Hasta hace unos años, aún pervivía en mi cabeza la visión idealizada de la Revolución francesa; me fue inoculada en los tiempos del instituto con aquellos libros de texto y profesores de Historia recién horneados por las primeras leyes de educación socialistas.
En el 'insti' se encargaban de dejarte muy clarito que aquello supuso el fin de las tinieblas, las injusticias, los privilegios de una nobleza derrochona y de unos reyes tan absolutistas como decadentes. Gracias a esos ilustrados y valientes revolucionarios, que bautizaron de manera peyorativa aquello como Antiguo Régimen, la Europa contemporánea vio por fin la luz y brotaron la libertad, el progreso económico y social, la igualdad y la fraternidad.
Con el paso del tiempo, te vas dando cuenta de que aquella visión bachiller de la cosa era en exceso mitificada y simplona, aunque, eso sí, muy conveniente para algunos; empezando con el poder político de turno, que se siente desde hace siglo y medio largo -con la excepción franquista- heredero y custodio de conceptos políticos clave como el estado nación, el estado de derecho y la democracia liberal, que se desarrollaron después de la Revolución; acabando con los profesores y editores de libros de texto, para los cuales se hacía más fácil estructurar la asignatura y conformar el relato, necesariamente encapsulado, que explicase de manera sencilla el paso de la Edad Moderna a la sociedad contemporánea. Me pregunto quién pondría el calificativo de 'moderna' a la época que coincide con la creación de los estados. Quizá los mismos que por extensión interesada llaman 'ciudades estado', sin sonrojo, a las polis griegas.
Más allá de Burke y sus conservadoras "Reflexiones sobre la Revolución Francesa", una dura crítica ya en el mismo 1790 al caos - años antes incluso del Terror- , y a la tabla rasa irracional sobre el pasado que aquello suponía, es difícil encontrar obras no ya contrarias sino tan solo desmitificadoras. Haberlas, haylas, pero ni han pasado a la historia, nunca mejor dicho, ni los que manejan los hilos de la misma les debieron pasar la mano por la chepa o no lo merecieron.
En estas, nos encontramos con "Contra la Revolución Francesa", un delicioso libro publicado el pasado mayo por Alberto Garín y Fernando Diaz Villanueva, historiador el primero y divulgador y periodista el segundo. La obra es desmitificadora y breve, ya que apenas cuenta con 200 espaciadas páginas, está escrita en forma de diálogo entre ellos y se lee muy bien al ser un relato honesto del que van brotando cronológicamente por sí solas las claves del proceso revolucionario.
Es recomendable, como siempre que uno va a cometer una herejía, con el objetivo no ya de parar, pero si al menos de suavizar posibles cancelaciones provenientes de jacobinos contemporáneos, historiadores cortesanos y acérrimos defensores del statu quo, que "Contra la Revolución Francesa" no va contra la Revolución. Los autores huyen del presentismo actual tan de moda ni se trata de una apología reaccionaria del 'ancient regime', aunque si se valoran algunos aspectos del mismo, antes del absolutismo - una sociedad de contrapoderes intermedios, o el arbitraje como resolución de conflictos -, por muy políticamente incorrecto que pueda ser eso hoy en día. Lo de 'Contra' es la marca comercial que usa Fernando para sus diferentes canales y podcast.
Ambos pretenden, eso sí, desmitificar el proceso y la tabla rasa que supuso, demostrar su irracionalidad, enseñar con los hechos las incoherencias e hipocresías del relato oficial y apuntar o tirar la piedra sobre algunas nefastas consecuencias que tuvo aquello.
Una de las bases de partida del libro es limar la hipertrofiada relevancia con la que ha pasado a la historia el proceso. En opinión de ambos, los revolucionarios empezaron a actuar cuando los cambios en la sociedad francesa ya se habían producido o estaban en pleno tránsito, ya que los vientos de la primera revolución industrial inglesa ya se dejaron notar en el continente, mejorando en alguna medida la realidad material de los franceses. La revolución ya estaba pasando o podría pasar en cualquier otro momento, lugar, con una u otra forma. Era algo inevitable.
Gracias, Richelieu, contigo empezó todo
Los autores, dedican una parte considerable de la obra a detallar las causas, incluso larvadas desde casi dos siglos antes, que explican elementos centrales del proceso. Algunas se remontan nada menos que a la época de Luis XIII y Richelieu, el gran arquitecto de la monarquía absolutista en Francia, quien ya desde inicios del siglo XVII diseña un plan a largo plazo consistente en ir restando peso, privilegios y autonomía a los contrapoderes del Rey. En el punto de mira estaba la Iglesia católica, junto a sus órdenes y congregaciones, a la que el cardenal conocía bien y desde dentro, pero también por supuesto el resto de poderes intermedios que limitaban la acción de la monarquía: la nobleza, las universidades, ciudades importantes con gran autonomía, gremios, órdenes de caballería y parlamentos regionales, que en Francia eran más bien tribunales locales. Se trataba de ir restando poder y privilegios a todos ellos poco a poco, sin que se dieran cuenta y negociando con paciencia cada jugada, cada contraprestación, con el objetivo de que el Rey fuera teniendo menos resistencia a la hora de imponer sus decisiones e intereses. Tamaña labor no era cosa de unas pocas décadas.
Mazarino, el sucesor de Richelieu continuó con ímpetu y éxito aquella estrategia a favor de Luis XIV. La Francia del último tercio de siglo XIX que recibe Luis XVI tiene ya poco de Antiguo Régimen en el sentido de que los contrapoderes están ahí, formalmente, pero ya no contrapesan. El Rey cuenta con todo el poder, pero paradójicamente ya no tiene a nadie que le defienda con consistencia, no hay cortafuegos en el caso de que las cosas se pongan feas. Y se pusieron. Eso es lo que explica que en apenas unas semanas, el Rey absoluto de Francia se convirtiera en un pelele en manos de unos cientos de asamblearios y un par de miles de plebeyos parisinos, acabando en pocos años en un ser humillado y guillotinado.
Antecedentes más cercanos fueron la catastrófica cosecha y la hambruna de aquel año y la situación económica que vivía la corte tras los ingentes gastos militares que provocó el Rey al apoyar la independencia de los Estados Unidos. Luis XVI quería derrotar y debilitar como fuera a Inglaterra, su gran enemigo, del que ansiaba vengarse por la severa humillación sufrida en la guerra de los Siete años, en la que Francia perdió casi todas sus posesiones en América e india, incluyendo el Canadá que controlaba (Quebec) y Luisiana y Nueva Orleans, la joya de la corona.
El Rey, ahogado por las deudas, tuvo que convocar primero la Asamblea de notables, órgano consultivo formado por nobles elegidos por él, a los que quería imponer impuestos que serían extendidos al clero. Aquellos aristócratas estaban arruinados por el excesivo derroche y ostentación que exigía la decadente vida cortesana de la época. No saco de ellos ni los buenos días. Tras el fiasco, se vio en la necesidad de utilizar la última carta y convocó los Estados Generales, una institución para situaciones excepcionales que formaban representantes de los tres estamentos - la mitad plebeyos y la otra mitad de la Iglesia y la nobleza-, que no se reunía desde 1626, más o menos desde que Richelieu decidiera ir restando poder a los soportes tradicionales del Rey. Los Estados Generales se convocaban para obtener financiación extraordinaria en situaciones de la máxima gravedad a través de la aprobación de nuevos impuestos.
Luis XVI no era muy listo y el mismo movió el avispero con aquella convocatoria, provocando que esos poco más de mil miembros dieran un golpe de mano y formarán una Asamblea Nacional que se encargaría de promover la revolución que acabaría guillotinándole a él y a su esposa, la odiada Maria Antonieta. Hay que estar muy alejado de la realidad para no saber que las ideas de la Ilustración habían generado desde décadas atrás en una parte de la nobleza el suficiente complejo de culpa como para que renunciarán a sus privilegios y darle la vuelta a todo. La monarquía francesa de la segunda mitad del siglo XVIII pensaba que tenía controlado e integrado en su corona aquello a base de dosis de despotismo ilustrado. Los mismísimos Voltaire y Rousseau entraban y se paseaban por los pasillos y jardines de palacio con frecuencia; pero ya nada sería igual.
El regalito del estado nación
Para Garín y Diaz Villanueva, la peor consecuencia del proceso revolucionario fue la creación, y su plasmación negro sobre blanco en la Constitución, del concepto de estado nación. Estado, de alguna manera, y nación, o sentimientos de pertenencia a uno a varios territorios, ya existían pero por separado. La Revolución Francesa los fusiona al servicio del poder, creándose el primer estado nación de la historia, que, como todo estado nación es excluyente por obra y definición. Se sembró aquí la semilla del nacionalismo y su instrumentalización por el estado, que de la mano del crecimiento de este, un siglo después provocaría dos guerras mundiales, genocidios y decenas de millones de muertos.
Desde el minuto uno, el estado nación fue excluyente: los revolucionarios decidieron que la única nacionalidad posible en el territorio era la francesa, los demás sentimientos de pertenencia a otras partes del territorio quedaron excluidos. Ellos decidían quién era francés y quien quedaba fuera o asesinado. En la larga lista de excluidos y malos franceses se encontraban los curas refractarios que no acataban los juramentos que les hacían tragar -Constitución Civil del Clero- ni la disolución de la Iglesia católica; los aristócratas que no aceptaban la pérdida de estatus; los exiliados que temían por su vida y la de sus familias; los bretones, con su lengua propia, su francés imperfecto y antiguo origen anglosajón; los vandeanos, rebelados contra los nefastos efectos de la revolución en el campo y en sus vidas, que ya no es que fueran excluidos, es que sufrieron - cosas de la fraternidad- un cuasi exterminio; los revolucionarios moderados o no suficientemente agresivos, que serían guillotinados, incluido el mismísimo Robespierre.
Antes de los estados nación, uno podía sentirse miembro de una región, y a su vez de una comarca, y en parte de su pueblo y compartir todo aquello o no con un cierto sentimiento de pertenencia a Francia, simbolizado en un rey. Todo eso se aniquila de cuajo con la Revolución, que fuerza a todo quisqui a ser francés o a no ser nada. Serán los revolucionarios los que decidirán quién es un buen francés y quién un mal francés.
¿La luz y la razón?
Se suele decir que la Revolución fue la consecuencia de las ideas propagadas desde décadas antes por la Ilustración, con la razón a la cabeza de todas. ¿podemos afirmar que los acontecimientos producidos durante el proceso fueron fruto de la luz y de la razón? Más bien cuesta encontrar alguno que así lo fuera.
Empecemos revisando la toma de la Bastilla, que fue una más de las muchas revueltas del pan de la época, pero tomó un cariz más duro por los numerosos bulos que corrían sobre esta prisión real y por la crisis alimentaria motivada por las malas cosechas de los meses previos, que se vivió como un retroceso ya inaceptable de aquellos que estaban en una situación algo mejor que la que vivieron sus padres y abuelos. Lo de la Bastilla no estaba organizado por los revolucionarios de la Asamblea, pero los líderes de ésta, entre los que se encontraban al principio nobles liberales 'moderados' como Lafayette o Mirabeau, tomaron ventaja de la situación y se adueñaron de la revuelta y de los ánimos exaltados. A partir de entonces se aprovecharían de las turbas callejeras que vendrían para dar consistencia, mecha y visibilidad al proceso revolucionario que estaban cocinando en Versalles.
Desde aquel momento, la Asamblea empezará a legislar y redactar una constitución al dictado de lo que pedían las movilizaciones callejeras. Con cada nueva protesta callejera, reacción inmediata y nuevas medidas al día siguiente. No se ha legislado más en caliente en toda la historia. Con cada nuevo fracaso provocado por las medidas previas, nueva turba en las calles de París y nuevas y más radicales medidas. Toda esta huida hacia delante constante fue creando una vorágine de radicalidad autodestructiva, un delirio al que se denomina como la fase del Terror de la Revolución ¿Son este populismo exacerbado y cuasi distópico y esta guerra fratricida entre los revolucionarios elementos que estén iluminados por la razón?
¿ Realmente podemos considerar que la razón está detrás de bochornos como el de crear el culto de la Razón y del ser Supremo, nada menos que una intentona de nueva religión de estado, que sustituyera a la cristiana, y que tuvo hasta procesiones por las calles alzando a la diosa Razón -no es broma- y dedicándole la catedral de Notre-Dam o ver al mismísimo Robespierre - tan solo unas semanas antes de ser guillotinado - vestido con una llamativa casaca azul celeste presidiendo la fiesta del Ser Supremo en las Tullerías ? Aquel patético delirio - parecería un precedente de puro chabacano postmodernismo- no duraría mucho ni tuvo muchos seguidores, pero fue de diez la idea de robarle la religión al cristianismo, quedársela y ofrecérsela de nuevo al pueblo con otros ropajes y símbolos para que no echarán de menos ese elemento religioso de tanta gente y de paso usarla para dominar al pueblo. En esencia, el totalitarismo en estado puro.
Analicemos ahora los efectos de la luz y la la razón en el poder y la política. Casi tan pernicioso como juntar estado y nación, lo es unir política y poder y que ambos se retroalimenten. "La revolución devora a sus hijos" es una frase atribuida al jacobino Pierre Victurnien a punto de ser guillotinado en 1792. En pocos casos como en Francia se constata hasta dónde está dispuesto el ser humano por mantener el poder, capturarlo y desalojar a sus rivales del mismo. Con la ceguera que provoca la locura del poder se es más violento incluso contra los tuyos que contra los de otros grupos. Ese fuego amigo fue la constante durante todo el proceso.
Casi todas las medidas y derechos que van creando los revolucionarios son sistemáticamente conculcadas por ellos mismos al poco tiempo, algunas a las pocas semanas de ser promulgadas. Esto de creerse que los derechos se consolidan por escribirlos en un papel o en una constitución, sin más, nace también con la Revolución. Buena prueba de ello la tenemos con la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789. Su artículo 17 reza lo siguiente: "Por ser la propiedad un derecho inviolable y sagrado, nadie puede ser privado de ella, salvo cuando la necesidad pública, legalmente comprobada, lo exija de modo evidente, y con la condición de que haya una justa y previa indemnización". A los pocos meses, los redactores de este artículo expropiaron y confiscaron sin indemnización ni causa alguna infinidad de propiedades de la Iglesia, de Universidades y de particulares por toda Francia.
¿Acaso podemos encontrar algo de luz y razón por lo menos en las medidas económicas de estos 'liberales' que conducían la Revolución? Me temo que tampoco. Ciertamente no es muy liberal expropiar propiedades aquí y allá, respaldar con ellas la creación de los Asignados, un papel moneda con el que sufragar los gastos de la revolución - y la corrupción de los revolucionarios - y generar una inflación bestial de tanto 'imprimir' aquellos billetes hasta conseguir que no valiesen nada. Y echar la culpa de ello a los comerciantes -igual que se hace ahora culpando a Mercadona de la inflación- y castigarles con precios máximos, que lo único que provocaron - al igual que hoy con los topes a los precios de la vivienda- fue escasez de oferta, menos y peores productos a la venta y por tanto más subida de precios. Ni en la Venezuela de Maduro ocurren tantas tropelías tan seguidas. La gestión de la economía durante la revolución fue un absoluto fracaso liberticida que solo hizo empeorar aún más las consecuencias de las malas cosechas y la calamitosa situación de la hacienda del rey.
El genocidio de la Vandea
Más allá de las libertades civiles promulgadas en los papeles, declaraciones y constituciones que hubo durante el proceso - el papel todo lo aguanta - Villanueva y Garín centran el tiro en ejemplos palmarios que desmontan lo escrito en aquellos documentos. A la Vandea le dedican un generoso espacio. Lo acontecido en esa región francesa durante varios años del proceso revolucionario se ubica en un terreno pantanoso entre lo liberticida y el genocidio. Se trata de una región francesa al oeste del país que se levantó contra la Revolución y que sufrió durante años el jarabe revolucionario en modo de escabechina y cacería en la que se estima que murieron nada menos que 200.000 personas. Algunos la califican de levantamiento reaccionario provocado por nostálgicos del Antiguo Régimen y de su Rey, que acababa de ser decapitado. Otros ven en aquel movimiento una reacción en una región eminentemente agraria y tradicionalista ante la aniquilación de todos los pilares tradicionales, los desastrosos efectos en el campo y en la economía de las medidas de la revolución y la persecución a todo lo que oliese a católico.
Los vandeanos no comulgaban tampoco con la leva forzosa que impusieron los revolucionarios. Otro genial invento de la Revolución francesa. Desde entonces, los estados se ven legitimados para reclutar forzosamente a todo hombre para ser soldado e ir a la guerra que decida la elite política, algo que hasta hace dos telediarios seguía vigente en casi todos los países europeos, y que aún hoy psicópatas de la política y fuera de ella aun postulan por recuperar. Cientos de miles de franceses, y poco después todos los europeos, obligados a convertirse en militares, luchar y morir en las guerras de la Revolución contra el resto de potencias europeas y contra sus propios compatriotas de la Vandea. Sin duda, otra gran medida en pos de las libertades y derechos naturales del ser humano, como reza el artículo 2 de la Declaración de Derechos del Hombre: los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión." El caso es que Robespierre y Danton, en 1793, tras varios levantamientos de los vandeanos, decidieron arrasar militarmente la región para despoblarla, con especial saña contra mujeres y niños, y provocar el que probablemente fue el primer genocidio en Europa.
Los revolucionarios ilustrados, aquellos totalitarios
Pocas dudas hay de que lo que pretendían los revolucionarios era la creación de un estado totalitario, en aquel tiempo sin el estigma que tiene el concepto hoy tras lo sucedido durante la primera parte del siglo XX. En primer lugar imponen una estructura de poder centralizada, ideada e impulsada por los jacobinos de la Asamblea, que será ejecutada cuando estos tomen por completo el poder. Todo se decide en París y por parte de una elite política, representantes elegidos por una minúscula parte de la población. Las regiones y ciudades no pintan nada, los Parlamentos y juzgados regionales serán cerrados a cal y canto.
El concepto de justicia que tuvo el proceso revolucionario quedó muy bonito en las declaraciones y constituciones, pero fue inmediatamente mancillado. De ello se encarga el Comité de Salud Pública, un órgano en principio moderado para impartir justicia y salvaguardar la Revolución, que tras la pérdida de influencia de los girondinos y la toma del poder de los jacobinos, se acabaría convirtiendo a la vez en el gobierno de facto del país y en una especie de Inquisición sanguinaria que condenaría y asesinaría a todo bicho viviente, incluidos girondinos, jacobinos un poco menos exaltados, rivales políticos de cualquier condición, curas refractarios, vandeanos, y a cualquiera que osase no ya ser un contrarrevolucionario, sino simplemente no estar perfectamente alineado con sus dirigentes, dejando estos a Torquemada en un angelito del señor.
Uno de los conceptos positivos de la Revolución fue el de la presunción de inocencia. Aunque los revolucionarios se lo cargaron de inmediato, al poco de promulgarse, con el paso de las décadas se quedó como elemento clave de los códigos penales y derechos europeos. Sin embargo, el Comité pasó en poco tiempo de celebrar juicios con la presunción de inocencia y garantías, a guillotinar a decenas o cientos de miles - según la fuente- de franceses.
Siguiendo con la justicia, hay que destacar sin embargo otra consecuencia negativa de la Revolución francesa: acaba con el arbitraje. Hasta ese momento, los conflictos entre los propios campesinos que gestionaban las tierras se dirimían de manera rápida y eficiente por el señor, que tomaba una pronta decisión basada en el perfecto conocimiento del terreno, de su propiedad y de los que gestionaban sus campos. La lógica de aquello llevaba al señor a tomar la decisión más justa y rápida posible, por propio interés. En todo caso, el sistema no acababa ahí ya que en determinados casos, el campesino podía recurrir al Rey como segunda instancia a través de los parlamentos regionales. Cuando una vaca de uno de sus campesinos invadía el terreno de otro y se comía las lechugas de este, el señor sabía pronto que hacer para solucionar aquello de manera ponderada y que garantizase la continuidad de su producción. Obviamente no se trata de defender con esto per se los derechos jurisdiccionales de los señores sobre los campesinos, uno de los pilares del Antiguo Régimen, que por otro lado antes o después era algo que se iba a acabar con la misma transformación social y económica de un nuevo mundo que ya estaba ahí; pero sí es interesante destacar el propio concepto de arbitraje como solucionador de conflictos, algo que se cargan los revolucionarios al hacer tabla rasa de todo.
Los mismos moderados liberales que comandan la Asamblea al principio, deciden acabar con la justicia local, tanto con los arbitrajes entre partes como con los juzgados regionales. Y lo deciden sin tener nada preparado para sustituir aquello por otro sistema; primero segar y luego ir viendo qué y cuándo plantar, cosas de la tábula rasa. El caos empieza a prender en el campesinado, harto de malas cosechas y nula respuesta desde que comienza el proceso a sus problemas y conflictos del día a día. La solución, como se esperaba, llega tarde y mal. Se empiezan a crear órganos de justicia centralizados en París, que tratan de tomar decisiones desde la lejanía y el desconocimiento, sobre todo el vasto territorio francés, plagado de campos a diestro y siniestro. Un completo desastre burocrático, acumulando multitud de casos sin resolver, un completo cuello de botella y caos que acabó perjudicando gravemente a aquellos a los que pretendían ayudar, hasta el punto de que hay quien sostiene que el bloqueo masivo que provocó este sistema fue una de las causas de la contrarrevolución campesina de la Vandea.
La imposición de las medidas, pesos y del sistema métrico decimal, otra de las medallas que se atribuyen a la Revolución, es también prueba de la mentalidad totalitaria de los revolucionarios. En cada comarca se medía y pesaba con lo que se veía más conveniente. Muchas de estas medidas eran muy comunes en casi todos los territorios, como el ell o la pulgada y tantas otras. Esa rica variedad, cifrada hasta en decenas de miles en la época, reflejaba todas y cada una de las necesidades que había en campos y talleres. No era lógico igualar lo que se araba en una ladera de montaña que lo que se obtenía en un campo raso o en uno o en otro clima. Las calidades de unas telas u otras quedaban desvirtuadas con la imposición de etiquetarlo todo por kilos. La gente, además, estaba acostumbrada a medidas, algunas de ellas milenarias y pasadas de generación en generación. Pero eso a los revolucionarios les daba exactamente igual. La imposición del sistema métrico decimal y los kilos era algo propio de los buenos franceses y todos debían usarlos. Tengamos todos claro que el especial empeño en imponerlo no fue por facilitar la vida de la gente. El sistema métrico decimal se impuso para cobrar mejor los impuestos por parte del Estado, que hasta entonces se volvía loco para saber que tenía que recaudar en cada comarca. Si ese no hubiera sido el objetivo, no se habría impuesto a cuchillo a toda la población y sería un sistema voluntario para facilitar la comunicación entre científicos de diferentes zonas y países, el intercambio comercial o la exportación de mercancías. De hecho, el propio Napoleón echó para atrás la medida y no se consiguió implantar hasta pasadas varias décadas.
El cartesianismo que está detrás del sistema métrico tenían embelesados a los ilustrados, obsesionados con la geometría, especialmente con la centralidad y los ángulos rectos.. Como tantas cosas, llevadas al extremo, se convierten en delirio, como la pretensión inicial que tuvieron los revolucionarios de cambiar primero nada menos que el milenario calendario cristiano de Occidente, e intentar modificar, después, el mapa regional del país, creando nuevas provincias en formas rectangulares y rectilíneas,, sin tener el más mínimo criterio histórico, poblacional o económico. Cosas de las mentalidades totalitarias. Esa misma forma cartesiana y estúpida se plasmó - y aún pervive- en la forma que tienen en el mapa las antiguas colonias francesas de África, cortadas en líneas rectas de hasta miles de kilómetros, diseñadas con escuadra y cartabón. ¿Qué podría salir mal tras ello en el continente africano?
La Revolución antimonarquica nos entrega un emperador, primero, y un Rey, de nuevo, despues. El propio proceso revolucionario se desmiente a sí mismo. Lo que nace en 1789 con la declarada vocación de salvaguardar los Derechos del Hombre, liberarlos de la tiranía del Antiguo Régimen, proclamar la igualdad y la libertad, y acabar con la monarquía y los privilegios en el poder, resulta que tan solo diez años después de empezar y seis de guillotinar al Rey, permite que Napoleón se haga con las riendas del país y al poco tiempo vaya creando una dictadura y sea coronado nada menos que emperador. Todo ello, dentro de la Revolución francesa, manteniendo los aspectos formales de la misma, por mucho que el Ministerio de Educación y casi todos los profesores de instituto pretendan sibilinamente deslindar la época napoleónica del proceso. No, queridos míos, el 18 brumario no acaba la Revolución, tan solo empieza una fase más. Tenemos quizá en Napoleón algo parecido a un antecedente del fascismo, por eso los cuidadores de la hegemonía se empeñan en separarlo del mitificado proceso en el imaginario estudiantil. La Revolución ofrece referentes para todos los gustos ideológicos, por eso también ha prendido tan bien en tanta gente. Si Napoleón puede ser algo a considerar por los fascistas, Lafayette y Mirabeau lo sería para los 'liberales' y Robespierre, Roux y Babeuf para los socialistas y comunistas.
Si hay que poner una fecha real de finalización del proceso revolucionario esta debería ser el día previo a la coronación en 1814 de nada más y nada menos que Luis XVIII, el hermano mismo del rey guillotinado, al que llamaron suplicando que volviera para poner orden en el patio tras la caída de Napoleón. A eso se le llama cerrar el círculo y confirmar las teorías del péndulo, si señor. Acabar como se estaba antes de empezar no quiere decir que la Revolución no tuviera importancia, claro que la tuvo. Sus efectos se percibirán en décadas posteriores, cuando ya nada era igual y parte de los conceptos que traían los papeles de los revolucionarios se plasman en constituciones, códigos civiles, penales y parlamentos de todo el continente. Y reconozcamos que aspectos muy positivos como el fin definitivo de la esclavitud y la presunción de inocencia se quedaron para siempre en nuestras sociedades, aunque los estados nación comenzaron a creérselo y se dispusieron a liarla parda.
Primero la liaron dedicando mucho tiempo a escribir papeles y papeles, códigos, declaraciones y constituciones. Lo que hiciera falta, consolidando su dominio en asuntos como el orden, la defensa y la justicia, ósea los las áreas básicas sobre las que se tratarían de legitimar originalmente los estados.
La cosa iría creciendo y engordando con el paso de las décadas, entreteniéndose más adelante con una nueva ola de intenso colonialismo y preparando el terreno para las dos guerras mundiales, holocaustos y nuevos genocidios varios que vendrían, protagonizados y espoleados por esos estados nación que surgieron de la Revolución francesa.
Ya en la segunda parte del siglo, esos monstruitos, se centraron en ir ganando nuevos clientes, más peso y funciones, arrebatándoselas a la gente y a la sociedad civil, dejando de lado un poco las ansias bélicas.
Al fin y a la postre, aquellos revolucionarios y los autores intelectuales de la cosa, los ilustrados con sus falsas pelucas y perfumes empolvados, nos hicieron a todos la trece catorce. Como buenos trileros, movieron la bolita, bien escondida entre los cubiletes, y nos dejaron boquiabiertos dejándonos el regalito del estado como única opción. Nos cambiaron a los reyes absolutos por los estados, que como todos sabemos ya son más absolutos que aquellos reyes. Nos dijeron que venían a liberar al hombre, que iban a tener muchos contrapoderes y a ser limpitos y aseados, unos estados muy bonitos y puros que acabarían con los privilegios y, sin embargo, nos dejaron estados que hoy pesan ya más de la mitad del PIB; en Francia ya el 60%, se dice pronto y no es otra cosa que una barbaridad rayana en lo distópico.
Estados que te dicen lo que tienes que comer y lo mucho que manchas, la moneda que tienes que usar, te enseñan a lavarse las manos y son una máquina de repartir privilegios entre los amiguetes, corporaciones, empresas y organizaciones amigas. ¿Acaso alguien se atreve a decir que Luis XVI tenía más poder que Macron sobre la sociedad? ¿Quién no echa de menos el diezmo y no lo prefiere a la esquilmación confiscatoria actual que te extrae de la cartera más de la mitad de lo que llevas y generaste? Ya no somos vasallos de un noble, pero si súbditos de un estado y trabajamos la mitad del tiempo gratis para él. A esto se le denomina como poco semiesclavitud.
Estados que se proyectan como guardianes de la moral y la sabiduría y pretenden ocupar todo lo que tienen a la vista; afortunadamente hay aún zonas de sombra que ni conocen aun ni imaginan . Pero de todo ello, el profesor de Historia del 'insti' y el burócrata del ministerio no te van a contar nada. Y de la Vandea y lo demás, tampoco.
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