Alberga la voz protocolo acepciones varias. La cuarta de ellas, siguiendo al DRAE, define esta palabra como ”secuencia detallada de un proceso de actuación científica, técnica, médica, etc.”. Al parecer, según la doctrina al uso, todo protocolo supone una garantía para evitar decisiones improvisadas en los distintos ámbitos y tranquilizar, de paso, a los destinatarios de la actuación, que pueden ser los miembros de un colectivo concreto o, en algunos casos, toda la población. Se presenta, así pues, su uso como algo necesario y plausible. Mas, haciendo de abogados del diablo, se nos ocurre compararlos con aquello que se decía sobre las comisiones; y así, se atribuye a Napoleón Bonaparte la afirmación siguiente: “si quieres que algo sea hecho, nombra un responsable; si quieres que algo se demore eternamente, nombra una comisión”.
Cabe preguntarse si no ocurrirá lo mismo con los protocolos. Escribía recientemente Diana Diaconu, profesora de la Universidad Nacional de Colombia, en relación con los protocolos de género, si bien podría referirse a cualquier otro contexto: “no analice, actúe como un burócrata: active el protocolo, déjese guiar por las rutas de atención ya establecidas, como si todos los seres humanos y todas las situaciones fueran lo mismo, decline toda responsabilidad, dele trámite que para eso está el servidor público y no para pensar” (1). Considera la autora que “la universidad quedó convertida en un espacio artificial, hermético, estéril, como la “poesía pura” (….) donde compiten ciegamente los llamados “especialistas” o “expertos”, de espaldas a la realidad nacional y mundial; desde luego, sin real compromiso social y ético y, sobre todo, sin contrariar o importunar con sus críticas el discurso oficial o institucional”.
Eso que ella refiere a la universidad, y que concreta en el “género”, puede extrapolarse a distintas escalas, desde la más nimia hasta la global. Sirve para justificar la obediencia ciega sin sufrir aldabonazos de conciencia. De este modo, tengo en ocasiones la impresión de estar inmerso en una cadena de protocolos en su cuarta significación; paradigma de los mismos es la atención al cliente, o al ciudadano desde diversos organismos estatales, a través de centrales automatizadas o de robots en red, por referirnos a las más banales en secuelas. En última instancia, esos protocolos, de los que tan orgullosos suelen ser estar sus diseñadores y defensores, suponen un procedimiento opuesto a la atención personalizada; las decisiones así tomadas, por otra parte, se justifican por esos ritos secuenciados, que vacían de responsabilidad a sus ejecutores, escudados, para lo bueno y lo malo, en las directrices del protocolo.
Alguien afirmó que solo hacen historia los que rompen las reglas. Por otra parte, a François de La Rochefoucauld, a quien se atribuyen tantas frases, se le suele suponer autor de aquella según la cual “establecemos reglas para los demás y excepciones para nosotros.”. Item más, el maestro de la ciencia-ficción Frank Herbert afirmó que “las reglas construyen fortificaciones tras las cuales las mentes pequeñas crean satrapías, algo peligroso en los mejores tiempos y desastroso durante las crisis”. Sin entrar en detalles, hay sin duda ejemplos recientes de ello. No voy a negar la conveniencia de las normas de actuación, de manera aislada o en conjuntos secuenciales, creando protocolos, pero igual es necesario, como escribí más arriba, erigirse, aunque solo sea de cuando en cuando, en abogado del diablo para evitar convertir a esas reglas en algo tan absoluto que acabé chocando, en cada caso, con su propio espíritu, o intencionalidad, inicial.
Ojo con escudarnos siempre, por tanto, en los famosos protocolos. Puede ser altamente peligroso para nuestra salud y para nuestra libertad.
(1) Revista La Santa Crítica, enero 2024
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