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El mundo se está volviendo loco

Vivimos en una distopía que se disfraza de normalidad. Nos hemos acostumbrado al absurdo, a la injusticia, al caos
Conchi Basilio
martes, 17 de junio de 2025, 10:10 h (CET)

Vivimos tiempos en los que la realidad parece un mal sueño, una parodia grotesca que se empeña en superarse cada día. El mundo, sí, se está volviendo loco. Los síntomas están por todas partes, y uno de los más evidentes es la figura, cada vez más desbocada, de Donald Trump. Como si no hubiera aprendido nada de su primer mandato, ahora redobla sus ataques contra los inmigrantes, esos mismos que sostienen gran parte de la economía estadounidense desde los cimientos.


¿Quién recoge los cultivos, cuida de los ancianos, construye las casas y atiende las cocinas? ¿Quién mantiene en pie, con jornadas interminables y salarios míseros, el músculo laboral de un país que presume de grandeza?


La última estadística del Pew Research Center muestra que los inmigrantes representan cerca del 20% de toda la fuerza laboral en Estados Unidos. En sectores como la agricultura, la construcción o el cuidado personal, ese porcentaje se dispara. Pero eso no parece importarle a Trump, que ha hecho de la xenofobia un estandarte electoral. Lo suyo no es política, es obsesión.


Promesas de deportaciones masivas, leyes que vulneran derechos humanos básicos, discursos plagados de odio que normalizan el racismo más burdo. Para él, todo vale si sirve a su causa personal de recuperar el poder.


Y mientras tanto, el resto del mundo tampoco encuentra el norte. La corrupción ya no es noticia, es norma. Gobiernos de todas ideologías y geografías sucumben al virus del poder mal ejercido. Las noticias, manipuladas o censuradas, ya no informan, entretienen, distraen o simplemente desinforman. Los datos oficiales se falsean sin rubor y las mentiras se reciclan como verdades convenientes. La guerra vuelve a ser moneda corriente. Hambrunas, desplazamientos forzados, represión. La historia parece haber olvidado que ya vivimos esto y no acabó bien.


El poder, ese viejo dios al que muchos veneran sin escrúpulos, se ha tornado voraz. Las democracias se desfiguran hasta parecerse más a una pantomima que a un sistema real de representación. Se vota, sí, pero el resultado es cada vez más irrelevante. Las decisiones importantes se toman en despachos cerrados, sin transparencia ni rendición de cuentas. La ley se convierte en arcilla moldeable en manos de quienes gobiernan, que la reinterpretan, la ignoran o la fabrican según convenga.


Y mientras todo esto ocurre, ¿quién sostiene el mundo? El trabajador. El que madruga, el que cumple, el que no llega a fin de mes, pero sigue pagando impuestos, aguantando abusos, sosteniendo a hombros un sistema que lo exprime y lo margina. Ellos pagan los despropósitos de una élite que sigue acumulando riqueza sin medida, blindada por leyes hechas a medida y protegida por una red de privilegios tejida con hilos de impunidad.


Vivimos en una distopía que se disfraza de normalidad. Nos hemos acostumbrado al absurdo, a la injusticia, al caos. Y, sin embargo, no todo está perdido. La conciencia crítica sigue viva, aunque acallada. La palabra aún puede ser resistencia. Denunciar, nombrar, escribir, compartir, es nuestra forma de no rendirnos ante la locura generalizada. Porque si el mundo se está volviendo loco, al menos que nos encuentre lúcidos.

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