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La revolución actual

El populismo, de raíz socialista, podría representar hoy el papel conservador que siempre ha correspondido a la derecha
Guillermo Valiente Rosell
jueves, 30 de marzo de 2017, 00:05 h (CET)
Estamos viviendo una de las mayores revoluciones que ha conocido la humanidad. Nos encontramos en lo que Zygmunt Bauman llamó “modernidad líquida”, un tiempo de constante cambio, de permanente transformación y avance hacia no se sabe dónde. Esta transformación es consecuencia de la globalización, fruto del desarrollo tecnológico, principalmente de las tecnologías de la comunicación.

Pese a lo que nos intentan hacer creer, este proceso no es tan beneficioso como lo pintan, y beneficia en mayor medida a los poderosos que a la gente común. Y esto es así porque ha provocado una serie de cambios radicales que han acabado con las estructuras sociales que se habían formado tras la Segunda Guerra Mundial. Los Estados del bienestar están siendo desmantelados desde los años ochenta sin que por ello se reduzca el gasto público, puesto que la economía se orienta hacia el llamado “capitalismo clientelista”.

Unido a este desmantelamiento de los servicios públicos se está produciendo una profunda transformación en el plano del conocimiento. Lo cuantitativo ha desplazado a lo cualitativo, la imagen y la juventud han sustituido a la experiencia, el pensamiento abstracto se desprecia en favor del puramente funcional, el conocimiento causal basado en hipótesis ya no importa frente al conocimiento cuantitativo basado en correlaciones, etc. Lo importante ya no es el porqué sino el qué y el cuánto. La cultura ya sólo sirve si genera dinero. El saber sólo es útil si resulta práctico y genera riqueza. Vivimos en una dictadura del utilitarismo.

Todos estos cambios generan una enorme incertidumbre en las personas. Las clases medias, que en la segunda mitad del siglo XX habían accedido a un buen nivel de vida gracias a su esfuerzo, se sienten desamparadas al ver cómo aquellas cosas en las que se sustentaban sus convicciones se vienen abajo. Esos ciudadanos no entienden, por ejemplo, que alguien que ha estudiado y se ha esforzado durante toda su juventud no tenga trabajo y se vea desplazado socialmente. No entienden por qué con cincuenta años y una gran experiencia y conocimiento en su trabajo la empresa los despide sin haber hecho nada mal. Se sienten fuera de un mundo que les considera un estorbo.

Todo este proceso tiene una parte política fundamental, pues quienes han impulsado esta gran transformación han sido, desde los años ochenta y noventa, la derecha liberal y una socialdemocracia extraviada. En este sentido, podríamos considerar que esa derecha liberal representa actualmente el progresismo más puro, más radical. Ha sido la que ha puesto en marcha todos los cambios que han dado la vuelta a nuestra sociedad. Frente a ella, la izquierda populista representaría el conservadurismo defensor de un mundo que está dejando de existir, ese mundo posterior a la Segunda Guerra Mundial, el del Estado del bienestar y la democracia social, en el que los ciudadanos podían aferrarse a certezas y no vivían en una situación de permanente intranquilidad.

Sin embargo, esta percepción no ha llegado a los votantes. Los conservadores siguen votando a la derecha creyendo que de ese modo defienden la tradición, cuando es posible que así estén acelerando más la destrucción de todo valor y estructura tradicional. Y es que el nuevo populismo, que tiene raíces socialistas, es mucho más tradicional y conservador que la derecha clásica, en el sentido de que defiende la permanencia de las estructuras sociales frente a un liberalismo globalizador que las considera un estorbo y al que le interesa que todo esté en constante cambio. Paradojas de la posmodernidad.

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