Es común oír quejas sobre la Justicia por parte del ciudadano de a pie y del periodismo no especializado. Ello, debido a la demora del Poder Judicial en dictar sentencias, porque no conforman los resultados del juicio, denuncia o reclamación formalizados o porque los efectos colaterales de los fallos, presuntamente injustos, sacan de quicio a la gente en temas colectivos de resolución compleja como la seguridad, la salud mental, las sanciones que imponen los códigos y los tribunales penales “aplican”, etc. La justicia puede ser conmutativa, procesal, retributiva, restaurativa, social, etcétera. Para los creyentes y quienes cultivan el llamado “Derecho natural” dentro de las filosofías del Derecho, se habla de “justicia” divina aplicada (Santo Tomás de Aquino y seguidores). Cuestión esta de apreciación subjetiva, si bien se enseña que las normas jurídicas y la jurisprudencia que las actualiza interpretándolas, estatuyeron objetividad en la dimensión interna del orden jurídico. Cualquiera sea la posición que se adopte respecto de los sistemas legales, debería divulgarse que el Derecho se sustenta en regímenes cerrados, con un conjunto de reglas de autovalidación que impiden por esto mismo, que el mismo sea interpretado al infinito y ficcionalmente, como podría ocurrir y ocurre, vbgr., en la política, en el arte y la literatura, en otra gama de textos, en fin, donde la creatividad y su pragmática se encuentran a la orden del día.
Al Derecho, no obstante, para que sea legitimado, se lo excluye de lo real y se pretende que su aspecto simbólico es la madre universal de todos los remedios. Pero los jueces, guste o no, poseen como límite el texto de la norma. No son literatos, diputados, senadores, artistas ni presidentes. Una especie de confusa metonimia moderna consiste, así, en confundir la justicia particular con la general, según la virtud moral suprema a que refería Aristóteles en su “Ética a Nicómaco”. Sorprende, así, que muchas cuestiones de absoluta responsabilidad doméstica y singular se judicialicen con el fin de buscar la solución ajena a los sujetos que no la logran, merced a su irresponsabilidad ora por indigencia educativa ora por tener afectada gravemente su salud mental; por fanáticos, violentos o irreflexivos, por ligereza en el trato superficial que sostienen con el otro, etc. En sociedades anómicas es dable observar, incluso, que sus poderes ejecutivos nacionales, provinciales o municipales acuden a los tribunales para que les resuelvan temas de su incumbencia, sea por no haber logrado acuerdos democráticos, sea a pesar suyo, por altamente cuestionados por la ciudadanía (la función del juez no es gobernar…).
Lo que no quita que dentro del propio ámbito del Derecho, cuando menos, legisladores, jueces, profesores y juristas; filósofos y estudiosos de otras disciplinas no puedan acceder a cierto conocimiento menos atemporal que el que proporcionan algunos centros académicos, cultores de esas virtudes normativas que alumnos, profesionales y colegas hemos oído repetir, según los clásicos principios de la dogmática jurídica: el Derecho es objetivo, universal, atemporal y positivo; la dinámica jurídica proviene de la jurisprudencia y de la costumbre, sólo cuando ésta es receptada por las normas o los precedentes y tal.
Si elegí la metáfora “aventura”, con relación a la Justicia y al Derecho, para referirme a la Hermenéutica, pensando el sistema jurídico no como disciplina auto validante, es porque el desafío durante las aventuras consiste en resolver cada obstáculo a medida que este se presenta. Anuncio de tal suerte, la difícil (aunque no imposible) tarea de averiguar cuándo una sentencia es más justa que otra. La justicia de una decisión no la juzgan sólo las partes y algún intérprete, la doctrina, los colegios de abogados. Es más, en la Historia del Derecho, la lectura retroactiva facilita la tarea pues siempre colabora la distancia entre el intérprete y los hechos. ¿Qué hace que un estudiante de abogacía aprenda a conocer e interpretar una norma y la jurisprudencia? Precisamente, la Hermenéutica, que posee reglas claras de interpretación y develan la potencia de un dictamen, cuyo acierto no estriba sólo en el ámbito lingüístico de su texto y, claro en el normativo, sino en su vinculación con lo real del contexto. Un juez resuelve bien si no se limita a la teoría y tanto menos a los diccionarios. Saber leer en Derecho es algo que no puede hacer por sí un lector de textos ficcionales o científicos. Al lingüista, al filósofo del lenguaje le enseñaron a leer bien, pero si desconoce las normas y los precedentes que invoca cada decisión, dará un diagnóstico irrazonable por inadecuado. Se debe obrar con extrema prudencia, de esto se trata el “decir derecho” (jurisdicción)... Así, si estatuir “acertada” jurisprudencia se redujera a aplicar pura teoría jurídica mediante el juego armónico y deóntico de las leyes involucradas, leer solamente teorías sobre el discurso y repetir lo que desde antaño vienen afirmando los Tribunales Superiores, la tarea judicial se transformaría en una actividad automática y, su resultado la Jurisprudencia, en un panóptico silogístico que copiarían fácilmente los juzgadores. Categorizar los fallos, publicando la Jurisprudencia no se reduce a la tarea de mera lectura, por más programa inteligente que se elabore. De hecho, la propia Corte Suprema de Justicia Nacional argentina, autoriza a los tribunales inferiores a apartarse de sus precedentes, en casos especiales y con el fundamento suficiente. Para averiguar si las normas y sentencias son justas no basta leer, pues, plenarios y acerca de la inveterada “aplicación” (interpretada) de las normas si no se conoce el Derecho en profundidad…
Semiológicamente, una sentencia guarda una enunciación narrativa, otra descriptiva y una esencialmente argumentativa habiendo ciertos tonalizadores que refuerzan el discurso ("en efecto", "como se dijo en", etc.) o mitigadores ("no más que", el uso de la tercera persona, etc.) aunque, a diferencia del texto ficcional, la posibilidad pragmática de las prácticas discursivas judiciales se desarrolla merced a un contexto extralingüístico, que ubica al texto en un ámbito de imprescindible y asegurado cumplimiento. La Jurisprudencia suele utilizar las reglas oratorias del convencimiento a que refiere Oswald Ducrot: no son enteramente “objetivas” en todo el texto, si por tal consideramos los fallos basados en los hechos y el encuadre conforme la norma aplicable. Los tribunales inferiores no son propensos a las segundas ni a las primeras rondas de votación, lo cual disminuye la posibilidad dialógica entre pares y aleja el enriquecimiento del pensar cuando se resolvió la litis. En cambio, se privilegian los acuerdos previos que textualizan una única voz o, en su caso, que las reúnen y cuantifican a través del rema (rhema) -sección con mayor carga semántica que conlleva al resolutorio-, lo cual se hace anunciando las cuestiones que bordean o pertenecen al objeto de la causa.
Es decir, las sentencias constituyen la elaboración de un conjunto discursivo estratégico interdependiente al texto normativo conforme los hechos ventilados, pero pese a tener un alto contenido argumentativo, nunca son una mera argumentación en sí. Estas no se sostienen en “el-para alguien" únicamente, sino que crean un nuevo espacio lingüístico destinado a proseguir y a afirmar el sistema legal. Son textos de poder.
De tal suerte que la réplica, amplificación o superación posteriores que sufren las decisiones judiciales dan cuenta no sólo de sus cambios históricos, sino también de la fuerte presencia de un paradigma que opera intra sistémicamente, otorgando permanencia en tanto tales decisiones “causaron estado”. La confusión de creer, sin embargo, que el Derecho y la jurisprudencia son iguales a sí mismas y “objetivas” se debe a que la base semiótica en que se asienta la actividad jurisdiccional es ajena al contexto que la provocó: asegura las condiciones externas de su aplicación, hecho que no sucede con ningún otro texto.
La precisión en la aventura hermenéutica y los efectos que subyacen a toda Jurisprudencia dependen, pues, no sólo de que los órganos judiciales posean especialización, imparcialidad e independencia, sino de que éstos se encuentren habilitados para conocer acerca de su propio conocimiento y de las condiciones de producción y aplicación del mismo. "Meta" tarea que no puede realizarse sin el cabal compromiso de sus jueces. Es que una sentencia no deja de ser, en sí, una enunciación performativa: texto de poder, circunscrito por ello, a sus propias condiciones de validación y a un contexto extralingüístico que asegura su efectivo cumplimiento: la “autoridad” de la cosa juzgada (formal y material) y su historización posterior en la Jurisprudencia.
La aventura hermenéutica en el Derecho para averiguar la justicia de los textos judiciales, que actualizan las normas, consiste en pensar sin aferrarse únicamente a la dogmática jurídica, la cual no puede desconocerse, claro. Pero el juez debería saber, no obstante, que tal dogmática es una opinión jurídica racionalizada. Theodor Viehweg lo afirmó, con acierto, durante los años cincuenta del siglo pasado…
Otra versión, resumida, data de 2014 y se encuentra en: https://mercojuris.com/la-aventura-hermeneutica-sobre-sentencias-y-jurisprudencia-por-dra-paula-winkler/
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