Kim Jong-iI ha muerto. Al que fuera una suerte de sanguinaria Gloria Swanson asiática le sucederá previsiblemente su hijo, Kim-Jong-un. El vástago menos díscolo de una siniestra dinastía. A la alarma permanente, elemento central del abisal régimen de Corea del Norte en el exterior, destinada al mantenimiento sin fisuras del estalinismo interno, sobreviene una sucesión que provoca serias incertidumbres. La herencia que recibe el presunto e hipercalórico heredero, el "Brillante Camarada" es de todos conocida: un Estado aislado, con una población aterrorizada y en hambruna endémica, hermético e inmisericorde con cualquier disidencia interna; con unas fuerzas armadas cuyo alcance en materia nuclear se desconoce con exactitud; un demencial régimen que sobrevive gracias a los intereses chinos en un tablero geoestratégico de primer orden para Pekín.
La postura que adopte China será determinante en el futuro de la monarquía militar de Pyongyang. Seúl, en perpetua tensión con su vecino al norte del paralelo 38, mira hacia Washington, como el Imperio Nipón. La línea Clinton en política exterior, avalada por la Administración Obama insistirá en la presión, hasta ahora inútil. La otra potencia con presencia en la zona, Rusia, continuará con su política de contención. La única certeza es que la sucesión en el la corte estalinista norcoreana provoca incertidumbre en el exterior. Una incertidumbre que se suma al nerviosismo perenne en el área del Mar Amarillo. Y un dato, de todos es sabida la nula capacidad de influencia en el Extremo Oriente de la UE. Pero que la primera reacción tras el conocimiento de deceso del "gran líder y buen amigo" -en palabras de la diplomacia pekinesa- venga de Berlín y no de Bruselas, es cuanto menos, curioso. Como carta de presentación fúnebre, Corea del Norte prueba un nuevo misil. Toda una declaración de intenciones. Continuará.
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