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Improntas de la FIL Guadalajara

Una feria del libro nos recuerda que somos seres lingüísticos y nos enfrenta a la convergencia de un conocimiento que nunca estará completamente a nuestro alcance
Melissa Nungaray
lunes, 14 de octubre de 2024, 09:49 h (CET)

Caminar sobre la alfombra de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara es un recuerdo que regresa a mí con frecuencia, como si fuera la esencia de un perfume o el aroma de un café americano. Mi primera experiencia en la feria fue en 2002, cuando Cuba fue el invitado de honor; sin embargo, esa edición se me desvanece en la memoria. La que sí recuerdo es la FIL de 2005, con Perú como protagonista, un evento que marcó mi infancia, porque presenté Raíz del cielo, mi primer libro de poesía. Crecí junto a la FIL, y mi niñez se vio impregnada por su magia. En aquellos días, la feria me resultaba mucho más fascinante, especialmente cuando formaba parte de la Dimensión Colorida. Sin duda alguna, disfrutaba ser una reportera-niña, había más libertad, más juego en cada actividad.


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Alicia Caldera Quiroz nos proveía a cada uno de los integrantes de la Dimensión con una lista de actividades que debíamos cubrir durante la semana de la FIL. Teníamos que transmitir en vivo, compartir nuestras entrevistas, y ofrecer detalles sobre los eventos y talleres. Recuerdo cómo nos sentábamos en una pequeña porción de alfombra, donde la multitud no pasaba, y comenzábamos a transmitir. Las miradas curiosas de quienes nos rodeaban eran inevitables. En esos días, utilizábamos grabadoras de casete para realizar nuestras entrevistas.


Caminar por la FIL es un eco de mi infancia que me envuelve de nostalgia. Recorría pasillos hasta que mis pies clamaban por descanso. No solo asistía a los eventos infantiles, sino también a lecturas de poesía y conciertos en los foros, disfrutando de presentaciones de artistas como Luis Pescetti o Los Patita de Perro. Visitaba cada una de las casas editoriales, me escabullía a la Sala de Prensa en busca de cacahuates y recolectaba firmas de autores. Esta experiencia se repetía anualmente y, con el tiempo, transformó por completo mi percepción acerca de las ferias del libro. Durante toda la semana, asistía a la Expo, desde la apertura hasta el cierre, desayunaba y comía en algún rincón de su piso alfombrado. Observar el flujo de la gente era como ver una marabunta o el descenso de una montaña rusa en un parque de diversiones: todos en busca de algo, deseando enamorarse, sentir más.


Ninguna otra feria de libro despierta en mí la misma emoción que la FIL Guadalajara. Puedo visitar el Palacio de Minería o la FILEM y mi interés se desvanece rápidamente, porque más allá de los eventos y de los autores presentes, no encuentro ese eco en mis pasos, ese aroma a café americano. Para muchos, la feria se destaca como un espacio de ventas y establecimiento de relaciones profesionales, pero para los lectores —los verdaderos protagonistas— el propósito es encontrarse entre libros, más allá de lo comercial.


La FIL Guadalajara se convierte en un eco recurrente en mi memoria, un boomerang que me invita a recordar y reflexionar sobre las múltiples formas en las que he vivido la feria: como niña, niña-reportera, estudiante, espectadora, presentadora, escritora y lectora. A veces me pierdo en busca de sentido, otras, lo encuentro de manera sorpresiva. Recuerdo momentos mágicos en los que, al explorar un libro que no conocía, su contenido resonaba profundamente con mis pensamientos y vivencias. Ese intercambio, esa conversación silenciosa que establecía, a menudo me guiaba a descubrir el sentido que anhelaba. No siempre sucede esa conexión con un libro, pero cuando ocurre, transforma todo.


El mariachi en la premiación a los stands, las pelotas con el logo de la FIL que aventaban desde arriba de un escenario, los talleres en FIL Niños, las transmisiones en vivo para Radio UdeG, las entrevistas a autores y la cobertura de eventos son fragmentos que atesoro. Todo eso, y más, será lo que recordaré con cariño cada vez que visite la FIL Guadalajara.


A veces, ni siquiera una fotografía es suficiente; es necesario estar presente, recorrer los pasillos y caminar sin cesar hasta encontrarse con los recuerdos, para, luego, continuar.


Una feria del libro no se parece a una plaza o a un centro comercial repleto de apariencias, actividades de recreación o compras superficiales, aunque, en ocasiones, esta comparación puede estar presente, especialmente en medio del destello de selfies. En realidad, una feria del libro es un encuentro cara a cara con lo extraordinario; es la oportunidad de construir puentes, de exaltar el lenguaje mismo y de poner a la literatura en el centro del debate, algo que a menudo olvidamos en la rutina diaria. Es un recordatorio de que, sin las palabras, no somos nada.


Una feria del libro nos recuerda que somos seres lingüísticos y nos enfrenta a la convergencia de un conocimiento que nunca estará completamente a nuestro alcance. No es una biblioteca, tampoco, pero podríamos describirla como un coqueteo: un modo de estar presente sin realmente estarlo, un caminar que nos invita a explorar cada pasillo con nuestra esencia, aquello que somos y lo que seremos. Es escuchar al otro que también avanza a nuestro lado, ser lectores y descubrir continuamente nuevos caminos por recorrer.

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