El puchero ha sido una pieza característica de la cacharrería castellana. Todavía quedan importantes reductos del oficio alfarero en las provincias de Valladolid, León, Zamora y Salamanca, aunque el puchero ya no se encuentra en el elenco de piezas de la alfarería moderna.
Uno se imagina una vasija de barro vidriado (o sin vidriar), con base más o menos amplia, panza redondeada y apenas cuello, boca ancha, una o dos asas, utilizado para guisar o cocer alimentos. También en sentido figurado se suele aludir al puchero para referirse al alimento diario y regular. Igualmente, nuestro diccionario recoge “hacer pucheros” como la mueca o gesto que precede al llanto fingido o verdadero.
A ello habría que añadir muchas otras expresiones como “puchero de enfermo”, para referirse al cocido que se hace en tal recipiente, sin ingredientes que puedan ser nocivos a los enfermos. Una acepción antigua y claramente sexista es la de «atizar el puchero», para aludir al hombre que se quedaba en casa mientras la mujer salía a trabajar. La expresión «puchero de viuda» —expresión antiquísima y muy utilizada en algunos pueblos de Segovia— para indicar el puchero pequeño de una sola ración.
Quienes en la alfarería tuvimos nuestro primer «modus vivendi», a un puchero grande lo llamábamos: pucherazo. Lógicamente, para definir el tamaño empleábamos el sufijo aumentativo con lo que incrementábamos la magnitud del significado del vocablo.
Si tenemos en cuenta que los sufijos aumentativos indican muchas veces menosprecio o desestimación, no podemos ver otro significado distinto a éste en cierta actitud antidemocrática e impropia de ciudadanos serios y respetables. Más bien, cuando acontece una trampa electoral consistente en alterar el resultado de un escrutinio de votos, y refiriéndonos a su autor o autores, hablamos de defraudadores del sentido común, misioneros de la insolidaridad, mandados del resentimiento, ... En fin, ¡catedráticos de la estupidez!
«Dar un pucherazo» apenas solemos asimilarlo a dar un golpe con un puchero, y sí a un golpe de Estado, un engaño, una trampa o un fraude electoral. Tal actitud la hemos encontrado plasmada en libros y diarios para referirse a la misma «broma de mal gusto» que empaña toda forma de convivencia democrática, altera la credibilidad más sincera y enfanga logros alcanzados con sacrificio.
Así mismo, por asimilación hemos estudiado esa trampa electoral calificada como cabildazo, pucherazo, arbitrariedad, chanchullo, abuso, tropelía, exceso, atropello, polacada, desafuero, desmán, canallada, ... He aquí la riqueza de nuestra lengua, tantas veces denostada, reprimida y asediada allí donde la «política de verbena y violencia» pretende imponerse a la razón.
Hoy a nadie sorprende oír que el voto individual es un derecho y un deber. Uno y otro son caras de la misma moneda. Igualmente, inseparables son las dos bolsas que forman la alforja de la fábula del griego Esopo o, precisa es también, la máxima del filósofo y sacerdote francés Lamennais: «el derecho y el deber son como las palmeras: no dan fruto si no crecen una al lado de otra».
En la tercera década del siglo XXI cuesta creer en lo que conocemos como «dar un pucherazo». Más recuerda algunas actuaciones propias del siglo XIX, abundante en intrigas, conspiraciones y arbitrariedades. Un siglo donde los despropósitos y los escándalos municipales eran «moneda de curso legal», sobre todo en grandes municipios o capitales de provincia. Era el siglo del cacique, del fraude, de la convención y de la imposición de candidatos sin sombra que pudiera alterar su elección. El siglo de cabecillas y jefecillos en el ámbito local y del «turnismo» de la Restauración entre conservadores y liberales en el plano nacional. Un siglo donde, si era preciso, el poder acudía a la arbitrariedad, régimen natural del pueblo español en palabras de Unamuno.
La seriedad, la reciedumbre y el sentido de la responsabilidad no deben dejar resquicio posible para el fraude al estilo «bananero» del «pucherazo». Los políticos están obligados a dar prueba de ello a diario; aunque pasadas las elecciones regresen a las «trincheras» de su individualismo. Una actitud que nunca cambia: hace noventa y dos años, por poner un ejemplo distante en el tiempo, con motivo de las elecciones de abril de 1931, DIARIO REGIONAL desconfiaba de los futuros ediles y plasmaba en sus páginas un sentimiento de rutina y conformismo al publicar que se repetirían los mismos procedimientos de siempre, las visitas domiciliarias, los abundantes convites, «el ofrecimiento de grandes mejoras, cuando no el de algún empleo, y, pasadas las elecciones, derrotados o con el acta… no volverá a vérselos hasta otras».
Comparemos esa realidad con la actual: en casi todas las provincias de nuestra comunidad, los diputados y senadores desaparecieron tras las elecciones autonómicas y generales, pero ante la proximidad de las siguientes empezarán a enviar notas de prensa a los medios de comunicación, darán conferencias, asistirán a mesas redondas, inauguraciones y escribirán artículos. Llega el momento de hacer méritos ante el respectivo jefe, ¿y durante los cuatro años que transcurren entre dos procesos electorales dónde han estado? Esto también es sinónimo de pucherazo, abuso, tropelía, fraude, desprecio o engaño.
Párense a pensar unos minutos e intenten escribir el nombre de los diputados nacionales, regionales, senadores y concejales de su provincia. ¿Recuerdan el nombre o la cara de alguno de ellos? Confieso que yo no. Además, en ningún momento ha recogido la prensa diaria la labor de esos senadores y senadoras que desaparecieron hace cuatro años. Al igual que los diputados. Como mucho ha salido algún concejal de gobierno, rara vez de la oposición. Ese desprecio es el mismo con el que este «escribidor» los pagará en las próximas elecciones. Desprecio con desprecio se paga. Todo lo anterior de este mismo párrafo me recuerda lo sucedido en la localidad de Olmedo en las primeras elecciones democráticas donde un pastor quiso romper la urna porque a su señora le había tocado de mesa. Pero eso lo dejo para otro día.
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