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Alejandra Alejandra, mujer sonde las haya. Sí Señor (XIV)

La protección celestial de Alejandra... Experiencias “de lo desconocido”
Aurora Peregrina Varela Rodriguez
sábado, 3 de junio de 2017, 11:10 h (CET)

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Sabía que contaba con Dios, y retaba al que lo dudase, a que probase su fe.

Ella siempre le había sido fiel, salvo cuando las circunstancias requiriesen otra conducta.

Tuvo extrañas experiencias siempre. Experiencias que rozan lo desconocido. Lo realmente desconocido, lo diferente, oculto, lo del mundo de los locos.

De pequeña, cuando se acostaba a dormir veía las paredes de la habitación cubiertas de flores de todos los colores. Era como magia, algo raro.

Le gustaban sus diseños. Con los años dejó de ver estas cosas tan extrañas.

Una noche sintió que una serpiente le pasara por debajo del brazo izquierdo. Era grande y muy gruesa.

A la mañana siguiente se lo contó a su madre pues tuvo muchísimo miedo.

En otras ocasiones sintió que la seguían, pero miraba hacia atrás y no había nadie.

Cuando murieron dos de sus vecinos la luz de su habitación se apagó dos veces, al igual que cuando más adelante murió su gatito, pero esta vez, lo que vio fue el suelo de la casa iluminarse en dos ocasiones con una luz que era entre artificial y celestial.

Una vez sintió que su padre ya muerto la llamaba. Era el día en que se cumplía su segundo año de muerte.

Vio a su gato después de morir en los pasillos de la casa, con lágrimas en los ojos. Soñó con el, que le decía que muy pronto ella también moriría, pero no fue así realmente. Sólo casi, casi. Pero esto no lo puedo contar.

Vio a una vecina de su madre que falleciera hacía unos meses asomarse por la puerta de su habitación y mirarla, como sin querer ser vista.

Sentía mover sillas en su casa cuando no había nadie.

Las lámparas de colgar del techo, en algunas ocasiones se movían sin que hubiese corrientes de aire o entrase el viento por las ventanas.

Algunas puertas se cerraban.

Sentía que sus peluches y las figuras de sus cuadros la miraban.

Una vez un peluche se lanzó sobre ella. Fue un tigre al que llamaba Tigrín. Nunca le había pasado nada igual.

Sentía que la cama se le movía.

En ocasiones decía que iba a pasar algo, y pasaba. Si bien en otras no ocurría tal cosa.

Fueron muchas las experiencias extrañas que vivió Alejandra desde niña.

Algunos se verán identificados en ellas.

Su madre le decía que no le diera importancia.

Cuando murió su madrina sintió que ella le acariciaba la cara, cuando murió su padre vio su sombra en la puerta de la habitación y le vio sentado en la mesa de estudio, vio que su madre una vez le siguiera desde la cocina hasta la habitación y le sonriera, cuando en realidad, ella no había hecho eso, etc...

Alejandra sentía una conexión especial con lo desconocido. No sabía porque esas raras e incontables experiencias la acompañaron siempre, si bien nunca fuera una verdadera creyente, practicante y perfecta, su fe estaba ahí y sus acciones también.

Le gustaban las iglesias, pero no oír las sagradísimas misas inventadas por los curitas. Amaba y escuchaba con placer la música gregoriana, ver a las monjas vestidas de monjas, si bien, pensaba que estarían más cómodas y cumplirían con su función igual vestidas de otra forma y casándose con seres como ellas.

Alejandra entraba mucho en las iglesias y ponía monedas a los santos, no demasiadas, pero así como entraba, así salía.

Le gustaba comparar estilos arquitectónicos. Siempre amó la Historia del Arte, pintar flores al óleo.

Dentro de las iglesias Alejandra creía que había que guardar el debido silencio y le molestaba mucho que los niños llorasen o jugasen.

Allí se sentía en paz consigo misma y con Dios aunque no hubiese sido demasiado buena en los días anteriores.

No le gustaban las cruces ni los crucifijos.

Pensó que Jesús jamás debió haber muerto en una cruz.

¿Quién iba a creer en un hombre que además de ser pobre toda su vida, su padre le desprotegió a la hora de la muerte?

Por eso ella no le rezaba a Jesús. Él tenía que haber sido rico. El más rico de todos.

Ver las heridas de los pies y las manos de Jesús en una cruz, así como ver de su corazón brotando sangre la llenaba de indignación y se ponía en contra de Dios, menos a la hora de rezar, que era a quien rezaba.

Rezaba a los grandes.

También era devota del doctor José Gregorio Hernández, que había sido médico de los pobres en Venezuela y de muy reconocido prestigio, y del que decían que hacía y hace milagros aún en la actualidad, a pesar de la gente creer menos que antes.

Gente que le pedía, le veía vestido de blanco entrar en su habitación, en la que por arte de magia todo se volvía blanco, cortinas, muebles… y él les operaba y se curaban.

Rezaba también a la virgen María. A la que tenía un particular aprecio.

Si algo no deseaba Alejandra era quedarse a vivir en este mundo eternamente.

Ella sólo quería estar de paso y una sola vez, durar lo que Dios quisiese y eso es todo. Morir cuando Él la llevase. Él y sólo Él.

Esas eran sus pretensiones de vida.

Sus perspectivas de futuro.

Vivir mientras se está bien y morir cuando Dios nos lleve.

Eso le deseaba también a todo el mundo.

Alejandra tenía una imagen de Jesús rezando en el cabezal de la cama, y le gustaba más que el triste crucifijo. Alejandra, con el tiempo, llegó a sentir verdadero amor hacia Jesús.

En ocasiones sentía que cuando estaba en peligro la protegía. Él, a quien nunca había rezado. Se había acordado de ella.

Eso era mucho de agradecer.

Alejandra sabía que había gente que no quería creer y no le importaba, eso mientras no se metiesen con su filosofía de vida.

Dios nos dio una oportunidad única de alcanzar la vida eterna, quien no quisiese aprovecharla era su problema.

Ella era feliz en sus ideas.

Estaba contenta consigo misma. Tenía su propia filosofía de vida. Ella era así.

En relación a los diablillos, creía que había que cogerlos por la cola, que había que pincharlos con un tenedor y que les tenía que dejar tropezar una y otra vez contra la misma piedra, como al más torpe de los seres humanos, había que dejar que chocasen contra una pared y se partiesen la nariz. Que le sangraran las mejillas y eso, que por si solos rectificasen, se abriesen nuevos caminos y aprendieran a mirar al cielo. A apreciar lo divino.

El cielo está arriba, no abajo.

El cielo es perfecto y bello.

El infierno da miedo y es eso nada más, el infierno.

Es el malestar y es el fracaso.

Son las noches de insomnio y de impotencia.

Es el calor del cuerpo y el dominio de las acciones por unas almas que acaban siendo desconsideradas, almas con falta de tacto y locas, locas por hacer el mal por aquí y por allá.

Es mejor mirar al cielo que quemarse.

Es mejor admirar el azul del cielo que sentir el dolor.

Y si eso fuese imposible ya… nos queda aún el amanecer, ese que tanto gustaba a Alejandra. Después de todo, es parte de ese techo divino, no está arriba, que está a un lado como una pared, pero que también fue por Dios creado.

Gracias al amanecer se pintaron hermosos paisajes, se enamoraron muchos seres humanos, mientras que a otros, incluso les ha ayudado a mantener su fe.

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