David Birenbaum nació el 3 de agosto de 1964 en Montevideo, capital de la República Oriental del Uruguay, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Argentina. Fue incluido en la antología “Animales distintos. Muestra de poetas argentinos, españoles y mexicanos nacidos en los sesentas” (México, 2008), publicó las plaquetas “Freudiana y otros poemas” (1993), “Zavaleta el del eclipse” (1994), “Puré de séclipe y teyoca” (1995), “Ladrón” (2008) y los poemarios “Clase turista” (1997), “Mate pastor” (2003) y “No se necesitan poetas” (2013). En 2015 fue incorporado, en formato CD, en la “Antología de poesía de La Matanza” (con selección de Eduardo Dalter y María Luz Fernández).
Su poesía ha sido difundida en medios electrónicos, así como en publicaciones periódicas en soporte papel: “Barataria”, “Omero”, “Alguien Llama” (de Villa María, provincia de Córdoba), “Poesía en Marcha” (de Rosario, provincia de Santa Fe), pliego “Huasi”, “Círculo Mitre” (de Azul, provincia de Buenos Aires), “La Carta de Oliver”, suplemento literario “Yo Río” del diario “El Argentino” (de Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos), “Frankbaires”, etc.
¿Así que nacido en Montevideo?
Aunque volví muchísimas veces a esa ciudad, nunca viví allí. Mi infancia y adolescencia transcurrieron en la capital de la provincia de Corrientes. Y desde entonces tengo un especial interés por todo lo europeo: Historia y Geografía en particular. Quizá esto se deba a mis orígenes familiares. Si le agregamos que mi padre (polaco) era judío y mi madre (uruguaya) no, ya aparece un elemento de conflicto: las mezclas, las dudas. Tengo un hermano, médico. En 1985 abandoné la casa familiar y los estudios universitarios (ingeniería agronómica) en la mitad de la carrera, para abocarme a trabajar y estudiar teatro. Al año siguiente vine solo a la Capital Federal y logré ingresar a la Escuela Municipal de Arte Dramático, donde concluí la carrera de Formación del Actor, tres años después, y volví a Corrientes. Ahí estuve durante 1989 ejerciendo como maestro de teatro para todos los grupos de una escuela primaria de gestión privada.
Regresé a Buenos Aires con la idea de emigrar a Israel debido a mi precaria situación económica. Nunca sucedió. Retomé los estudios en el Instituto Vocacional de Arte durante dos años y en 1991 finalicé la especialización en Educación por el Arte. Uno de los talleres era el literario. Ahí empieza en serio la escritura de poesía. Durante 1993 hice taller con Santiago Espel, quien luego fue el editor de mis tres libros.
Cuando estabas alistándote para convertirte en un treintañero. Que es cuando conocí a mi mujer, Roxana, con quien inicié la convivencia y luego la crianza de nuestros dos hijos, Joaquín (1995) y Azul (1998). Compramos con un crédito un departamento en Villa Celina, partido de La Matanza, donde residimos hasta 2010; y entonces nos mudamos a la ciudad de Buenos Aires. Mi período matancero incluye el reinicio de mi actividad docente: hace dos décadas que me desempeño como profesor en escuelas públicas de La Matanza. En el medio cursé el profesorado en Castellano, Literatura y Latín en la Escuela Normal Superior “Mariano Acosta”, de la que egresé en 2001. Como verás, anduve casi siempre metido en instituciones educativas, como estudiante y como docente. Casi, pero no siempre: durante mis primeros diez años en Buenos Aires trabajé en oficios diversos: titiritero en una obra teatral en el Teatro Nacional General San Martín, promotor y luego vendedor de libros para una editorial, etc.
Basculando. Entre dos pies: Cuerpo y Lenguaje. Por un lado, practiqué varios deportes durante la infancia y la adolescencia, más tarde, mis incursiones en el teatro. Por otro, la literatura, y el psicoanálisis como paciente. Llego a mis cincuenta y un años y miro los poemas escritos y advierto cómo todas esas actividades me han ido cambiando. Es gracias a los amigos que fueron difundiéndose en diarios y revistas algunos poemas míos. Y en la antología en formato CD, la que se presentó en el Sindicato Unificado de Trabajadores de la Educación de Buenos Aires, en La Matanza, y arranca con textos de Pedro B. Palacios (Almafuerte), Elías Cárpena y Martiniano Leguizamón. Luego aparecemos una quincena de poetas de los años ’70 hasta la actualidad (Lucina Álvarez —docente desaparecida—, Omar Cao, Ricardo Rubio, Patricia Verón, Luis O. Tedesco, Lía Miersch, Daniel Battilana, Elizabeth Molver, Carlos Norberto Carbone, Norberto Corti…). Así que, aunque montevideano, soy correntino de base, porteño por adopción, y por qué no, un poco matancero.
Ya que te nombré a SUTEBA, permitime aclarar cierto aspecto de mi vida que no mencioné: la actividad sindical y política. Fui delegado de escuela por el SUTEBA durante algunos años. Esto empezó mucho antes, cuando residía en Corrientes, en la universidad. Me vinculé allí con un grupo de estudiantes y trabajadores de un partido muy chiquito, el MAS (Movimiento al Socialismo). Fueron compañeros y compañeras muy solidarios conmigo en esa etapa de largarme a trabajar y vivir solo. Cuando empecé a tener un laburo estable en escuelas, allá por el ‘97, me conecté con maestras y profesores que estaban en el SUTEBA — La Matanza. Una época brava. Recién en 2003, 2004, las cosas se fueron calmando un poco. Ahora, no sé…, una gran incógnita, lo que se viene. Me parece que va a ser con los dientes apretados. Pero dejé la actividad política-sindical hace siete u ocho años.
Tendrás algún poemario inédito. Con poemas de los dos últimos años. Son doce, sin título todavía. Escribo poco, tiro y tiro al cesto de papeles. Trabajo mucho con los lenguajes. Estudié inglés desde chico y gracias a las canciones, siempre me acompañó. En el profesorado tuve que estudiar algo de griego y un poco más de latín. Ahora estoy estudiando euskera en un centro de estudios vascos y por internet. Aprendiz de todo, maestro en nada. A esta altura de mi vida me impongo muy pocas obligaciones. Ya no tengo en mente ninguna carrera. No hay metas, sólo obstáculos, leí por ahí.
¿Tus influencias literarias? Concernientes con lo que iba viviendo y sintiendo. Buscaba respuestas a lo que me pasaba en la lectura de la vida de los otros: novelas, reportajes. La poesía social siempre me atrajo: Bertolt Brecht, Nazim Hikmet, Pablo Neruda, Mario Benedetti, Evgeni Evtushenko. La poesía norteamericana e inglesa del siglo pasado, también. Quizá porque están en el centro del capitalismo y le conocen todas las miserias en los pliegues más íntimos. Raymond Carver fue quien más me conmocionó. Tanto sus cuentos como sus poemas. Uno de los poemas más recientes que escribí se titula “A la manera del viejo Raymond”. Ojo, he leído a Alejandra Pizarnik, revistas de poesía surrealista, autores rusos que el stalinismo deploró por “pequeñoburgueses y contrarrevolucionarios”, etc…, digo, la sensibilidad enfocada en otros aspectos de lo humano que no son las relaciones de opresión o la Historia. Muchos buenos poemas de poetas que no van a pasar a la Historia de la Poesía. Creo que gracias a la alfabetización masiva que se produjo durante el siglo veinte, hubo tantos buenos poetas (y los hay) que no caben en una lista. El tiempo, ese gran juez, dirá.
Sólo nos vimos en cafés literarios. Son importantes. Tanto cuando asisto como oyente o cuando me invitan a leer. Percibo que hay una pila dentro de mí que estaba olvidada y descargada y que se vuelve a cargar en el espacio de lecturas. Valoro el esfuerzo de los organizadores y el de los concurrentes, que suelen ser pocos. A mí me permitieron conocer gente, disfrutar de la poesía oída con otros. Todos sabemos que no es lo mismo que leerla solo y en silencio.
Regresemos: ¿cómo ha sido, lustro tras lustro, aquella ciudad de Corrientes y tu cotidianeidad?
Llegué a la ciudad en 1967. Tenía casi tres años. Venía de Porto Alegre (Brasil), donde había nacido mi hermano. Corrientes era un pueblo grande con dos edificios de siete pisos: el de la Lotería Correntina y unos departamentos en la peatonal Junín, donde vivía un primito de mi edad que solo hablaba hebreo. Mi mamá me contaba que, a pesar de mi portuñol y su hebreo, jugábamos juntos. Mi viejo había puesto un comercio con la ayuda de mis tíos y nos iba bien. Yo concurría a la escuela pública en el turno tarde. Había compañeritos pobres y criaditos. La clase media iba al turno mañana, pero a mí no me gustaba madrugar. Eso me permitió conocer distintas realidades. Tenía compañeritos con diez hermanos o más. Algunos vivían con familias más pudientes que los “adoptaban” o criaban a cambio de algunos servicios domésticos, hacer los mandados, ir al almacén. Disponían de poco tiempo para estudiar. Cuando podía les daba una mano; venían a casa a estudiar Geografía, Matemática. Corrientes tenía un club de básquetbol cada cinco cuadras. Había campeonatos de todas las categorías. Hoy están San Martín y Regatas en la Liga Nacional. Yo jugaba en Pingüinos. Pero el crack era mi hermano. Jugó en la selección correntina, en categoría cadetes y juveniles en torneos nacionales, en las ciudades de Trelew y Catamarca, a mediados de los ochenta. El río Paraná era una presencia fundamental en el paisaje. Yo nadaba solamente en pileta. En el verano se ahogaban muchos pibes en el río. Recién en los 90 la municipalidad organizó guardavidas con botes y cuerdas para delimitar las zonas de baño. Lo mismo pasaba con las bicicletas. Todo el mundo andaba en bici, pero yo aprendí recién a los dieciocho, cuando tuve mi primer trabajo (que hacía en bicicleta). Mi mamá estaba aterrorizada por la cantidad de ciclistas, niños y adultos, muertos en accidentes de tránsito. A pesar de esto que te cuento, tuve una infancia muy feliz, en familia, con perros y gatos. En el Secundario, en un colegio nacional, no la pasé muy bien. Fue entre 1977 y 1981: plena dictadura. La Gendarmería solía visitarnos y una vez llamaron a mi casa exigiendo mi presencia con un familiar adulto en las oficinas del comandante. Yo pensé que era una broma de un amigo, pero no. Por suerte no pasó a mayores. La relación con los compañeros y compañeras en la escuela era dificultosa para mí. Por ejemplo, las chicas hacían de la virginidad, un valor. Creo que en esto tenía que ver la enorme influencia de la Iglesia en la sociedad correntina. El despertar al sexo y al amor no era fácil en una sociedad con valores tan retrógrados. Cuando estaba terminando el secundario, conocí gente con otras inquietudes que intentaba hacer teatro, en diferentes grupos. Eso me ayudó a transitar la etapa del pasaje a la universidad. Aunque esta última fue una experiencia a medias: abandoné en el 85 y en el 86 me vine a Buenos Aires. Zavaleta, el del eclipse, y otros también Zavaleta, conforman una de las secciones de tu primer poemario: ese viaje que es sólo de ida. Zavaleta es un personaje que aparece en cinco o seis poemas de mi primer libro. Esto no se repitió en los siguientes. Esos poemas y algunos de tipo narrativo descriptivo, como “Teatro Metropolitan” o “Última fotografía del zar y su familia”, donde no se sabe bien cuándo termina la representación y comienza la realidad, creo que “salvan” al libro. Los más breves y autorreferenciales son… olvidables, para no ser tan cruel con aquellos primeros versos. Algo que me ayudó mucho a llegar a “Clase turista” fueron los trípticos y plaquetas. Como ensayos previos que alentaron y corrigieron poetas amigos, muy especialmente Fernando Kofman (Buby) y Santiago Espel. Los pasos iniciales suelen ser los más delicados. Ellos me ayudaron a elegir los poemas que NO iban a estar en el libro. Quizá esto sea lo más difícil para un poeta primerizo: descartar los versos con los que uno se había encandilado. Ahora hay una serie de mecanismos de publicación por internet que pueden ayudar a los más jóvenes, pero de eso no entiendo nada. Uno de los poemas (“Árboles”) de tu segundo poemario nos entera de que tu apellido significa “peral” en alemán. Y otro poema se titula “Brecht en consorcio”. Y otro, “El saco alemán”. Las palabras BIRN (pera) y BAUM (árbol) se acercan bastante para conformar mi apellido. Pero mi interés por “lo alemán” no viene de ahí, me parece. Viene del Holocausto, del genocidio efectuado por los nazis. Entre las víctimas, casi toda la familia de mi padre. Me fascinan las películas alemanas que relatan y revisan ese pasado: “El lector”, “La caída”, “La vida de los otros”, “Good bye Lenin”. Para mí, el mejor cine de un pueblo es el que cuenta su propia Historia sobre la cicatriz, no sobre la herida. Ahí tenemos “El secreto de sus ojos”, por ejemplo, una gran película argentina sobre los años 70 o “Iluminados por el fuego”, de Tristan Bauer, para mí el mejor largometraje realizado hasta ahora sobre la guerra de Malvinas. Volviendo a los huracanes históricos que arrasan a las sociedades, también me interesa la literatura de ese país, como “Retrato de grupo con señora”, del premio Nobel Heinrich Böll o “Sobre la historia natural de la destrucción”, de W. G. Sebald. Y siento una gran curiosidad por la literatura de los llamados países del Este. La “cortina de hierro” ocultó una literatura novelística que recién comenzó a traducirse en España en las últimas décadas y aquí a veces ni siquiera se consiguen esos libros: “La irrealidad”, del polaco Kazimierz Brandys; Bohumil Hrabal y sus “Trenes rigurosamente vigilados”, “Yo que serví al rey de Inglaterra” y “Una soledad demasiado ruidosa” y una poco conocida Agota Kristof, húngara emigrada a Francia en el 56 y fallecida en 2011. Su trilogía narrativa —“El gran cuaderno”, “La prueba”, “La tercera”— que apareció con el título “Claus y Lucas”, es desconcertante. Nunca había leído algo que me desoriente y atrape de esa manera. Esta literatura me ayudó a entender y aceptar psicológicamente (no éticamente) fenómenos muy complejos como el fascismo, el nazismo y el stalinismo. Y creo que algo de todo esto destiló en mi escritura, en esos poemas que vos mencionás. Sos uno de los poetas incluidos en el volumen ensayístico “La poesía opaca” de Fernando Kofman. Buby [Fernando Kofman] es hijo adoptivo de los poetas ingleses del siglo XX. O más bien, él los adoptó como padres. W. H. Auden, Ted Hughes, etc. Tiene notables libros de ensayo sobre poesía: “Polifonía en el páramo” (1990), también el que vos señalás (2008). Pero pierde un poco de brillo en sus incursiones filosóficas sobre el lenguaje o sobre la ética en varios libros publicados. Contradictoriamente, él es una persona de una integridad ética loable. Y lanza a la palestra esta figura retórica de la “poesía opaca” como contraste con la poesía de “caireles en la rima” que criticaba León Felipe, y contra todas las otras figuras retóricas que aprendimos en el colegio. Estoy agradecido a este gran poeta que no figura en el Olimpo de la poesía argentina; no solo por haberme incluido como uno de los ejemplos de su tesis, sino por haber puesto sobre el tapete esta clase de poesía que muchos no la consideran como tal: por su disonancia, por sus recursos narrativos y sus diálogos. ¡Como si el “Romancero Español” no tuviera diálogos! ¡Como si ignorásemos que el diálogo es más vivo y tiene un poder de atracción para los ojos y los oídos que el monólogo difícilmente consigue!
Y ya que nombré al “Romancero Español”, te digo que soy un ferviente admirador de la Generación del 27 en España, de Antonio Machado, de Ramón del Valle-Inclán… y si seguimos para atrás en el tiempo, vamos a terminar en los autores del Siglo de Oro Español. En esto ayudó el profesorado, pues allí tuve que leer autores que solo conocía de nombre. Leer y estudiar no atentan contra la calidad de los poemas que uno escribe. No fosilizan la escritura. Es al revés. En “Guerra y paz” de León Tolstoi, el mariscal Kutuzov, dice: “Todo llega cuando tiene que llegar para quien sabe esperar…” ¿Sos de saber esperar? ¿Cómo te las arreglás con la espera?
Nunca fui un niño caprichoso. Aprendí a ser paciente con las cosas y las personas que me interesan. Con las situaciones que antes me atraían y ya no, trato de sacármelas de encima lo antes posible. Siempre con buen trato, sin berrinches. Cuando estoy seguro de que no quiero algo, simplemente abro las manos y dejo que actúe la fuerza de gravedad. Mi trabajo como docente es colectivo: con alumnos y compañeros. En otra época, este tipo de tareas me apasionaba: acciones, discusiones, el teatro, la militancia. Hoy es un esfuerzo sostener ese trabajo como docente que, sin embargo, es el único que podría hacer. Soy un inútil total para hacer dinero. Volviendo a lo que me importa: los amigos y amigas, mi esposa y mis hijos, mi hermano y sobrinos, la poesía …: les dedico más tiempo, soy más tolerante que veinte años atrás. No me desespero si no viene el poema o si vino y después lo descarto. En la ecuación VIDA-ARTE fui aprendiendo que la vida pesa mucho más. El año pasado escribí dos poemas. En otra época me habría preocupado. No aparecer en el ambiente (encuentros de lectura, antologías en libros o revistas) me atormentaba. Pero me fui olvidando del tema. No hago esfuerzos por aparecer. Y, sin embargo, en 2015 surgió la “Antología de poesía de La Matanza”, gracias a Eduardo Dalter. La vida sí me preocupa. La salud de mis hijos, dónde está el amor, si lo estoy cultivando bien, si atiendo a mis amigos, cuánto hace que no llamo a Fulano o a Mengano. En otra época creía en mis libros, mis poemas, como un testamento. Ahora me preocupo por el mundo que vendrá. Y a veces me ocupo dentro de mis posibilidades. El mundo en el que vivirán mis hijos y ¿nietos? Estoy convencido de que será necesaria una revolución para que la Humanidad no continúe hundiéndose en la barbarie. La poesía no será el refugio de nadie. La poesía podrá salvar a una persona o a un grupo de personas, pero sola no va a alcanzar a salvar a la Humanidad. El programa marxista-leninista tampoco va a alcanzar. De algún modo que desconozco, las reivindicaciones ecologistas, de las diversidades sexuales y fundamentalmente del desarrollo espiritual y la salud (corporal y psicológica) individual de los seres humanos contra la masificación deberán ser de primer orden. O volverán a fracasar los proyectos libertarios. El poema “Tabaquería” de Fernando Pessoa nos da un marco todavía mayor al que estoy dibujando: lo que era el planeta hace 5.000 millones de años y lo que será dentro de 5.000 millones de años. Pero en el medio estamos nosotros; tratando de hacer en la vida y de esta vida un espacio respirable y de respeto. Hace una punta de años, en el sustancioso Prólogo de su “Diccionario del argentino exquisito”, Adolfo Bioy Casares se manifiesta “un poco alarmado por las consecuencias de esta invasión de voces nuevas…” (y elijo algunas): “Absolutización”, “Acrecer”, “Anoticiamiento”, “Arquitecturar”, “Campeonar”, “Conjuntez”, “Chequear”, “Eficientización”, “Impactación”, “Incomparencia”, “Laicado”, “Mejorativista”, “Planteamiento”, “Rotundizar”, “Traslacionar”, “Visualizar”. ¿Cómo te posicionás ante las sucesivas invasiones de voces nuevas? Vos fijate que algunas palabras que mencionás quedaron (por ahora) en el habla cotidiana (chequear, visualizar). Otras desaparecieron. A veces el secreto está en el sufijo que le ponemos cuando queremos crear un sustantivo abstracto. ¿Por qué eficienciavive y eficientizaciónmuere? ¿Por qué conjunto vive y conjuntez muere? Es el misterio de la diacronía de las lenguas. Lo que queda y lo que muta. También hay un poco de suerte y de arbitrariedad: lo que deciden la Academia y su diccionario también pesa. Y sí, me gustó como lo planteás en la pregunta: “invasión de voces nuevas”. El lenguaje que se impone es el del imperio: el romano con su latín, el británico y luego el norteamericano con su inglés. Pero los pueblos sometidos por un imperio inciden con sus lenguas en la lengua del invasor, modificándola. El castellano está repleto de voces indígenas americanas y del árabe con el que coexistió en la península. El lenguaje es parte de ese modo de relación conflictivo que tienen los pueblos: invasión, opresión, revolución. Aspirar a la pureza de un idioma es tan peligroso e ilusorio como pretender la pureza de una etnia en el color de su piel. Con las migraciones masivas y las comunicaciones globales por internet todo esto se está acelerando. Si no sucumbimos como especie, ¿qué idiomas se hablarán dentro de cien años? Nadie lo sabe. Hay todo tipo de fenómenos interesantes sobre el tema. Por ejemplo, el hebreo y el euskera eran idiomas en peligro de extinción hace cien años. La política del Estado de Israel y la del gobierno autónomo vasco las transformaron en lenguas vivas y en crecimiento, habladas por millones de personas. Lenguas orales como el guaraní o el mismo euskera, en contacto u oprimidas por el imperio español adoptaron y adaptaron su sistema de signos y hoy son lenguas con literatura escrita.
“Caurenias comisaría”, “Caurenias bosque de artificios”, “Caurenias central nuclear”, “Caurenias las manos que la construyen”: tales los títulos de los cuatro poemas que conforman la segunda sección de tu “Mate pastor”. Acá apareció un lugar (Caurenias) como personaje que se repite. No son los textos que más me gustan del libro, pero me pareció que tenían el peso suficiente como para quedarse. El libro tiene algunos poemas buenos, pero creo que me falló el título. Después que se editó, me enteré de que ya existía otro poemario con el mismo título, cuyo autor es Horacio Salas. En aquel momento fue un bajón para mí. Ahora me río. Mirá las cosas a las que uno le adjudica importancia. También hay mucha gente que se llama David o Rolando. Esa presunción de quererse y creerse original. Pero volviendo al tema de Caurenias o Zavaleta: a veces se impone un libro de poemas estructurado casi como una novela o con un tema que se repite. Ahí estamos hablando de obras mayores. A mí, por ahora, no me salen. Apenas puedo decir que los poemas en mis libros aparecen bien agrupados. Marguerite Crayencour cambió su apellido por el anagrama Yourcenar, en sus propias palabras, “por el placer de la y griega”. ¿El placer de qué letra en particular te alcanza, David? No sabía que ése era el apellido original de ella. Yo leí “Memorias de Adriano” y me encantó. Hasta ahora no tuve la necesidad de cambiarme el nombre o el apellido o crearme un seudónimo. Quizá porque ese juego de “ser otro” lo jugué en el escenario teatral. Tratando de responder a la pregunta, el placer que me alcanza o la necesidad que me empuja es la de ser otro. Cuando estoy en otro país, cuando debo hablar con gente que no entiende castellano, se juega el extrañamientoen el sentido brechtiano del término y eso me entretiene, me pone a prueba. ¿Qué rutinas extrañás y qué rutinas adorás? A veces extraño los talleres de teatro, de expresión corporal y juegos teatrales. Me divertían muchísimo. Pasaban cosas que en otros espacios nunca me sucedían. Con mi esposa aprendí a viajar. Es una rutina que me saca de la rutina: una o dos veces al año ir a lugares que no conozco o volver a otros que me encandilaron. Yo disfruto de cualquier rutina, como escuchar música o hacer yoga, si la practico como si fuera la primera vez. Si lo hago pensando en otra cosa, cualquier actividad es un plomazo. El secreto es la concentración.
De cine has hablado. Sigamos con él. ¿Qué directores considerás que han sido sobrevalorados, y por qué? ¿Cuáles, por la totalidad (o casi) de su obra, te resultan los más destacados?
¡Ay Rolando! ¡Qué difícil es responder a esta pregunta! He visto una mínima parte del cine que se ha hecho. Y así, en frío, no me vienen a la mente todos los nombres que irían apareciendo al calor de una charla. El cine es un arte que envejece muy rápido, por el elevado componente tecnológico que tiene. La labor actoral, tanto en cine como en teatro, mejoró muchísimo con el paso del siglo XX.
Hoy veo películas viejas donde las actuaciones son poco convincentes, pero a los espectadores de aquellos tiempos los marcó profundamente. “El nombre de la rosa” del francés Jean-Jacques Annaud me sigue pareciendo una película impecable, que no envejeció. Pero parte de una novela mayúscula de Umberto Eco [1932-2016] que la sostiene. “El cartero”, sobre el exilio de Pablo Neruda en Capri, dirigida por Michael Radford, cuenta con labores brillantes de Massimo Troisi (fallecido veinticuatro horas después de concluido el rodaje, a los cuarenta y un años) y Philippe Noiret. He seguido la filmografía del australiano Peter Weir y no me defraudó. Lo mismo me pasa con los clásicos de Wim Wenders e Ingmar Bergman. En cuanto al cine argentino, pegó un salto tremendo en los últimos treinta años. No es casual que se obtengan tantos premios internacionales. La política del INCAA [Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales] subsidiando la producción de jóvenes directores, y la usina de actores que ha sido siempre Buenos Aires. Todo eso ayuda. Y, sin embargo, hay gente que todavía sigue diciendo que el cine argentino es malo. Prefieren el cine yanqui de ritmo veloz y efectos especiales porque están acostumbrados a eso. Como la gente que cuando sale del país pretende seguir comiendo bife de chorizo y no se abre a otras cocinas. Pero, para no ser tan injusto con el cine norteamericano, reconozco que en efectos especiales y técnicas de violencia en escena son los maestros indiscutibles. Roland Barthes dijo: “En el tren, se me ocurren ideas: la gente circula a mi alrededor, y los cuerpos que pasan actúan como facilitadores. En el avión, me sucede todo lo contrario: estoy inmóvil, compacto, ciego; mi cuerpo, y por lo tanto mi intelecto, están muertos: no tengo a mi disposición más que el pasado del cuerpo pulido y ausente de la aeromoza, que circula como una madre indiferente entre las cunas de un retén.” ¿Te identificás? ¿Cómo te sentís mientras realizás largos viajes en medios de transporte público? Parece que Barthes tuvo suerte y nunca tuvo que volar en medio de una tormenta. Hay un poema de Brecht, creo que se llama “El sastre de Ulm”. En el siglo XVI, este señor de la ciudad de Ulm subió al campanario de la iglesia con dos alas que se había fabricado. Se lanzó pensando que volaría. Después aparece el cura y le habla al pueblo que se junta alrededor del cadáver del sastre. El cura afirma que el hombre nunca podrá volar porque Dios así lo ha decidido. Cada vez que viajo en avión es para mí un trance difícil. Es un hecho cultural, porque la Naturaleza no nos dotó ni de alas ni de un esqueleto liviano como para sostenernos en el aire. En el tren o en el colectivo, más cerca de la Tierra, se me han ocurrido algunos poemas.
¿Cuál fue el disparador de “No se necesitan poetas”? Tiempo después de haber escrito ese poema que titula también el libro, me acordé de Joseph Brodsky, el poeta ruso. Él había desarrollado la idea de que somos hablados por el lenguaje. El lenguaje sería una entidad con vida propia, con nacimiento y muerte, como un Dios que nos crea, que se despliega utilizando a los hablantes como instrumento. Si esto es así o solo es una metáfora de otra cosa, no lo sé. Habría que preguntarle a los neurolingüistas. Imagino que opinás que la poesía requiere de un proceso de lectura diferente. ¿De qué modo? La mayoría de la poesía que leo me demanda un esfuerzo. Como cuando tengo que comunicarme con alguien en otro idioma que no sea el castellano. A veces se establece una conexión o una comprensión. A veces, no. El texto puede ser valioso y lo que falla es el lector. El texto poético demanda paciencia y no entrega ideas cerradas o perfectas, concluidas. Como estamos acostumbrados a que todo cierre con una explicación (desde por qué llegaste tarde hasta por qué aumentó la leche), claro, la poesía nos desorienta, no nos agrada, es difícil. Adoptando y adaptando cierta propuesta de hace unos años, generada por el poeta Jorge Aulicino, te pregunto en relación a los poetas argentinos de las primeras cinco décadas del siglo XX: ¿cuáles fueron los que considerás más influyentes, y por qué? Y, ¿cuáles los que más valorás? No soy un estudioso de la poesía argentina. Cada año que pasa estoy más convencido de que el titán de nuestra literatura es Jorge Luis Borges. Me da la sensación de que sigue escribiendo. Y también creo que hicieron bien en no darle el Nobel por su posición política con respecto a las dictaduras de Augusto Pinochet y de Jorge Rafael Videla. Creo que Borges era una buena persona. Sin embargo, uno ve que le dan el Nobel a cada porquería de ser humano. Entonces, no quiero irme por las ramas, yo valoro la obra, pero también la vida de un escritor. Como vivimos en una sociedad de clases, de Florida y de Boedo, yo valoro a Evaristo Carriego, a Nicolás Olivari, a los poetas del tango. Y cierta gente que vive del esfuerzo de los demás y ni siquiera se limpia su propia mugre, valora a un premio Nobel, aunque no lo haya leído, solo porque es famoso.
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