Hugo Toscadaray nació el 26 de agosto de 1957 en la ciudad de Buenos Aires, la Argentina, y alterna su residencia entre su ciudad natal y la ciudad de San Antonio de Areco, provincia de Buenos Aires. Integró los grupos literarios “El Taller del Sur – Resistencia Cultural”, “Tome y Traiga” y “La Sociedad de los Poetas Vivos”. Poemas suyos fueron incluidos, por ejemplo, en las antologías “Testigos de tormenta” (1995), “Cuerpo de abismo” (1999), “Poesía en tierra” (2004), “Canto a un prisionero (Antología de poetas americanos: Homenaje a los presos políticos en Turquía)” (2005). Obtuvo primeros premios en España y Brasil, y entre otras distinciones, la Mención de Honor del Premio Hispanoamericano del Diario “La Nación”, en 1998. Colaboró en las revistas argentinas “Amaru”, “La Carta de Oliver”, “El Aleph”; en “Babel” de Venezuela; en “Prometeo” de Colombia; en “El Lagarto Verde” de México, etc. Fue co-coordinador de dos cafés literarios en la década del noventa. Publicó los poemarios “10 Tangopoemas y 3” (1989), “La isla de la sirena de las escamas de fuego” (1995), “Naufragario” (1997), “Amantes zodiacales” (1999), “El nadador unánime” (2004), “La balada del pájaro tinto” (2005), “Los pasajeros de Renca” (2006), “Fuego negro” (2011).
— ¿Cómo has ido (y venido)? ¿Cómo vas?...
HT — Cuando cumplí cincuenta años me miré en el espejo, entonces vi señales que antes no estaban. Pero me dije: El tiempo no existe. Luego recibí un llamado por el que supe que un amigo muy querido había muerto. Pero me dije: El tiempo no existe. Después llegó mi pequeña hija casi hecha mujer. Pero me dije: El tiempo no existe. Finalmente giré la cabeza y vi que el camino hacia atrás era mucho pero mucho más largo que el que tenía por delante. Pero ya no me importó porque lo que había detrás era tan fuerte, tan poderoso, como aquello que aún estaba por venir.
Como he manifestado en otras oportunidades, nací en el barrio de Villa Luro. Porteño por nacimiento y andanza, virginiano por naturaleza y cronopio por decantación mágica (o al menos es lo que me dijo Cortázar en el ‘84 tocándome el hombro).
Mi infancia (sus increíbles tesoros) y mi barrio son mi andamiaje, mi única patria y mi bandera.
Soy un muchacho triste que siempre anda contento.
He vivido en muchos barrios de mi ciudad natal, pero he dormido en todos.
También he vivido en el faldón del Cerro Uritorco entre hippies y alucinados. Y además en la ciudad capital de la provincia de San Luis donde conocí el insomnio y la desesperanza.
He trabajado en el puerto de Buenos Aires muchos años junto a los barcos que alimentaron mi sed. Tengo un master en supervivencia y otro en soñar despierto. Fui publicista, vendedor de perfumes sofisticados, fundidor de iniciativas comerciales, burócrata y coordinador de talleres literarios, empezando por centros barriales, hasta la Universidad Nacional de San Luis. También ejerciendo el periodismo en diferentes espacios, como las llamadas, en su momento, FM Truchas o en la FM Universidad, y en distintas revistas y periódicos barriales. Hoy lo sigo haciendo en una radio cultural y en desperdigados impresos.
Por definición callejera fui un atorrante desde la adolescencia, es decir, una especie de fauno que deambulaba por los bares en las noches de la gran ciudad, hasta que vino el fantasma del paso del tiempo y me anunció con su matraca el fin del recreo.
Amigo fervoroso, bohemio incorregible, dionisíaco en las mesas e intrépido en los funerales; simpático a veces, cabrón muchas y melancólico siempre hasta la pesadilla.
Olvidé cada fracaso para reincidir después en cada uno, tanto hasta lograr corporizar al dolor para que fuera mi amigo.
Amo el rumor de los pájaros, la solemnidad de los escarabajos, la música del agua y los abrazos, la rebelión de los abrazos. Amo la lluvia, el perfume de las hojas quemadas en otoño y las tormentas. Amo la noche, los bodegones hundidos en la noche, los barcos y los puertos, las cocinas humeantes, las asambleas populares y el canto colectivo.
No hablo del odio, el rostro aciago del amor, porque voto al amor y su faena; mas desprecio la injusticia y la violencia cotidiana de los poderosos sobre los que no tienen nada. Aborrezco además a los automóviles porque matan al hombre más que las fieras; a los teléfonos porque carecen de piel y de temblores y a los aviones porque despojaron del misterio a las enormes distancias.
No creo en dios alguno, pero parafraseando a Robert Desnós
“Tengo un profundo sentido de lo infinito, lo que me hace tan religioso como cualquiera”. Pienso, por otra parte, que sin misticismo no hay arte. Todo poeta es místico.
Además de todo esto, voy enamorado.
— ¿Qué programas radiales estás conduciendo? ¿Qué te demanda cada uno en su producción?
HT — Cuatro son los programas a mi cargo en la FM Origen —Radio Cultural— 102.9: “Las Cosas y los Días”: periodístico de noticias, lunes a viernes de 11 a 13 horas; “Alrededor de la Medianoche”: dedicado al jazz, lunes, miércoles y viernes de 22 a 24 horas; “El Caballo en el Tejado”: dedicado a la poesía, martes de 22 a 24 horas; “Casa de Náufragos”: sobre el hombre y su entorno, jueves de 22 a 24 horas.
Con relación a la producción de cada uno —porque soy el productor de mis propios programas—, lo que me demandan es tiempo, concentración y —lo que más me exijo— el buen gusto. Hay programas como el de 11 a 13, que me ocupa toda la mañana ya que debo levantarme muy muy temprano, leer las noticias, elegir las que me parecen relevantes pero que además se ocultan en los grandes medios, masticarlas, reflexionar sobre cada una y a partir de allí armar el discurso comunicacional. A todo eso debo agregar la elección de la música para cada una de esas noticias.
El caso del programa de jazz es bien diferente porque lo que hago es elegir uno o dos intérpretes, buscar el material biográfico sobre cada uno y luego la mejor parte: seleccionar la música. En el caso del de poesía, el modus operandi es similar: opto por la obra de un poeta, selecciono el material para dos horas de programa y le sumo un intérprete para la música, generalmente instrumental, que acompañará los textos.
Finalmente “Casa de Náufragos”, que es el que más disfruto y —por los muchos y diversos comentarios que recibo— el que más disfrutan los oyentes. Es un programa de tono intimista, lo que se denomina “un programa de autor”. En él tomo un tema diferente en cada entrega, que van desde La Soledad o La Infancia hasta La Guerra o Los Medios de Comunicación, desde El Vino o El Tabaco hasta La Democracia o La Explotación. Siempre es un tema central desde el cual expongo mis sentires y mirares. También es el programa que mayor producción requiere, ya que cuenta con unos veinte textos para cada noche de jueves y la particularidad del eclecticismo en la música; nunca repito un mismo género en cada emisión: hay un tango, una cueca, un landó peruano, música gitana, jazz, fado, chansón, en fin, trato de acompañar cada texto con lo que emotivamente me lleva a una música y muchas veces a una región particular. Como verás, Rolando, podríamos decir que es insalubre, pero eso sí: me mantiene despierto y muchas veces exultante.
— Siendo un veinteañero formaste parte de “El Taller del Sur — Resistencia Cultural”. ¿Con quiénes, cómo resistían en plena dictadura cívico-militar?
HT — Yo militaba en una organización de izquierda (lo hice desde el 74, en la secundaria, hasta iniciado el nuevo siglo) y estaba de novio con la que fue mi primera pareja. Ella es pintora y vivía en Sarandí-Avellaneda. Nos movíamos en ese entorno de artistas y bohemios. En el 79 decidimos estar en la calle con lo que cada uno hacía, de ese modo tomábamos, por ejemplo, el Parque Domínico y montábamos la muestra de pintores y la lectura de poemas, habitualmente parados en los viejos bancos de mármol del parque. A veces alguien cantaba y otras, alguien bailaba. Esto lo hacíamos itinerante, mudábamos la muestra cada domingo. Cuando aparecían “caras extrañas”, nos íbamos. Te debo los nombres, alguien podría ofenderse con estos recuerdos, es gente que dejé de ver hace mil años.
Lo que podría agregar es que hacia el final de esta etapa y por contactos surgidos de ella, comencé a frecuentar las oficinas de la Editorial Botella al Mar. Allí conocí y confraternicé hasta su fallecimiento con Arturo Cuadrado; y con Francisco Madariaga, Élida Manselli, Alejandrina Devescovi, Irene Marks, Francisco Squeo Acuña, Carmen Bruna, Horacio Laitano, Eduardo Biravent, Carlos Giovanolla (quien publicó mi primer poemario en su Editorial El Cañón Oxidado), y otros cuyos nombres ahora se me escapan. El caso es que los jueves a la tarde/noche en la oficina de la calle Viamonte se armaban unas reuniones formidables en las que las conversaciones y la risa eran el centro.
— Pocos años después, durante el gobierno de Raúl Ricardo Alfonsín, integraste “Tome y Traiga”, el grupo multicultural dirigido por los poetas Armando Tejada Gómez (1929-1992), Héctor Negro (1934-2015) y Hamlet Lima Quintana (1923-2002). ¿Cómo eran ellos entonces, de quién te sentías más próximo, con qué palabras los evocarías?
HT — El “Tome y Traiga” duró poco, una pena, era un buen proyecto. Nos juntábamos al inicio en el sótano de “LiberArte” y al fin terminamos en el sótano de una pizzería en Villa Crespo, que se inundaba con las lluvias porque estaba a la altura del arroyo Maldonado, sobre la Avenida Juan B. Justo. Probablemente lo más significativo de esa experiencia para algunos de nosotros haya sido que funcionó como embrión de lo que muy poco después fue la conformación de La Sociedad de los Poetas Vivos. En el “Tome y Traiga” nunca sacamos la cuenta real del número de artistas y escritores, pero éramos un montón. Había de todo, poetas, narradores, músicos, bailarines, plásticos. En fin, era una movida que iniciaron quienes nombrabas, tipos con un prestigio bien ganado como poetas, pero también como militantes del campo popular.
Tanto Armando Tejada como Héctor Negro fueron siempre generosos y abiertos conmigo. Con Armando discutíamos bastante, “sin perder jamás la ternura”, pero bastante. Era habitual que reclamara de mí un “compromiso con la poesía popular” —cosa que invariablemente yo desestimaba— y enfatizaba, además:
“Dejá el surrealismo porque eso distrae”. Cuando terminaban esas pequeñas trifulcas, me abrazaba y me repetía que “a pesar de todo” le gustaban mis poemas. Discutíamos, sí, pero también nos reíamos mucho. Con Negro fortalecimos la relación con el paso del tiempo. Tuvimos encuentros con más frecuencia en los últimos años que al inicio. Con quien siempre me sentí más hermanado fue con Hamlet. Creo que tiene que ver con el simple hecho de que Hamlet andaba más por el centro, por los bares que yo frecuenté casi toda mi vida y era muy común, casi cotidiano juntarnos alrededor de una ginebra y quedarnos hasta el amanecer hablando de las cosas de la vida, como hacen los amigos.
— Como Lima Quintana, Tejada Gómez y Héctor Negro, también poemas de tu autoría fueron musicalizados, en tu caso por Carlos Andreoli, por Moncho Mierez. ¿Nos contás sobre esta arista?
HT — Sí, y también por Hugo Pardo y por Juan Carlos Muñiz. Yo no soy letrista, siempre lo puntualizo, soy un poeta que algunas veces escribe un poema para ser cantado. Y eso es todo. No conozco las reglas de la letrística ni me desvela conocerlas. Desde la infancia he tenido una asombrosa facilidad para la rima. En mi casa natal se escuchaban canciones todo el día y deduzco que mi oreja se acostumbró a eso. Para mí escribir una letra es un recreo; lo lúdico, me distrae, y especialmente me saca de ese lugar fangoso del poema. Obviamente que este comentario no va en detrimento de los letristas entre quienes tengo amigos entrañables, ni debo aclararlo, pero escribir la letra de una canción no me quita el sueño. El poema sí me quita el sueño.
— Aunque probablemente no te has esmerado en difundirlos, tenés tu experiencia como bloguero: ¿cuántos blogs tuviste, tenés, con qué perfil cada uno?
HT — ¡Ah! Los blogs, claro, nunca lo menciono ni hago hincapié porque seguramente me resulta algo natural. Un blog para mí es como sentarme con amigos a beber algo y contarles qué poetas me gustan. Tengo uno de poesía contemporánea: El Naufragario. Otro de poesía argentina: Las Cosas y el Delirio. Otro de poesía del mundo: Infierno Alegre. Y otro en el que voy desde poemas más extensos hasta ensayos o crítica poética: La Nube Centrífuga. Pero hay más: uno con poemas míos que muy raramente expongo; otro con textos de mi programa radial: Casa de Náufragos; y otro muy querido: Andanzas y Abismos de Monsieur Saralegui, en el que aparece toda mi veta callejera, toda la cosa del barrio, en fin, el humor que me ha salvado la vida infinidad de veces.
— ¿Observaciones, anécdotas originadas en encuentros de poetas en los que hayas participado?
HT — Concurrí a encuentros de poetas desde muy temprano. En Capilla del Monte, Chilecito, Monteros, Luján de Cuyo, Rosario, Gualeguay, Santa Fe, Mendoza, San Juan, Neuquén, distintas ciudades del interior de la provincia de Buenos Aires: desde hace más de treinta años que ando con la mochila llena de gente. En las anécdotas no voy a detenerme porque podría llenar un libro con ellas. Pero puedo contar una a modo de ejemplo: El primer encuentro nacional de poetas al que es invitada La Sociedad de los Poetas Vivos se realizó en Luján de Cuyo, provincia de Mendoza, en 1991. Hacia allí partimos Marcos Silber, Carlos Carbone, Jorge Propato y yo. Eugenio Mandrini, que es como decir “mi padre”, siempre reacio a viajar lejos, se quedó en Buenos Aires, y en Mendoza nos esperaba el otro integrante del grupo, Carlos Levy (años después, ya en este nuevo siglo, se sumó Santiago Espel). La cosa es que cuando el micro —en el que viajaban cuatro monjas y siete gendarmes, detalle que nos llevó a bromear todo el trayecto— efectuó la primera parada en Pergamino, pedimos papas fritas. Nos trajeron un paquete de papas saladas y no hubo modo de que el mozo entendiera que era otra cosa lo que habíamos pedido. En la segunda parada, en Villa María, sucedió exactamente lo mismo: un calco. Cuando llegamos a la terminal de Mendoza, ya desesperados por una fuente de papas fritas, nos metimos en el primer comedero que encontramos. Pedimos una fuente de papas fritas y nos trajeron un paquete de papas saladas. Fue una larga semana sin esas papas y nuestro deseo había cobrado ribetes de desproporciones, se convirtió en un tema central. El último día, parados frente a la combi que nos llevaría a Mendoza, nos llamó la atención que Marcos —el más puntual de nosotros— no apareciera. Minutos después hizo Marcos su entrada épica: portaba una enorme bolsa con papas fritas después de convencer al dueño de una rotisería que las hiciera cuando el hombre ya estaba cerrando su negocio. Nunca sabremos cuánto le costó esa fritanga.
Pienso que los encuentros sirven para eso, para encontrarse con seres con los que uno termina hermanado y también, vale decirlo, con desencuentros con otros seres. A mí personalmente (y eso que soy de Buenos Aires y uno erróneamente da por sentado que en Buenos Aires estamos todos) me ha servido para conocer en otros sitios gente maravillosa, a la que quisiera ver más seguido. En resumen, los encuentros sirven para escuchar y conocer otras voces, otros tonos bien diferentes al de uno y entre sí, pero fundamentalmente para entrelazar afectos que han de ser, muchas veces, indestructibles.
— Hay un Toscadaray dramaturgo. De refilón he sabido que una pieza tuya se titula “Paradero Singapur”. Contanos, Hugo, sobre ella, si se estrenó, de qué trata, y eventualmente sobre otras que pudieras haber escrito.
HT — ¡Uh, bueno! Durante mi residencia en el barrio de San Telmo (casi dos décadas) me relacioné con personas de teatro vinculadas al Teatro Escuela. Cuando supieron que escribía, uno me pidió un monólogo para presentar en clase. Ése gustó y llegó otro pedido. Y luego otro. Así es como empecé a escribir monólogos. Hasta que una muy querida amiga con un cargo en el Instituto Nacional de Cine y muy conectada con ese ambiente, me preguntó si me animaba a escribir una obra de teatro. Yo era joven e inconsciente y le dije que sí. La obra en cuestión se llamó “Paradero Singapur”. En el fondo no era otra cosa que un pariente de “Esperando a Godot”, pero estaba bien y le gustó al productor cuyo nombre —gracias a los dioses— he olvidado. El productor en cuestión un día desapareció con el original (era el único ejemplar, porque en esos tiempos era caro hacer cien fotocopias), y por más que con mi amiga lo buscamos, el tipo y la carpeta se hicieron humo. Es el motivo por el cual no quise escribir nunca más teatro. Seguramente el espíritu de Moliere debe estar muy agradecido.
— ¿Qué es lo que más te ha importado —por así decir— y te importa de la poesía?
HT — Lo que más me ha importado siempre es la poesía (quienes me conocen lo saben y algunos hasta lo han sufrido), pero la poesía en su estado vital, algo de ella que no se momifica en la escritura, sino que se continúa y extiende: las impresiones, las emociones, los gestos, lo sutil y lo espeso, lo que flota o se arrastra. Lo que rechaza o abraza. Los datos, los números, lo probatorio de los objetos siempre han sido para mí un obstáculo o una prueba por demás insuficiente de lo inatrapable. Es decir, descarto, me quedo al fin con lo que más me interesa: la búsqueda de la trasparencia.
— Rozás el tema de que no poseés ni un ejemplar de algunos libros de tu autoría.
HT — Soy un tipo sumamente descuidado en estas cuestiones, y a tal punto lo soy que, en efecto, ni siquiera he guardado para mi biblioteca un ejemplar de cada uno de mis libros (ni qué hablar de revistas y artículos en diarios). Como ejemplo de esto creo que es significativo que jamás guardé ni diplomas ni objetos ni premios que fui desperdigando en las manos de las personas que quiero. Es decir, que hay libros míos que yo no tengo, con excepción de “Tangopoemas” y “Naufragario”, porque mis viejos conservaron un ejemplar de cada uno, y de “Fuego negro” porque es el más cercano en el tiempo y mezquiné los últimos ejemplares.
— ¿Thelonious Monk (1917-1982), Ella Fitzgerald (1917-1996), Django Reinhardt (1910-1953), Nina Simone (1933-2003), Enrique “Mono” Villegas (1913-1986) o Billie Holiday (1915-1959)?...
HT — Al “Mono” Villegas tuve la suerte de escucharlo muchas veces en vivo y el mejor de esos recuerdos fue durante un ciclo que hizo Manolo Juárez con diferentes pianistas. Una noche compartieron el escenario, la música y los chistes dos tipos geniales, uno era el “Mono”, el otro, el “Cuchi” Leguizamón. Aquello fue de antología.
Con respecto a las cantantes tengo una particular debilidad por el estilo desgarrado de Billie Holiday y gran admiración por la capacidad de la Fitzgerald —como de Sarah Vaughan—, especialmente cuando encaran el scat. Pero mi cantante de jazz preferida es Carmen McRae porque al escucharla a ella sola, las escucho a todas. De Django Reinhardt puedo decir que la mixtura entre su enorme talento y su historia personal, es decir: las dificultades que limitaban su expresión, lo convirtieron en un músico indispensable, aunque —debo ser sincero— el hot jazz no es de mi preferencia.
Ahora, si de todos los admirados músicos e intérpretes que mencionás debo elegir a uno para hablar de jazz, sin pestañear lo elijo a Monk. Porque Monk define el espíritu de lo que en mí sucede frente a la magia de la improvisación y especialmente en el bebop, que es —dentro de mi canal emotivo— el jazz por excelencia. Estos locos que un día inventaron una música para que los blancos no se la robaran como había sucedido con el swing, entraron en mi adolescencia con una coctelera de fuego. Bird, Dizzy, Monk, Bud Powell, Mingus y algunos otros me señalaron los caminos de la rebelión del espíritu, como lo hicieron casi al mismo tiempo los poetas surrealistas. Gracias a esa etapa entre los catorce y los diecisiete años aprendí que en el espacio entre mi cabeza y mi corazón cabía todo lo que podía imaginar y también lo que aún no había imaginado. Al fin y al cabo, fue Monk quien dijo:
“Hay luz porque siempre es de noche”. Ahí está el poema.
— El vino y la ginebra son un par de bebidas alcohólicas que ya han sido nombradas. Y un poemario tuyo que permanece inédito se titula “El whisky desnudo”. ¿Nos contás de ese whisky, de esa desnudez? ¿Otros libros tenés ya cerrados y a la espera de difusión?
HT — Bueno, si vamos a tocar este punto, antes debo decir que mi libro “Naufragario”, publicado en el 97, es un largo trayecto no sólo por los puertos, no sólo por las diferentes partes del cuerpo femenino sino, además, un largo recorrido por todas las bebidas alcohólicas que conozco. Ahora bien, “El whisky desnudo”, que no refiere ya a alcoholes sino a la condición humana, es una sucesión de poemas muy breves y forma parte de un libro aún inédito que consta de seis poemarios.
Mientras espero de alguna editorial la absolución para este libro, sigo trabajando en otros dos flancos: uno es
“Elogios”, al que estoy dejando escanciar ya que, si la palabra es tirana conmigo, no lo soy menos con ella cuando dejo en un cajón poemas para que se aburran y entiendan que si quieren volver a salir al recreo tendrán que hacerlo con los bracitos abiertos. Y otro muy reciente que nace de una estadía durante el verano con mi compañera, la poeta Laura Ponce, en la selva misionera, en el llamado “corredor verde de la selva paranaense”. Una experiencia —para mí— de gran conmoción, en el medio de la nada o, mejor dicho, justo en el centro del todo.
— ¿Cuáles son tus preferencias en el terreno de la narrativa en castellano y tus autores favoritos?
HT — A ver. Nací en una casa en la cual mi padre leía el diario todos los días y mi madre coleccionaba recetarios de cocina, pero era una casa sin libros. Aprendí a leer de las revistas de historietas, cuando comencé la primaria lo hacía de corrido. Mis padres, por suerte, notaron por un lado que mi tempranísima verborragia respondía a alguna cosa extraña que me llevaba a degustar y repetir ciertas palabras como si fueran chocolates, y por el otro advirtieron mi avidez por encerrarme a leer. Fue así que compraron la colección Robin Hood y una enciclopedia en tres tomos que devoré en el trascurso de esos primeros años. Y esos eran los únicos libros que había en mi casa. Al cumplir doce años recibí un regalo que me llevó a descubrir que había “otra” literatura, un libro de cuentos de Julio Cortázar: “Todos los fuegos el fuego”, que leí y releí hasta que alguien se dio cuenta que debía ampliar mi biblioteca. Aquí me detengo y hago una observación: estamos hablando de la década del ‘60, pleno auge de la literatura latinoamericana o el “Boom”, como se lo llamaba entonces. Esto significa que de Cortázar pasé a Gabriel García Márquez y de ahí a Alejo Carpentier, Manuel Scorza, Augusto Roa Bastos, y aquí me detengo para no seguir una lista de nombres esperables. Pero esos mismos nombres —su escritura—, como es de suponer, me llevaron al otro lado del océano, a otros mundos posibles y también hacia el propio territorio, hacia adentro. Y así me enamoré de la escritura de Leopoldo Marechal, quien también me llevó a otros territorios. Y Borges, el narrador, que llegó para quedarse. Luego aparecieron Haroldo Conti, Daniel Moyano, Juan José Saer. Más cerca en el tiempo, Andrés Rivera o Ricardo Piglia. En fin, diré una obviedad: quien ama leer tiene muchos súper héroes.
— ¿A dónde pudieran llevarte los vocablos “crudívoro”, “razonable”, “provecta”, “inercial” y “estaca”?
HT — No necesariamente todas las palabras me llevan a un lugar en particular y cuando una palabra me traslada es desde el sonido, no desde el sentido. En más de una ocasión he planteado que las palabras no son otra cosa que artefactos, artefactos para alzar o derribar el poema. Elijo cada palabra por el sentido de lo que se quiere significar, pero no es eso lo que la sostiene dentro del poema sino su resonancia. La suma de palabras —sonidos— hacen al ritmo y el ritmo es primordial para que el poema cobre vuelo o se derrumbe. Si además agrego que la búsqueda de la transparencia es para mí sustancial en un poema, difícilmente tropiece con palabras que yo sienta que lo enlodan o al menos trato de evitarlo. Aquí agregaría que esos artefactos, las palabras, conllevan en algunos casos elementos que podría llamar cósmicos o directamente mágicos y que —por destino ya del mundo espiritual, ya del inconsciente, nunca sabré la procedencia— me disparan hacia territorios inesperados. Pero, insisto, eso ocurre con algunas palabras, no con todas y no siempre.
— ¿Causas perdidas?: tuyas o no únicamente tuyas.
HT — ¡Quienes me conocen bien sostienen que yo mismo soy una causa perdida! Ahora, en serio, hoy no visualizo causas perdidas en lo personal. Quizá en lo colectivo, seguramente, y digo quizá porque en algún punto no las siento perdidas sino en estado de permanente espera, en constante vigilia. Aquello a lo que algunos llaman utopía, eso que me sigue desvelando —hoy con menos energía en el cuerpo que ayer, pero con la misma convicción— y que continúa siendo para mí primordial, es decir, la búsqueda del camino hacia un porvenir humano verdaderamente justo, equitativo, libre, solidario.
— ¿Acordarías con la poeta Patricia Díaz Bialet en que, de las corrientes poéticas del siglo XX, las más interesantes son “el creacionismo y el surrealismo”?
HT — Adhiero plenamente, claro. Son vanguardias, además, que estuvieron hermanadas en algún punto: de un lado, el creacionismo exponía la idea de una creación pura, producto de la invención y de alcanzar la belleza a través de la imagen. Del otro, el surrealismo proponía por medio del azar o la escritura automática, lo onírico y el humor, privilegiando el lugar del inconsciente como disparador y alejado de lo racional, también alcanzar la belleza a través de la imagen. Pero el surrealismo hizo un aporte fundamental, fue más allá. En el surrealismo lo más importante, lo más vanguardista, no fueron sus “técnicas” o aquello que Bretón convirtió en “escuela”, sino el hecho de quitar la divinidad del centro y en su lugar poner al hombre. El surrealismo encarna “una concepción total del hombre y del universo”, como decía Enrique Molina. Y eso fue lo revolucionario.
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Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de San Antonio de Areco y Buenos Aires, distantes entre sí unos 115 kilómetros, Hugo Toscadaray y Rolando Revagliatti.
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