Desde tiempos apostólicos se viene dando una notoria importancia al recuerdo de la última semana de la vida mortal de Jesucristo. La santidad de esos días es algo que ya existía con seguridad a fines del siglo IV en Jerusalén. Era la semana de Pascua. La gran semana como se le llamaba en la ciudad a la que Jesús fue llevado como un niño, para ser presentado en el Templo. Aquellas celebraciones, fueron la semilla de la Semana Santa que hoy se conmemora en todo el mundo cristiano.
Hace más de mil seiscientos años, grandes multitudes se congregaban en torno al Monte de los Olivos para conmemorar la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, ese paso, conocido con el nombre del Cristo de la borriquilla, con el que dan comienzo los desfiles de la semana de Pascua.
Durante estos días se pone de relieve la brillantez de las cofradías, la belleza o el gesto de dolor de las diferentes advocaciones de la madre del crucificado, el valor histórico o artístico de las tallas realizadas por los grandes imagineros…
Sin embargo, para mí, el gran mensaje de algo que tanto se echa en falta en nuestros días, lo encuentro en ese humilde Cristo de la borriquilla.
¡Qué pobre cabalgadura eligió el Rey de reyes! Quizá nosotros, jactanciosos petulantes henchidos de nuestra propia vanidad, habríamos escogido un brioso corcel brillantemente enjaezado. Pero Jesús era consciente de que había venido al mundo a servirnos a nosotros pobres pecadores, hasta el extremo de entregarnos hasta la última gota de su sangre.
Jesucristo, que es Dios, se contenta con un borriquillo por trono. Nosotros, que no somos nada, nos mostramos a menudo vanidosos y soberbios: buscamos sobresalir, llamar la atención; tratamos de que los demás nos admiren y nos alaben.
Cristo eligió al más sufrido y modesto de los animales, para presentarse como rey ante el pueblo que lo aclamaba. Claro que su misión entre los hombres era la cara opuesta de la moneda de la astucia calculadora, la crueldad de corazones fríos, la máscara de la hermosura vistosa pero hueca. El Hijo de Dios buscaba en nosotros la noble rebeldía de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a la palabra de amor.
El mundo está lleno de personajillos, que a falta de otros méritos, se comportan con las arrogantes ínfulas del burro que hubiese creído que los vítores y aplausos que las gentes dirigían al Maestro, eran para él. Son enanos, que subidos al púlpito de su orgullo, se creen gigantes y alardean de todo lo que carecen.
La humildad, nada tiene que ver con la búsqueda del poder, con la frenética carrera en busca del éxito, que en definitiva, lo que persigue, es la oculta voluntad de dominio sobre los demás.
No son pocos los que claman contra la injusticia, los que aparentan condolerse por el sufrimiento de los más necesitados, los que se autoproclaman predestinados para limpiar toda la basura que nos rodea y lo primero que hacen en cuanto alcanzan, aunque sea una mínima parcela de poder es revestirse con la púrpura, la pompa y la circunstancia que incluso a veces ni les corresponde. Olvidan su condición de servidores de la sociedad, esa en cuyos hombros se suben para satisfacer sus desmedidas ambiciones, en vez de échasela sobre sus espaldas para intentar aliviar sus zozobras y desasosiegos.
Hay quienes sin argumentos en los que sustentarse, niegan por principio todo lo que los cristianos conmemoramos durante la Semana Santa; hay quienes no saben muy bien si creen o no, pero sienten una profunda emoción en sus corazones ante las lágrimas de una madre transida de dolor en presencia del hijo sacrificado, hay quienes viven estos desfiles como una manifestación de profunda religiosidad. Todos merecen respeto y estoy seguro, que lo que en cualquier caso, nadie podrá negar es que en un mundo lleno de egoísmos y miserias es la más alta expresión de amor que la humanidad ha recibido.
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