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Arráncame la vida

Sonia Herrera
Sonia Herrera
martes, 1 de febrero de 2011, 12:42 h (CET)
Mi maestro, Maximiliano Maza, me legó su amor y algunos de sus conocimientos históricos sobre el cine mexicano y, con ello, mi devoción por el país se acrecentó.

Hará cosa de dos meses apareció ante mis ojos una maravillosa película que había escapado a mis pesquisas: Arráncame la vida. Un relato seductor y fascinante que provocó que quebrantara el orden lógico de las cosas e hiciera el recorrido al revés ―aun a riesgo de sufrir una importante decepción― pasando del cine a la novela y de ésta al bolero de Agustín Lara que cantaba al dolor de la ausencia y a las “quejas del arrabal”. Si fue primero el huevo o la gallina, no importa, pues los tres son, sin duda, auténticas obras de arte.

Pere Gimferrer, en su libro Cine y literatura, afirma que “ninguno de los grandes clásicos de la novela ha llegado a ser un gran clásico del cine”. En esta ocasión discrepo. Considero que la adaptación cinematográfica de la novela de Ángeles Mastretta es más que respetuosa con su referente y lo que podría considerarse como pequeñas “traiciones” respecto a la historia original, no hacen más que engrandecer el film.

En la mencionada obra de Pere Gimferrer, éste valora la lealtad hacia el texto literario original al mantener el “carácter de relato en primera persona mediante el empleo de la voz en off, que lee largos pasajes del libro y, precisamente, empieza a hacerse oír, al principio del film”. Gimferrer escribe refiriéndose al film de Thorsen, Días tranquilos en Clichy, de 1970, pero estas características son totalmente aplicables al caso que nos ocupa.

Las relaciones triádicas son un lugar común en la literatura, el cine, la televisión, la música… Dice el refrán que tres son multitud, pero otras obras maestras como Cumbres Borrascosas de Emily Brontë también se hicieron célebres apoyándose en la transgresión que los triángulos amorosos suponen como eje motriz de la narración.

Ángeles Mastretta recoge esa herencia y la transforma en la historia de Catalina Guzmán (magníficamente interpretada por Ana Claudia Talancón) y de su relación amorosa, primero con Andrés Ascencio (Daniel Giménez Cacho) y, más tarde, con el director de orquesta, Carlos Vives (José María de Tavira). La película retrata el México de la primera mitad del siglo XX en el que la corrupción, la transa, la mordida, los silencios forzados y el mirar hacia otro lado estaban a la orden del día (quizás, por desgracia, esa imagen todavía hoy nos resulta demasiado familiar). Pero esta película también habla de feminismo, de corrupción, de clases sociales, de relaciones de poder, de maternidad, de libertad…

Hablando hace un par de años con Roberto, un amigo periodista, descubrí que hablar de corrupción no es algo banal ni sencillo. Para Roberto, la vinculación continua de México con palabras como corrupción o impunidad “no está justificada cuando la vinculación es referida a México; sí cuando alude a la clase en el poder”.

Arráncame la vida nos hace reflexionar sobre aquel México que institucionalizó la Revolución y la metió amordazada en un despacho para que nadie notara que en realidad lo que se estaba haciendo era cambiar a unos caciques por otros. (Ahora que tanto se habla de la crisis de la izquierda a nivel mundial y tan poco del reparto desigual de la riqueza, me parece sugestivo suspirar por las rebeliones inacabadas, frustradas por un sistema económico y político que favorece a unos pocos a costa de unos muchos).

Catalina reclama su espacio, su libertad, su identidad, en una época donde hablar de “igualdad de género” o “igualdad de derechos entre hombres y mujeres” era algo todavía incipiente, minoritario y utópico. Según Almudena Hernando, arqueóloga y profesora de historia de la Universidad Complutense de Madrid, históricamente los hombres han ostentado el poder y han desarrollado una mayor individualización que las mujeres sustentada paradójicamente en lo que se ha venido llamando “identidad de género femenina” o, lo que es lo mismo, “identidad relacional” que les garantizaba su vinculación con el grupo. La “identidad relacional” se caracteriza además por la ausencia de generación de deseos propios, la falta de cambios, la percepción del tiempo como un presente indefinido y cíclico…

Elegir. Elegir una vida autónoma y libre de violencia; elegir amar sin doblegarse y someterse; elegir disfrutar de nuestros derechos reproductivos y sexuales; elegir a qué dedicar nuestros esfuerzos… Elegir es un verbo engañoso que muchas veces no se nos permite ejercer.

Cuando Catalina Guzmán se rebela contra esos roles y estereotipos que su marido y la sociedad le han impuesto, comienza su lucha por la independencia y el empoderamiento. Una lucha que más de 80 años después siguen librando millones de mujeres en todo el mundo. Hoy por hoy, las mujeres mexicanas continúan demandando la erradicación de un modelo patriarcal tan cercano a la barbarie que les arranca la vida de cuajo por el simple hecho de ser, justamente, mujeres. A todas ellas va dedicado este texto.

 
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