Los equipos (de fútbol) juegan partidos; los partidos (políticos) son conformados por equipos. Los equipos de fútbol y los políticos compiten para conseguir triunfos en sus respectivos ámbitos.
Los políticos suelen llevar chaqueta; los futbolistas camiseta. Y, curiosamente, cuando los primeros hacen defección yéndose a otro partido se les llama “tránsfugas”; a los futbolistas, en cambio, cuando cambian de club, “chaqueteros”. En lo que sí coinciden ambas esferas, es en la no profesión precisamente de simpatía al que se cambia de equipo, si bien es cierto que antaño se zahería más sañudamente al desertor que hogaño. En la actualidad se relativiza más el sentido de la fidelidad a los colores o siglas.
En la política y en el fútbol hay categorías: en el fútbol están la Primera División, la Segunda, la Segunda B, las regionales… En la política operan las divisiones administrativas, soliendo el vocacional tribuno, por lo general, empezar por el ámbito municipal antes de llegar al nacional. Aunque los hay que directamente ingresan desde la cantera.
Tanto los clubes de fútbol como los partidos políticos tienen sus “juveniles”, esto es, sus veneros de juventudes, de jóvenes promesas con vocación de dar el salto a la carrera política o futbolística.
Ni el balompédico deporte, ni la gestión de la cosa pública están exentos de fraudes ni de amaños, ni de otras prácticas de dudosa licitud.
El fútbol y la política cuentan con una nutrida nómina de seguidores, entre los que caben, desde el mero simpatizante hasta el “hooligan”, muchos de los cuales celebran las victorias bandera en mano.
Los partidos cuentan con cuadros harto carismáticos y con gentes que hacen un trabajo más oscuro en su seno organizativo (en los equipos de fútbol también hay jugadores con mayores dotes de liderazgo junto a otros más gregarios componentes de las plantillas). Cuando se considera que estos “pesos pesados” han sido amortizados, se les suele buscar un destino donde acabar su carrera fuera del circuito principal sin perder su estatus. Dicha función la cumplen instituciones como el Senado (en el caso de España) o el Parlamento Europeo. En el fútbol, las estrellas hallan acomodo en otras ligas, más pujantes económicamente que en un sentido propiamente deportivo, como Japón, Estados Unidos, Emiratos Árabes…
Los aludidos paralelismos y alguno más me vinieron a la cabeza a raíz de las compungidas y aventuradas reacciones de Cristiano Ronaldo cuando salió a la pública palestra que debía un pastizal a la Hacienda española. Cual un infante malcriado (que creo que es lo que nunca ha dejado de ser) nos obsequió una pataleta que, quizá, quería conseguir que alguien le resarciera de su responsabilidad.
De sus declaraciones se puede interpretar que él es una gran estrella futbolística y que, por ello, merece la rendición de pleitesía por parte del común, incluso por aquellos a los que no les gusta el fútbol y que tienen que aguantar el vallado de los monumentos públicos cuando él y los suyos obtienen un título y con ello el derecho a ponerle una bufanda a la piedra esculpida de marras. Muchos políticos “cristianoronaldizados” exhiben no muy lejano comportamiento cuando se arrogan dignidades que ellos interpretan como privativas de sí mismos porque así es y así ha de ser, y que el resto les ha de agradecer su esforzada dedicación, cuando lo único que hacen es nadar en un mar de privilegios por los que habrían de estar dando diariamente las gracias ya que se les ha concedido algo tan honorable como el acceso a la articulación de lo común. Pareciera que Cristiano Ronaldo y la mayor parte de la clase política descendieran de la pantorrilla de Júpiter, cuando lo que hacen es muy poco en favor del bien común, máxime cuando entre nosotros son muchos los grandes científicos, intelectuales y trabajadores de muchos ámbitos profesionales que desarrollan una labor silenciosa, que es la que, a la postre, hace que progresemos en calidad de vida.
Así las cosas, en lo que se han convertido la política y el fútbol es en un inane vedetismo que acapara incomprensibles cotas de atención, cuando no hay en ambos territorios demasiadas gentes a las que tomar como ejemplo. Son la punta del iceberg de la degradación humana en que nos encontramos sumergidos colectivamente. Bien es cierto que el fútbol, aunque muy politizado en algunos casos, no deja de ser un mero espectáculo sobredimensionado, sacado de quicio, si se quiere; en cambio, la política es la manera que nos hemos otorgado para dirigir y administrar la vida común.
Quizá ahí, en esa evidencia que venimos refiriendo, esté la solución: en la “desfutbolerización” de la política para, luego, desde esta, hacer lo propio con el propio fútbol, regresándolo a su esencia meramente deportiva.
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