de Otra ronda, encabezados por Mads Mikkelsen en máximo grado de precisión emocional, deciden añadir un tanto por ciento de alcohol en su día a día para ver cómo varía su comportamiento. El tanto por ciento se irá incrementando y la voluntad de juego dará paso a la búsqueda del límite y una vez cruzado, revelará el profundo deseo latente de los personajes de destrucción de esa vida que, en un inicio, solo querían vivir con más intensidad, o tal vez, en la que querían encajar mejor. El alcohol como bisagra entre lo individual y lo social, como regulador de la disimetría entre lo que podemos y a lo que aspiramos. Una de las mejores secuencias del film está formada por imagen de archivo que nos desvela a esos "grandes hombres de estado" ebrios, cantando a pulmón abierto frente a un micro (Boris Yeltsin), carcajeándose de su colega enfebrecido (Bill Clinton), u ofreciendo diversos recitales de la gestualidad pasada por el lúpulo en los púlpitos de los parlamentos europeos.   


Sin duda las historias de Thomas Vinterberg apelan a hacerse preguntas sobre la moral que subyace bajo el comportamiento humano y que articula por tanto las dinámicas de las sociedades que habitamos. En La caza (2012), la incapacidad para cuestionar la afirmación de una niña abría la veda para el linchamiento de un hombre en pos de la protección de la "pureza" de la infancia de una sociedad que no desea verse a sí misma como agente transmisor de la perversidad. En Otra ronda, Vinterberg nos invita a valorar si un mundo en el que los profesores de los adolescentes fueran bebidos a dar clase, podría ser un mundo más interesante tanto para unos y para otros. Ese lugar de partida provocador no elude profundizar en las aristas de la propuesta, la imposibilidad de conjugar la búsqueda comprometida de lo salvaje con la permanencia formal en lo civilizado y el difuso territorio donde el deseo de beber se convierte en necesidad de privar. No se trata de un panfleto moralista contra el alcohol, como claman los críticos de su cine, abochornados, al parecer, porque los personajes caigan en lo autodestructivo. Se trata de una exploración en todas sus vertientes, no (o no solo) del alcohol y sus consecuencias, sino del deseo y la fascinación por sentirse vivo. Vivo aunque sea a través del impulso de muerte. Vivo hasta el límite del cuerpo. Vivo y efervescente en la contradicción de saberse pasajero.


De ahí nace ese vívido cierre del film, regido por la pulsión mucho antes que por la ética, en el que Mads Mikkelsen culmina una actuación llena de sutilezas con un baile que agita a través de la belleza del gesto el cóctel emocional del viaje que deja las certezas para el poso y se desliza a través de la seducción del movimiento, como epítome de la vida. 

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