Asomada a la cuenca oriental del Mediterráneo y desgraciadamente enclavado en eso que la geopolítica gusta denominar "puntos neurálgicos", esta Siria, uno no de los países más bellos y fascinantes del universo árabe. Un Estado sometido al férreo control de la dinastía Assad desde 1971, hoy encarnada en Bashar al Assad. El dictador con aspecto de burócrata europeo pertenece a la minoría de los alauís, secta chií a la que pertenece aproximadamente el 12 por ciento de los ciudadanos sirios y que, a través del Partido Baaz, domina el Gobierno, todos los resortes de la Administración de Damasco y la pieza clave: el Ejército.
Amén de una Constitución elaborada para servir de fachada al régimen y bajo el pretexto de que ninguna otra arquitectura política es posible so amenaza de desatar inestabilidad entre las diferentes comunidades que conforman el mosaico sirio. Y esa es la principal baza interior de la sanguinaria dinastía Assad. La minoría cristiana, que representa un 10 por ciento es uno de los pilares del poder, representados en el Gobierno y Ejército e históricamente protegidos por el régimen. Las revueltas están protagonizadas básicamente por los sunníes, que representan casi el 75 por ciento de la población, y hacen temer a los cristianos por su seguridad en caso de que triunfen. Otro tanto se podría decir de las minorías residuales como drusos y yasidíes. Y caso aparte lo conforma la minoría kurda, maldita y marginada en Siria, como en el resto de países del entorno donde habitan , y que alcanzan el 10 por ciento de los moradores del país. El tinglado en el que se sostiene el régimen de los Assad se sustenta en la idea de ser el único posible de garantizar la unidad y la estabilidad del país de Palmira.
En todo Occidente el espectro del Sah sigue vívido. De ahí el terror a que al tirano le suceda un régimen islamista, canalizando el descontento popular. Un descontento que hunde sus raíces en la historia reciente siria. A la estructura heredada del colonialismo francés, facilitando el control del poder a grupos leales que asegurasen su dominio, le sucedió la guerra fría. En el contexto del enfrentamiento entre las dos superpotencias del momento, el Kremlin encontró en Siria un sólido socio que le aseguraba posiciones en un área geográfica estratégica. Una relación privilegiada con Moscú que sobrevivió a la caída de la Unión Soviética. La bota corrupta de los Assad ha manejado perfectamente los hilos en Siria, alimentando un nacionalismo árabe no confesional y erigiéndose en símbolo de la resistencia contra el Estado de Israel.
Las revueltas árabes, que desde el invierno pasado se han venido sucediendo en las orillas meridional y oriental del Mediterráneo, cuyo denominador común es el hartazgo de unos pueblos hacia sus cleptómanos regímenes, alcanzaron al bastión socialista sirio. Varios elementos hacen que la evolución de las distintas revueltas se escapen al control de Occidente. El temor que anida en la cancillerías occidentales a la utilización de las mismas por movimientos de carácter integrista musulmán por un lado. La crisis socioeconómica sin precedentes de una UE que lucha por su propia existencia por otro. La incapacidad de Washington por liderar por si solo una estrategia viable en la zona, con los garrafales errores en Persia, Afganistán o Irak a sus espaldas. Y en el asunto que nos ocupa, debemos sumar el veto de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU a cualquier intervención definitiva, avalada por este organismo, sobre Damasco. Veto al que se suma, algo menos contumaz, Pekín. Assad saca provecho de una Organización cada vez más similar a la Sociedad de Naciones de entreguerras. Forjada a medida de una realidad válida para 1945, pero absolutamente superada en 2011. Damasco gana tiempo gracias al juego de intereses donde entran en escena las teocracias iraní y saudí. Su denuncia de las tentaciones neo otomanas de Ankara provoca recelos entre los aliados de la OTAN. Los miedos jordanos y el concurso de las caóticas Beirut y Bagdad en el frágil tablero dan oxígeno al régimen. La impotencia europea, sumida en la parálisis ya mencionada, nos da a resultas una represión salvaje de Bashar al Assad sobre los insurrectos. Una carnicería que sobrepasa los 4.000 seres humanos asesinados sin distingos de edad o género, son el exponente máximo del desdén de Assad hacia los Derechos Humanos.
Por la incapacidad de unos y los intereses de todos, asistimos a lo que cada vez se asemeja mas a una guerra civil y que si no se reacciona pronto, puede terminar creando una crisis en el Próximo y Medio Oriente de consecuencias impredecibles. De poco sirven las pálidas sanciones impuestas desde Europa Occidental, los USA, la Sublime Puerta o las amenazas de la Liga Árabe. Desde El Elíseo se dice que el régimen tendrá que pagar por sus crímenes pero la diplomacia Lavrov avisa que no se aceptará un ultimátum a la libia. Mientras tanto, solo en las últimas horas al menos 20 muertos se suman a la lista de masacrados en Siria. Un listado que no dejará de crecer en un país que por su belleza bien pudiera denominarse el jardín de Alá, pero desde Alepo a las ruinas de Dura-Europos solo se extiende el jardín de Assad, cuyo nauseabundo hedor hubo de percibir el patriarca de Moscú en su reciente visita a la corte del tirano sirio.
|