Cuando uno pasea por Roma experimenta la agradable sensación de estar visitando un museo al aire libre. En cada calle, en cada plaza, en cada edificio, en cada monumento. En definitiva, en cada rincón.
Queda lejos el año 753 a. C. cuando Rómulo fundó la Ciudad Eterna, una denominación acuñada bastante tiempo después, más de 700 años, cuando el Imperio romano conquista Egipto y se populariza la expresión “Urbs Aeterna”, reformulándose nuevamente en el Renacimiento con la obra de Miguel Ángel y Rafael que contribuyen a que Roma siga siendo eterna.
Las diferentes perspectivas de Roma
Roma tiene varias caras y todas hermosas. La histórica o arqueológica, representada fundamentalmente por el Coliseo Romano, una de las siete maravillas del mundo, considerado Patrimonio de la Humanidad desde 1970. Construido por Vespasiano en el año 73 d. C. como lugar de celebraciones para el entretenimiento del pueblo (lucha de gladiadores o animales salvajes y representaciones teatrales) llegó a tener una capacidad para 60.000 espectadores. Una edificación que incorporó innovaciones técnicas nunca antes vistas, como por ejemplo pasadizos subterráneos que separaban a los luchadores de las fieras. También está personificada en el Foro Romano, centro neurálgico del imperio, que albergó templos, basílicas, arcos, iglesias, plazas y termas y, por supuesto, en las antiguas catacumbas, utilizadas para el enterramiento de cristianos, judíos y paganos hasta la caída del imperio romano.
La Roma religiosa y espiritual está encarnada por el Vaticano, cuya obra maestra es la basílica de San Pedro, decorada con los mejores frescos de ilustres como Rafael o Miguel Angel; por los Museos Vaticanos y la Capilla Sixtina y por las iglesias de Santa Maria in Cosmedin. que ampara en su interior la Bocca della Veritá y la basílica de Santa María della Neve, que llegó a ser residencia temporal de papas y en la que reposan los restos mortales de algunos de ellos.
La Roma monumental reúne a las plazas más afamadas de la ciudad: la de Navona, con fuentes y edificaciones de inconmesurable belleza y en la que en los siglos de esplendor del imperio romano se emplazaba un magnífico estadio para competiciones deportivas; la de Spagna, con la escalinata que asciende hasta la iglesia de Trinitá dei Monti y la de la Rotonda, presidida por el panteón de Agripa; así como a la emblemática y barroca Fontana de Trevi del artista Nicola Salvi y al castillo de Sant’Angelo, a orillas del Tiber y a poca distancia del Vaticano.
Mientras que la Roma pintoresca fusiona el pasado y el presente, como el barrio del Trastevere, con sus animadas calles empedradas con numerosos cafés, restaurantes y tiendas de antigüedades; el Campo di Fiori, actualmente lugar de reunión de multitudes que llenan los locales de ocio de la zona; la colina del Quirinale, en la que se ubica el palacio del mismo nombre, antigua residencia real y actual del presidente de la República y los jardines de Villa Borghese.
Nápoles, por dentro y por fuera
Situada a 240 kilómetros al sur de Roma (a tan solo una hora y veinte minutos en tren o dos horas y veinte minutos en coche) se emplaza Nápoles, que representa la esencia mediterránea por su estampa, su aroma y su sabor, pero también por su color, por su caos, por su música y su gastronomía y por el aspecto decadente de muchas de sus edificaciones. Si los napolitanos veneran a San Genaro, patrón de la ciudad, su Dios es Maradona, con la imagen del argentino grafiteada en muchas de sus fachadas.
Las principales atracciones se hallan fuera de la ciudad: las ruinas de Pompeya (una de las antiguas urbes del imperio romano mejor conservadas a tan solo 30 kilómetros y a los pies del espectacular volcán del Vesubio), las de Herculano (más pequeña pero mejor conservada que las de Pompeya) y la isla de Capri (a cuarenta y cinco minutos en ferry desde el puerto napolitano, colmada de grutas, miradores y rutas de senderismo).
Además, a Nápoles se la considera la puerta de entrada a la costa Amalfitana, de gran interés cultural y artístico en cada uno de los trece municipios que la componen, todos ellos Patrimonio de la Humanidad desde 1997.
Pero adentrándonos en la ciudad, si tenemos que elegir sus imprescindibles, desde luego no puede faltar la Galleria Umberto I, muy similar a la de Milán; la Piazza del Plebiscito, frente al palacio real y símbolo de la ciudad; la Capella Sansevero, un templo cristiano donde abundan los elementos esotéricos; la calle de Spaccanapoli, una de las más principales del casco antiguo en la que se ubica el Duomo, la Piazza del Gesú o la Basílica di San Domenica Maggiore; el Castel dell’Ovo, desde el que se otea unas magnificas vistas de la bahía napolitana con el Vesubio de fondo y el Castel Nuovo, una fortaleza medieval que data del siglo XIII.
La catedral de San Gennaro es el edificio de carácter religioso más importante de la ciudad, en el cual se mezclan diversos estilos arquitectónicos y la visita más enigmática es la de los subterráneos de Nápoles, a cuarenta metros de profundidad, que permite viajar 2500 años atrás, descubriéndose restos arqueológicos de la antigua Grecia y comprobando como se utilizaron de refugio durante la Segunda Guerra Mundial.
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