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Cuadernos del Laberinto publica 'A orillas de la labor', de Luis María Marina

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miércoles, 12 de febrero de 2025, 12:00 h (CET)

¿Qué es un escritor, sino un lector realizado? ¿Qué es, sino un viajero de páginas, que vive y experimenta realidades mediante vivencias de otros que lo precedieron? Este tipo de experiencias, y otras más, es lo que se puede esperar de la última obra de Luis María Marina: A orillas de la labor, editada por Cuadernos del Laberinto, en su colección La Valija Diplomática.


Luis María Marina tiene vínculos desde joven con Portugal, cuya lengua y tradición literaria conoce desde la adolescencia. Sin embargo, él mismo indica en el capítulo «Una conversa con Eduardo Lourenço» que en verdad sabía muy poco de ese país; sensación que no hizo sino agigantarse en países con los que tenía conexiones mucho menores, como es el caso de México o Argentina.


Todo el ensayo está marcado por una naturaleza reflexiva, si bien es cierto que el capítulo dedicado a las Azores es de innegable belleza e interés debido a que el autor elige un estilo narrativo similar al de un diario, pero marcado con certeros tintes poéticos. Es aquí en donde Luis Marina deja de ser «el autor» para convertirse en «el otro»: una persona que viaja con su familia, que lee y a quien los planes se le estropean por la lluvia.


Luis María Marina comenzó su carrera literaria con la poesía, pero es con el ensayo donde el autor se siente más cómodo; entendido en su sentido originario, el de Montaigne, cuyas aspiraciones resume la escritora estadounidense Cynthia Ozick: “el ensayo genuino es un paseo por los laberintos mentales de una persona”. La propia Ozick recuerda que un hilo une poesía y ensayo, pues ambos comparten entre sí mucho más que con cualquier otro género literario. Los une la pulsión de entender al otro es la manera más eficaz para acabar con las tinieblas en las que medra el rechazo de lo ajeno y fijar las condiciones de un diálogo basado en el respeto. 


¿Qué van a encontrar los lectores en las páginas de A orillas de la labor?


A orillas de la labor puede ser leído como una especie de bitácora intelectual de mi paso por Lisboa y Buenos Aires. Un registro del asombro que ha supuesto encontrarme en esos dos países con tantos escritores, creadores de otras disciplinas artísticas e intelectuales y, sobre todo, con sus respectivas obras; el asombro ante los paisajes de dos de las ciudades más bellas del mundo y la forma de ver el mundo de quiénes las han levantado a lo largo del tiempo y hoy las habitan. Me daría por satisfecho si el lector encuentra en las páginas de A orillas de la labor algo de ese deslumbramiento.


¿Podría hacer un "podio" de las ciudades que ha visitado a lo largo de su vida?


La profesión de diplomático ofrece la oportunidad no ya de visitar ciudades, sino de vivir y trabajar en ellas, de familiarizarnos con sus habitantes y sus modos de vida, por más que sepamos que todo ello es provisional, y un día no demasiado lejano hay que cambiar de horizontes.


Desde esa perspectiva, diría que mis ciudades preferidas son justamente aquellas que mejor conozco: México, Lisboa y Buenos Aires (dejo aparte Madrid y mi Cáceres natal, a las que me unen vínculos de otra naturaleza). Se da, además, la feliz coincidencia que las tres se cuentan entre las más literarias del mundo. Cuando hoy vuelvo a ellas (físicamente y muy a menudo con los pasos de la memoria) no las siento ajenas. Si leo “las calles de Buenos Aires ya son mi entraña” (uno de los versos del primer poemario de Borges, Fervor de Buenos Aires), soy capaz de reconstruir interiormente ciertas calles de Buenos Aires que ya son mi entraña, y eso me une de manera indisoluble a esas calles y a quiénes me guiaron y acompañaron al recorrerlas, como el propio Borges. 


¿Cree que la literatura, y, por ende, el arte, es una manera de conocerse a uno mismo y a los demás?


Desde que tengo uso de razón, elegí la literatura como lente para tratar de conocer algo acerca del mundo que me rodea. Otros eligen otras, más o menos válidas: la ciencia, la economía, la política… No creo que sea posible formarse una opinión mínimamente razonada sobre cualquier sociedad (comenzando, por supuesto, por la más inmediata, la nuestra) sin conocer sus realizaciones culturales y, entre ellas, de manera particular las literarias. Lo de conocerse a sí mismo es harina de otro costal: desde antiguo sabemos que ese es el misterio más impenetrable. Por eso los griegos colocaron el lema “γνωθι σεαυτόν” en el templo de Apolo en Delfos, señalando su carácter quimérico, una utopía a la que solo se puede llegar por métodos adivinatorios, esto es, aproximativos. Más que verme reflejado en aquello sobre lo que escribo, me gustaría que el lector pudiera ver en mi escritura un reflejo, aunque sea distante, de las ciudades que me han acogido. 


En el capítulo "Azores, Aires, Tiempo" menciona la diferencia entre el término ilhéu y su traducción más común en español: isleño. ¿En su opinión, qué características existen entre los significados de ambas palabras?


El ejercicio de la traducción permite constatar que la equivalencia entre palabras de idiomas distintos es una convención, tan necesaria como imperfecta. Y esto incluso en el caso de lenguas tan cercanas como el portugués y el español. Las palabras no habitan en la oscuridad ideal de la caverna platónica, sino en la luz a menudo confusa del mundo real, y por eso es importante analizar diacrónicamente los sucesivos estratos de sentido que se van depositando en ellas. El traductor traduce, pero es el lector el que completa esas palabras con sus propias adherencias de significado. Por eso el ilhéu azoriano necesariamente sonará a los oídos de un hablante portugués distinto que el isleño a los oídos de un hablante español. Entre muchas otras capas de posibles sentidos literarios, y con toda la subjetividad que este ejercicio conlleva, el ilhéu azoriano me habla con la voz de los protagonistas de Mau tempo no canal, la gran novela de Vitórino Nemésio, mientras que nuestro isleño, por ejemplo, el canario, me remite a la peculiar temperatura de la poesía hecha en las islas atlánticas, reflejo de su vínculo histórico con la poesía hispanoamericana.


¿Existe diferencia entre el artista/autor y la persona que era antes de dedicarse a la actividad artística? ¿Y entre el autor como artista y el autor como persona?


La separación radical entre autor y personaje comenzó a difuminarse en el siglo XIX, al mismo ritmo que la subjetividad fuerte del “yo moderno”, sostenido hasta entonces sobre la solidez de las certidumbres teológicas. Aunque bien es cierto que varios siglos antes Cervantes, entre otros, había abierto ya vías de agua en la presunta estanqueidad de aquellos conceptos. Pessoa nos confirmó que el autor omnisciente había dado paso a autores que, como cualquier ser humano contemporáneo, están habitados por identidades diversas y que el abanico entre autor y personaje se despliega en múltiples gradaciones. Por ejemplo, a Bernardo Soares, autor de la mayoría de los fragmentos reunidos en el Libro del desasosiego, Pessoa no lo considera un heterónimo, pero eso no quiere decir que aquellos pasajes reflejen automáticamente la subjetividad del propio Pessoa. En una carta, se referirá a Soares como un “semi-heterónimo, porque, no siendo su personalidad la mía, es, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella. Soy yo menos el raciocinio y la afectividad”. La oficina de telas Vasques & cía., sita en la Rua dos Douradores de la Baixa lisboeta, que el mantenedor de libros contables describe en el Libro, no es ninguna de aquellas en que trabajó Pessoa la mayor parte de sus días traduciendo cartas, por ejemplo, “el negocio de brocas Félix, Valladas & Freitas, Lda”, que estaba en la Rua da Assunção, perpendicular a Douradores, y donde el poeta conocería a Ophélia Queiroz. Y, sin embargo, ¿cómo no proyectar en esta oficina las hechuras de aquella? Toda escritura, incluso la diarística o autobiográfica, incluye un extrañamiento, una disociación entre la persona que escribe y lo escrito. Pero, al mismo tiempo, esa disociación nunca es completa. Puede que, en el fondo, todo personaje sea siempre un semi-heterónimo. Y todo autor también.


El interés por la literatura de sus destinos como diplomático, ¿surge como resultado de esos destinos, los destinos se eligieron debido a un interés preexistente sobre esos países, o se trató de una feliz casualidad?


Mi vínculo con Portugal se remonta mucho tiempo atrás. Soy extremeño, raiano, pasé parte de mi infancia en la sierra de Gata, una de las comarcas de la provincia más vinculadas históricamente con Portugal, viajé muchas veces con mis padres a las vecinas Beiras (Guarda, Castelo Branco, la Serra da Estrela), estudié su lengua siendo adolescente, había transitado algunos de los grandes nombres de su literatura (Eça, Pessoa, Torga, Andrade, Sophia…) y por todo ello el país vecino (una frase que cobra un sentido especial cuando dicha desde mi tierra) no me era ajeno cuando llegué a Lisboa. Y, sin embargo, como recuerdo en uno de los textos del libro, “Una conversa con Eduardo Lourenço”, era tan poco lo que de verdad sabía… Si eso me sucedió en Portugal, no es de extrañar que el descubrimiento lo fuese en un sentido más pleno en el caso de México o Argentina, países que no había visitado antes y a los que unían vínculos intelectuales más tenues. Por más que hubiera leído a Rulfo, a Paz o Borges, solo al vivir allí tomé verdadera conciencia de la dimensión de las tradiciones literarias de ambos países, de las que no dejo de nutrirme hasta hoy. Eso habla, en primer lugar, de las carencias derivadas de mi formación autodidacta como lector, pero también de otra circunstancia: la verdadera dimensión de una literatura no la dan solo los que trascienden las propias fronteras, sino también aquellos otros que, por razones que muchas veces no tienen nada que ver con la calidad literaria, no nos llegan a los lectores de otros países, incluso si, como es nuestro caso, compartimos idioma. Así pues, vivir en esos países me ha permitido llegar (y hablo del acceso físico) a libros que han quedado fuera de los circuitos editoriales y, por lo tanto, son de difícil acceso para un lector español medio. Pienso, por citar solo dos ejemplos de compleja circulación de la literatura argentina entre nosotros, en los altibajos editoriales de la obra de Juan José Saer o el vacío en que sigue hasta hoy a la de Juan L. Ortiz, dos nombres mayores del canon argentino. Parte de mi labor como traductor de poesía portuguesa tiene que ver con la constatación de esos agujeros negros y la necesidad de ir poco a poco iluminándolos.


¿Está de acuerdo con el hecho de que se considere a los autores/artistas una especie de "embajadores en las sombras" de sus respectivos países?


Totalmente. Más aún: si están en las sombras (que no lo creo), tenemos que esforzarnos para sacarlos a plena luz. La cultura expresa lo que somos como sociedad de una manera única. Es nuestra mejor carta de presentación, inclusive cuando ofrece una visión crítica de nosotros mismos, pues esa es también una función primordial del arte. Por eso es necesario que los creadores sean actores clave de nuestra proyección en el exterior. También los mediadores culturales, caso de los traductores, con frecuencia menos reconocidos, pero que con su trabajo hacen posible avanzar en dirección a esos objetivos que los tratados internacionales enuncian: la confianza y el entendimiento mutuos, el diálogo intercultural. ¿Cómo? Creando los presupuestos de comprensibilidad del otro que hacen posible todo contacto ulterior. Estas figuras son, si cabe, más importantes en las relaciones entre países que comparten un largo pasado común, pues hacen posible que nuestras sociedades se percaten de lo mucho que en realidad nos une por encima de lo que nos puede separar en un momento determinado.  


¿Cree que el entorno y el artista cuentan con una relación mutua, en la que se nutren uno a otro, o que son entes separados?


La literatura revela siempre una tensión entre apartamiento y comunión; entre el ausentarse que es propio del proceso de escritura y el encuentro con los otros que cobra cuerpo en el proceso de lectura. Pero, por más que algunos escritores se hayan esforzado por retirarse a lugares remotos (como el Thoreau de Walden) o hacia desiertos interiores (como los que en diferentes campos literarios se inscriben en la tradición mística), los vínculos con lo que los rodea nunca se rompen del todo. De ese entorno se nutre la experiencia literaria y a él se vuelve necesariamente.


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