Un error flagrante que se ha cometido en los sistemas de enseñanza-aprendizaje es el de haber sustituido al profesor por el alumno en el epicentro protagónico de dichos ámbitos. El pretender resarcir al docente de su ostracismo no ha de implicar perjuicio ninguno para el educando, el cual se vería aupado, de este modo, a un mayor privilegio, toda vez que dispondría, así, de verdaderos referentes en su proceso de formación, ya que un enseñante en plenitud y dotado con marchamo de respetabilidad, arropado con unas condiciones decentes en derredor, dispondrá de mayores posibilidades de dar de sí lo mejor (sería, en puridad, esta, una manera real de hacer realmente protagonista al estudiante). Otorgar la responsabilidad de su propio aprendizaje al alumno es un brindis al sol, máxime en estos tiempos de avasalladora, vacua e inducida sobreestimulación.
A tempranas edades, el alumno requiere de una atmósfera propicia para llevar a cabo su correspondiente aprendizaje, aprehendiendo saberes que el expositor correspondiente (el profesor) habrá de dispensarle con arreglo a un marco regulador. Lamentablemente, no se le da pie al mentado docente a que coparticipe en la elaboración primera de dicho marco desde su experiencia a pie de obra (la cual se sumaría a otra académica precedente: una licenciatura, un máster y una oposición, como mínimo, en el sistema público). El alumno necesita y requiere de referentes y referencias edificantes; difícilmente podrá cimentar un modelo de asimilación de contenidos y conocimientos si no obtiene unas bases firmes para cuya adquisición además habrá de aportar un previo esfuerzo.
Con una mayor inversión en enseñanza que redunde en ratios más bajas, así como en mayores medios para la gestión de la diversidad, el docente, sin duda, contará con más recursos para lograr encarrilar un mayor número de trayectorias académicas. Asimismo, el sistema habría de contemplar un más numeroso abanico de posibilidades que abarcara a cuantas más sensibilidades y vocaciones tempranas. No en vano, tan solo compensa a un determinado perfil mental nuestro sistema, perdiéndose otros (harto geniales) por el sumidero de su propia inadaptación. No ha de ser el sistema educativo una maquinaria forjadora de patrones educativos que compensen la mejor/peor adaptación a unas pautas tan tasadas como desfasadas (por más que se introduzcan adminículos de última generación que para lo único que sirven es para apuntalar lo ya instituido así como para inducir a mayores disrupciones). No está financiada la enseñanza competencial, la cual legislativamente se insta a bombo y platillo a implementar sin acabarse de aclarar de qué manera se ha de hacer “eso” a lo que se refieren, pues si hablamos de la adquisición de habilidades determinadas, incurriremos en una redundante perogrullada, dado que en la escuela la labor esencial que se lleva a cabo es la de hacer competentes a los alumnos para que transiten por la sociedad civil con adecuada solvencia. La enseñanza comporta cierta doma de los más jóvenes de la especie, y sin una mínima disciplina, muy difícilmente se podrá alcanzar un objetivo serio. Cuando se genera una atmósfera adecuada, fruto de la disciplina (entendida la misma como el logro de una mínima predisposición a aprender de los alumnos) es cuando se puede lograr el verdadero aprendizaje competencial, pues sin un previo aprendizaje, fruto de la metabolización de una serie de conocimientos, muy deslavazadamente se podrá lograr una edificante praxis competencial. Las competencias, por lo tanto, entendidas como nos las proponen, habrían de ser el complemento a la adquisición de unos conocimientos teóricos bien aprehendidos que conecten con tales o cuales procesos prácticos, y todo ello dentro de una serie de vías lectivas que incluyan a los distintos alumnos con sus correspondientes improntas (a eso sí se lo podría llamar fehacientemente “inclusividad”).
Vivimos unos tiempos romos en los que nos alejamos peligrosamente del foco que irradió luminosos destellos civilizatorios. Juan Luis Cebrián lo describió muy afinadamente en un breve pasaje: “La Ilustración fue […] un proyecto de convivencia basado en la racionalidad y en la duda, en las capacidades de conocer del hombre, pero también en sus potencialidades de yerro. La democracia de nuestros días, heredera lejana del movimiento de los ilustrados, se aparta con peligrosa insistencia de los senderos de la duda, para revestirse de certezas cada vez más resonantes: mercado, globalización, competencia, son conceptos que describen esa nueva realidad en la que, finalmente, las diferencias entre tecnocracia y teocracia resultan simplemente alfabéticas, pues se reducen a dos consonantes” (Fundamentalismo democrático, Taurus, 2003, pp. 24-25).
La tan denostada educación pública necesita, como venimos viendo, apoyo y una adecuada puesta en valor. El propio Cebrián abogaba por dicha defensa, aduciendo que la misma sería “fruto de la convicción liberal sobre la igualdad de los hombres ante la ley”, y continuaba aduciendo que resultaría “un triunfo de las revoluciones burguesas”, siendo “uno de los anclajes más firmes con los que debe contar toda sociedad democrática. Sin una instrucción pública y gratuita, la igualdad de oportunidades, base de todo régimen de competencia, es una verdadera filfa. Avergüenza por eso contemplar que, todavía hoy, se quiere perjudicar o perseguir a la escuela pública en nombre de la libertad” (pp. 57-58).
Un ámbito donde acude a diario lo más preciado de nuestra sociedad habría de ser acreedor, sin duda, de un mayor respeto y estima, y dicha estima, a su vez, habría de principiar por una adecuada financiación. Si hay una inversión pública que con el tiempo habrá de redundar en constatable (y contrastable) valor social, esa es, sin duda, la que a día de hoy no se hace en la educación pública.
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