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Cerca de 150 fotografías del fotógrafo sudafricano pueden verse en la exposición “Sin segundas intenciones”, instalada en Fundación Mapfre (Madrid)

Goldblatt, testigo de la vergüenza del ser humano

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A principios de los años 70, el fotógrafo David Goldblatt publicó un anuncio por palabras donde decía «Me gustaría fotografiar gratis a personas en sus casas… Sin segundas intenciones». Sin duda alguna mentía porque la propia existencia de esas instantáneas ya estaba reflejando las intenciones de denunciar lo que era impensable que ocurriera. El fotógrafo hizo testigo al mundo, que miraba para otro lado, de la denigrante política de Sudáfrica: de un apartheid y de brutales políticas segregacionistas a finales del siglo XX y principios del siglo XXI.


The David Goldblatt Legacy Trust Fundacion Mapfre 14


Las fotografías de Goldblatt hay que mirarlas sin ningún tipo de retórica. No hay envoltorio alguno, ni ampulosidades. Lo que el espectador ve es la realidad de lo que hay. Víctimas del racismo por el mero hecho de tener un color de piel distinto a los dominadores, a los colonizadores neerlandeses y británicos. Negros condenados a subsistir, a trabajar por míseros jornales y en peligrosas ocupaciones para que sus señoritos de piel blanca se enriquecieran gracias a un esclavismo camuflado.


Puede que uno eche la vista atrás y vea muy lejana esa época de la Sudáfrica más profunda y cruel sustentada bajo el poder político supremacista blanco orientado única y exclusivamente al expolio económico y a condenar a otros seres humanos a la indigencia y la opresión, a trabajos denigrantes, con la única intención de enriquecerse a su costa. Ciudadanos negros obligados a sacar las riquezas de las entrañas de su propia tierra para poder sobrevivir. Esquilmados como su propio territorio y condenarlos a una vida tiranizada.


Sí. Puede que uno eche la vista atrás y lo vea como algo muy lejano, como de otro siglo, pero ese sistema de segregación racial existió hasta 1993 para vergüenza de todos.


Las fotografías de Goldblatt, nieto de refugiados lituanos y ciudadano de Johannesburgo, nos abren de nuevo la cicatriz de la vergüenza de lo que pasó unos años atrás. No tan lejanos como creemos pues una de sus instantáneas, realizada el 9 de abril de 2015, es la prueba que faltaba para decir abiertamente que, por fin, ese régimen de terror e ingratitud había sido derrocado. El empuje de una multitud provocaba el desplome de la estatua de Cecil John Rhods, después de cubrirla de heces.


Rhods fue un magnate minero y multimillonario británico que expandió su dominio colonial en el continente africano y explotó, casi como a esclavos, la mano de obra local para amansar una enorme fortuna. Su estatua seguía siendo símbolo de la supremacía blanca. Gracias a los activistas universitarios se logró que, por fin, esa denigrante efigie al colonialismo más cruel fuera retirada para siempre.


La fotografía es un valioso instrumento social para reforzar la memoria, porque no hay manipulaciones. La fotografía es curiosa y a la vez indiferente de lo que capta. Es el espectador el que aprecia la carcoma de los hechos fotografiados. Es la visión intensa del espectador y la perspectiva en el tiempo la que hace aflorar la rebeldía de lo que pudo ser consentido: una cruenta y vil diferencia de clases por el color de la piel. El último rescoldo del racismo legislado.


The David Goldblatt Legacy Trust Fundacion Mapfre 2


Todas y cada una de las fotografías de Goldblatt nos muestran el bochorno de una época. Asentamientos irregulares ocupados por personas de color que recorrían largas distancias desde las zonas denominadas «bantustanes» o «patrias negras» hasta Ciudad el Cabo en busca de trabajo. Resguardados bajo construcciones provisionales con telas viejas, plásticos roídos, palos y piedras, que les daban refugio mientras esperaban conseguir un trabajo temporal. La imagen de «negocios informales», como casetas móviles con ruedas, construidas de deshechos, y que servían para abastecer a los jornaleros negros. Trabajadores negros, por supuesto, utilizados para la extracción del amianto azul en las minas. ¿A quién le importaba la peligrosidad de ese polvo altamente cancerígeno? ¿Al patrón blanco que controlaba la explotación cómodamente desde su caseta acondicionada? Imágenes de largos y penosos caminos, de extenuantes viajes en autobús que tenían que soportar «esas bestias negras» para llegar a sus puestos de trabajo en Pretoria. Hacinados y obligados a permanecer de pie durante horas, como en aquellos trenes del horror que llevaban a los judíos a los campos de concentración.


Y mientras tanto, los afrikáners, los dirigentes supremacistas del Partido Nacional, y los blancos anglófonos muestran sus sonrisas agradecidas por vivir en un mundo de terciopelo gracias a desollar la piel de esos «malditos negros come bananas». Dictando y aprobando leyes desde sus poltronas parlamentarias con nuevas clasificaciones raciales y la designación de barrios exclusivos para residentes blancos. Centros comerciales restringidos para blancos donde paradójicamente la mano de obra es negra porque era la más barata. Una ironía constante como la de quienes perpetúan un sistema vergonzoso de leyes laberínticas y de abusos y que, sin embargo, encomiendan la limpieza de sus casas y confían el cuidado de sus hijos a los criados negros.


Un sistema racista que obligaba a los negros a doblegarse o delinquir para sobrevivir, sin ninguna oportunidad de prosperar trabajando. Trabajadores, a los que se les contempla en las fotografías, vestidos de un traje ancho de hombros y de cintura, recogidas las mangas y el bajo de los pantalones, para aparentar lo que no se podía ser y acercarse a la ciudad para intentar conseguir un trabajo. Los zapatos desgastados, sucios y rotos les delatan. Es la seña de identidad de su pobreza y de quien, de continuo, tiene que pisotear el barro y caminar por los senderos establecidos por el apartheid.


The David Goldblatt Legacy Trust Fundacion Mapfre 9


Hay una fotografía de toda esta ristra múltiple de ignominia que me ha llamado especialmente la atención. En ella puede verse a varias señoritas blancas de sonrisa resplandeciente e ilusionada desfilando por encima de una tarima en un concurso de belleza convocado por un centro comercial. Son jóvenes de pelo rubio, recién salidas de la peluquería, que se exhiben en bañador y tacones estilizando sus piernas desnudas. Se las contempla felices y a la expectativa de oír por los altavoces quién de esas chicas de tez blanca será elegida la más bella del concurso. La Miss que se lleve el premio a la belleza y al glamur. Por detrás de ellas, el público. Otras jóvenes, pero estas de tez negra.

Vestidas de chaquetas de lana roída y vestidos tan sedosos como harapientos. Jóvenes y niños, negros, observan el desfile con el rictus serio y pensativo. Contemplan ese mundo de cuento de hadas al que tienen derecho las blancas y al que ellas jamás podrán aspirar. Por el mero hecho de haber nacido en un país al sur de África con el color de la piel equivocado. En sus miradas hay una inclinación al recelo, a la idea de que ellas jamás podrán ser guapas por haber nacido negras. Su destino no es otro que ser una ciudadana de tercera clase para servir a esas princesas de pasarela porque así lo dictan las leyes de unos colonos, los afrikáners, y de un partido, el Partido Nacionalista, que sienta sus bases sobre el continuo atentado a la dignidad humana.

Goldblatt, testigo de la vergüenza del ser humano

Cerca de 150 fotografías del fotógrafo sudafricano pueden verse en la exposición “Sin segundas intenciones”, instalada en Fundación Mapfre (Madrid)
Vicente Manjón Guinea
lunes, 1 de julio de 2024, 10:37 h (CET)

A principios de los años 70, el fotógrafo David Goldblatt publicó un anuncio por palabras donde decía «Me gustaría fotografiar gratis a personas en sus casas… Sin segundas intenciones». Sin duda alguna mentía porque la propia existencia de esas instantáneas ya estaba reflejando las intenciones de denunciar lo que era impensable que ocurriera. El fotógrafo hizo testigo al mundo, que miraba para otro lado, de la denigrante política de Sudáfrica: de un apartheid y de brutales políticas segregacionistas a finales del siglo XX y principios del siglo XXI.


The David Goldblatt Legacy Trust Fundacion Mapfre 14


Las fotografías de Goldblatt hay que mirarlas sin ningún tipo de retórica. No hay envoltorio alguno, ni ampulosidades. Lo que el espectador ve es la realidad de lo que hay. Víctimas del racismo por el mero hecho de tener un color de piel distinto a los dominadores, a los colonizadores neerlandeses y británicos. Negros condenados a subsistir, a trabajar por míseros jornales y en peligrosas ocupaciones para que sus señoritos de piel blanca se enriquecieran gracias a un esclavismo camuflado.


Puede que uno eche la vista atrás y vea muy lejana esa época de la Sudáfrica más profunda y cruel sustentada bajo el poder político supremacista blanco orientado única y exclusivamente al expolio económico y a condenar a otros seres humanos a la indigencia y la opresión, a trabajos denigrantes, con la única intención de enriquecerse a su costa. Ciudadanos negros obligados a sacar las riquezas de las entrañas de su propia tierra para poder sobrevivir. Esquilmados como su propio territorio y condenarlos a una vida tiranizada.


Sí. Puede que uno eche la vista atrás y lo vea como algo muy lejano, como de otro siglo, pero ese sistema de segregación racial existió hasta 1993 para vergüenza de todos.


Las fotografías de Goldblatt, nieto de refugiados lituanos y ciudadano de Johannesburgo, nos abren de nuevo la cicatriz de la vergüenza de lo que pasó unos años atrás. No tan lejanos como creemos pues una de sus instantáneas, realizada el 9 de abril de 2015, es la prueba que faltaba para decir abiertamente que, por fin, ese régimen de terror e ingratitud había sido derrocado. El empuje de una multitud provocaba el desplome de la estatua de Cecil John Rhods, después de cubrirla de heces.


Rhods fue un magnate minero y multimillonario británico que expandió su dominio colonial en el continente africano y explotó, casi como a esclavos, la mano de obra local para amansar una enorme fortuna. Su estatua seguía siendo símbolo de la supremacía blanca. Gracias a los activistas universitarios se logró que, por fin, esa denigrante efigie al colonialismo más cruel fuera retirada para siempre.


La fotografía es un valioso instrumento social para reforzar la memoria, porque no hay manipulaciones. La fotografía es curiosa y a la vez indiferente de lo que capta. Es el espectador el que aprecia la carcoma de los hechos fotografiados. Es la visión intensa del espectador y la perspectiva en el tiempo la que hace aflorar la rebeldía de lo que pudo ser consentido: una cruenta y vil diferencia de clases por el color de la piel. El último rescoldo del racismo legislado.


The David Goldblatt Legacy Trust Fundacion Mapfre 2


Todas y cada una de las fotografías de Goldblatt nos muestran el bochorno de una época. Asentamientos irregulares ocupados por personas de color que recorrían largas distancias desde las zonas denominadas «bantustanes» o «patrias negras» hasta Ciudad el Cabo en busca de trabajo. Resguardados bajo construcciones provisionales con telas viejas, plásticos roídos, palos y piedras, que les daban refugio mientras esperaban conseguir un trabajo temporal. La imagen de «negocios informales», como casetas móviles con ruedas, construidas de deshechos, y que servían para abastecer a los jornaleros negros. Trabajadores negros, por supuesto, utilizados para la extracción del amianto azul en las minas. ¿A quién le importaba la peligrosidad de ese polvo altamente cancerígeno? ¿Al patrón blanco que controlaba la explotación cómodamente desde su caseta acondicionada? Imágenes de largos y penosos caminos, de extenuantes viajes en autobús que tenían que soportar «esas bestias negras» para llegar a sus puestos de trabajo en Pretoria. Hacinados y obligados a permanecer de pie durante horas, como en aquellos trenes del horror que llevaban a los judíos a los campos de concentración.


Y mientras tanto, los afrikáners, los dirigentes supremacistas del Partido Nacional, y los blancos anglófonos muestran sus sonrisas agradecidas por vivir en un mundo de terciopelo gracias a desollar la piel de esos «malditos negros come bananas». Dictando y aprobando leyes desde sus poltronas parlamentarias con nuevas clasificaciones raciales y la designación de barrios exclusivos para residentes blancos. Centros comerciales restringidos para blancos donde paradójicamente la mano de obra es negra porque era la más barata. Una ironía constante como la de quienes perpetúan un sistema vergonzoso de leyes laberínticas y de abusos y que, sin embargo, encomiendan la limpieza de sus casas y confían el cuidado de sus hijos a los criados negros.


Un sistema racista que obligaba a los negros a doblegarse o delinquir para sobrevivir, sin ninguna oportunidad de prosperar trabajando. Trabajadores, a los que se les contempla en las fotografías, vestidos de un traje ancho de hombros y de cintura, recogidas las mangas y el bajo de los pantalones, para aparentar lo que no se podía ser y acercarse a la ciudad para intentar conseguir un trabajo. Los zapatos desgastados, sucios y rotos les delatan. Es la seña de identidad de su pobreza y de quien, de continuo, tiene que pisotear el barro y caminar por los senderos establecidos por el apartheid.


The David Goldblatt Legacy Trust Fundacion Mapfre 9


Hay una fotografía de toda esta ristra múltiple de ignominia que me ha llamado especialmente la atención. En ella puede verse a varias señoritas blancas de sonrisa resplandeciente e ilusionada desfilando por encima de una tarima en un concurso de belleza convocado por un centro comercial. Son jóvenes de pelo rubio, recién salidas de la peluquería, que se exhiben en bañador y tacones estilizando sus piernas desnudas. Se las contempla felices y a la expectativa de oír por los altavoces quién de esas chicas de tez blanca será elegida la más bella del concurso. La Miss que se lleve el premio a la belleza y al glamur. Por detrás de ellas, el público. Otras jóvenes, pero estas de tez negra.

Vestidas de chaquetas de lana roída y vestidos tan sedosos como harapientos. Jóvenes y niños, negros, observan el desfile con el rictus serio y pensativo. Contemplan ese mundo de cuento de hadas al que tienen derecho las blancas y al que ellas jamás podrán aspirar. Por el mero hecho de haber nacido en un país al sur de África con el color de la piel equivocado. En sus miradas hay una inclinación al recelo, a la idea de que ellas jamás podrán ser guapas por haber nacido negras. Su destino no es otro que ser una ciudadana de tercera clase para servir a esas princesas de pasarela porque así lo dictan las leyes de unos colonos, los afrikáners, y de un partido, el Partido Nacionalista, que sienta sus bases sobre el continuo atentado a la dignidad humana.

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