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El futuro de la sociedad depende del nuevo pontífice que se elija

Jaime Fomperosa Aparicio, Santander
Lectores
sábado, 26 de abril de 2025, 11:31 h (CET)

La situación actual, tanto en la Iglesia Católica como en la sociedad, es de suma gravedad. En la Iglesia Católica se eligió a los pobres como primera opción y el sentido sagrado, divino, pasó a segundo lugar. La Divina Eucaristía, que es la VIDA de la Iglesia, está totalmente desacralizada en muchos lugares. Al perderse ese sentido sagrado, todo se hundió, y así vemos, por ejemplo, cómo Europa, cuna de la Civilización Cristiana, ahora es una sociedad pagana, corrupta. En cuanto a los pobres, que son los preferidos de la Iglesia, no han desaparecido, han aumentado. Y la sociedad está hundida en una inmoralidad que no se puede calcular; esto ya no da más de sí. Solamente el nuevo Pontífice, iluminado por el Espíritu Santo, puede promulgar un cambio radical: hay que convertirse y adorar a Dios, y hacer penitencia por nuestros pecados. Solamente así, con nuestra conversión, podremos evitar que la Ira de Dios caiga sobre nosotros; y aunque no seas creyente, puedes pedir perdón. Estamos en espera de que sea elegido el nuevo Pontífice, y aunque no lo creamos, esto repercutirá en todo el mundo. HAGAMOS UNA IGLESIA DE SANTOS, NO DE POBRES.

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La vida, sobre todo cuando se dilata por el transcurso de los años, te somete a momentos en las que tienes que hacer de tripas corazón, asumirlos con dignidad o rendirte. También con una buena dosis de dignidad. El encuentro con las diversas situaciones de tu vida van deteriorando tu capacidad de encaje, entonces te llega el momento en que te planteas si vale la pena seguir luchando o dejarte llevar por la corriente que te rodea y vivir en paz el presente. Pero sin futuro.

En un tiempo donde lo que se aparenta muchas veces vale más que lo que se es, hay quienes han hecho del estatus su escudo, del apellido su bandera y del dinero un pedestal desde el que miran al resto, como si el mundo fuese un teatro de castas en el que ellos, por supuesto, ocupan siempre el primer plano. Es el culto a la vanidad, esa enfermedad silenciosa del alma que disfraza la humildad de altivez.

He de aclarar que, si alguna vez alguien me quiere envenenar, que no lo intente con una manzana. Prefiero el bizcocho de chocolate o las chocolatinas de menta, tal vez un trozo de pizza de pepperoni o unas sabrosas cigalas, pero una manzana, lo que se dice una manzana… no.

 
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