Como respuesta cultural a la exposición celebrada en San Petersburgo "El Prado en el Hermitage", podemos deleitarnos en Madrid con "El Hermitage en el Prado". Una miscelánea magnífica de tesoros que alberga el celebérrimo Museo ruso. No es este un artículo dedicado al análisis y valoración de las 179 piezas que se pueden admirar en el Paseo de los Recoletos. Es el pretexto para recordar un episodio terrible del pasado reciente de Europa. Un episodio en el que se conjugan como en ningún otro la épica con el horror. Hace tres meses se cumplía el 70 aniversario del inicio de lo que se conoce como "El sitio de Leningrado" (nombre de la ex-capital de Rusia entre 1924-1996).
Un cerco medieval y espeluznante que duró de septiembre de 1941 a enero de 1944. Y es el Hermitage el eje de nuestro breve relato. El complejo museístico total por antonomasia, donde el continente cobra tanto significado como el contenido. La complicidad entre la máquina asesina nazi, y el psicótico e inepto proceder de Stalin, impidiendo una evacuación escalonada de la antigua Petrogrado, dieron como resultado una ciudad cercada con más de 2 millones y medio de habitantes en su interior.
La capital que tanto odiara el monstruo georgiano, librepensadora, que sufrió como ninguna otra el terror de las grandes purgas de los años 30, padeció el mayor genocidio urbano conocido. Mientras la Wermatch bombardeaba sin piedad la bellísima "Píter", las improvisadas y aceleradas evacuaciones de las colecciones artísticas del Palacio de Invierno hubieron de suspenderse. Dos trenes consiguieron evacuar parte del patrimonio, con destino en los Urales, el tercero tuvo que regresar. La urbe estaba ya totalmente cercada. Las obras que no pudieron transportarse permanecieron en la planta baja y los sótanos del Museo, que también servía de refugio para miles de ciudadanos durante los raids aéreos germanos. Multitud de piezas fueron dispersadas por diferentes palacios.
Sin víveres, sin agua, sin electricidad, sin combustible, sin leña, la hambruna hizo su macabra presentación. Pájaros, perros, ratas, desaparecieron de las asoladas calles. La gran camada de gatos que custodiaba de roedores el Hermitage no fueron una excepción. Con el frío invernal, de hasta -45º a los mortíferos proyectiles se sumó la inanición. Los muertos por esta causa se contaban a millares al día. 125 gramos de pan era la ración diaria por ciudadano. Nada fue impedimento para abrir diariamente sus puertas. Una ciudad culta y amante de la cultura, acudía en masa al gran Palacio, a las bibliotecas, como a los conciertos o al teatro, donde algunos, desfallecían de hambre en sus asientos. Y no sólamente los civiles, a los soldados del frente se les llevaba a visitar el Museo, incluso en las gélidas noches boreales.
El Hermitage fué conectado a un generador de un submarino de la Flota del Báltico, para de esta manera abastecerlo de una intermitente iluminación. Con la artillería alemana sin dar tregua, se organizaban simposios, mientras los conservadores y la legión de empleadas fallecían a un ritmo aterrador. Con toneladas de desechos a su alrededor, el jefe de guardia del Museo organizaba brigadas de limpieza ante la amenaza de epidemias. Hacían también las veces de bomberos y vigilantes. Apenas tres decenas de empleadas supervivientes montaba las guardias en las entradas y plantas del Palacio, las 24 horas del día, junto a un puñado de soldados para una zona de exhibición de 16 kilómetros de longitud y 1.507 salas. En su magnífica "El arca rusa", el director de cine Alexander Sokurov plasma magistralmente aquéllos dramáticos días para el Hermitage y la ciudad. Una ciudad donde en las más horripilantes jornadas invernales el canibalismo alcanzaba cotas inimaginables. El hilo de vida que durante los hielos, sobre el lago Ladoga unía por tren la orgullosa ciudad con el resto del país, no impidió que la catástrofe adquiriese dimensiones escalofriantes.
Cuando el Ejército Rojo logró levantar el asedio, un 27 de enero de 1944, más de un millón de civiles habían sido masacrados. La inmensa mayoría por hambre. Pero Hitler no pudo celebrar su victoria en el Hotel Astoria. De una ciudad que asistió desmayada pero altiva, con los obuses nazis vomitando fuego sobre la ciudad del Nevá, al estreno en agosto de 1942 de Sinfonía Nº 7 "Leningrado", no se podía esperar otra actitud. Cifra y síntesis de miseria y épica. Al celebrar la victoria, tras 872 días de sitio, con los focos de los navíos iluminando el Palacio de Invierno, y el Campo de Marte inundado de júbilo, las obras custodiadas en el Museo también estaban salvadas. Memoria y honor para una urbe, un pueblo, que ama como pocos, en Europa y el mundo, el Arte. Con mayúsculas.
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