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El fundamentalismo en el oficio de juez no es virtud

En la América de Newt Gingrich, los estados que no hubieran integrado al alumnado en sus centros escolares tras la segregación podrían haber ignorado con impunidad al Tribunal Supremo
Ruth Marcus
jueves, 29 de diciembre de 2011, 08:10 h (CET)
WASHINGTON -- .En la América de Gingrich, si el Supremo tumba la legislación que obliga a todos a tener un seguro médico, un Presidente Obama vuelto a elegir tendría libertad para ignorar el fallo y ordenar la implantación de la medida.

No se trata de extrapolaciones trasnochadas de las opiniones de Gingrich. Se derivan directamente de sus argumentos a favor de poner límites al poder de lo que considera "una instancia judicial grotescamente dictatorial".

En el centro de esta crítica se encuentra el fallo del caso Cooper vs. Aaron, la sentencia unánime del Supremo que en 1958 ordenó la integración del alumnado de los centros escolares de Little Rock y rechazó el recurso de las autoridades de Arkansas a la obligatoriedad de integrar tras la segregación.

Como el tribunal escribía en una sentencia cuya fuerza era subrayada por la inusual unidad de que los nueve magistrados la instruyeran como voto particular, "los derechos constitucionales de los menores a no ser discriminados… no pueden ser anulados abierta ni directamente por legisladores estatales ni por funcionarios estatales ni por magistrados, ni anulado indirectamente por ellos mediante planes de segregación encubierta…"

El principio de que los tribunales tienen la última palabra en la interpretación de la Constitución es, fallan los jueces en la sentencia de Cooper, "un rasgo permanente e indispensable de nuestro sistema constitucional".

Para el candidato conservador Gingrich no. En un documento esbozando sus opiniones en torno al papel idóneo de los tribunales, denuncia el fallo del Supremo como "falso factual e históricamente" y "una intervención a gran escala". En los años transcurridos desde entonces, aduce, presidente y Congreso han dejado en manos de los tribunales la interpretación constitucional innecesaria e imprudentemente.

En la opinión constitucional de Gingrich, el presidente y el Congreso que discrepen de un fallo judicial pueden combinarse simplemente e imponerse a él. Según la matemática Gingrichiana, dos ramas de la democracia valen más que una.

"En circunstancias muy extraordinarias", dice, "el ejecutivo puede saltarse un fallo judicial". El ejemplo de Gingrich es la mediación de los tribunales en las competencias presidenciales dentro del terreno de la seguridad nacional, como está convencido que hizo en casos relativos a los presos de Guantánamo.

Pero "la extralimitación" de los tribunales es subjetiva. Para un Presidente Gingrich, estaría en los fallos de los detenidos. ¿Por qué no en el inminente fallo de la reforma sanitaria, o en el caso de financiación de campaña del colectivo conservador Citizens United? Después de todo, según la norma de la mayoría de las dos ramas de la democracia de Gingrich, presidente y Congreso convinieron en que revocar las restricciones a la financiación de campaña por obra del alto tribunal era algo constitucional.

Gingrich es el anunciante - "No se vayan todavía, aún hay más" -- de los límites a la independencia judicial.

¿Que a usted no le gusta la opción de saltarse la sentencia? El Congreso puede abolir la sala de justicia que la falló. ¿La izquierdista sala novena de Apelaciones? ¡Chas! ¡Es historia! O llamar a cuentas a los magistrados infractores -- enviando a los federales si hace falta -- para que expliquen sus sentencias. O tomar medidas para degradarlos.

Las propuestas de Gingrich son tan desmesuradas que a Michael Mukasey, el antiguo fiscal general del Presidente George W. Bush (y antiguo magistrado federal), prácticamente se le acababan los vituperios para describirlas: "escandaloso", "peligroso", "ridículo", "rozando la ilegalidad".

Mientras tanto, la posición del astro Gingrich en el firmamento Republicano parece estar poniéndose, como las de los candidatos Michele Bachmann y Rick Perry, con sus opiniones similarmente preocupantes de los jueces, si bien menos destacadas.

¿Por qué dedicar tanto tiempo pues a Gingrich y la judicatura? En parte, teniendo en cuenta lo desquiciado de esta campaña, nadie sabe lo que va a pasar en Iowa y más allá.

Y teniendo en cuenta la profundidad de la hostilidad hacia los tribunales, me temo que alimentar un debate de enfoques radicales sigue pareciendo un ataque problemático a la independencia judicial tolerable, pero menos trasnochado.

Como precedente de la naturaleza supuestamente convencional de sus propuestas, a Gingrich le gusta señalar la firma por parte de Jefferson de la Abolición en 1802, eliminando la jurisprudencia que los Federalistas rivales habían impuesto la víspera de abandonar el poder.

Esta lección de historia no tiene tanta relación como Gingrich quiere que usted crea. Como sostienen los historiadores Ed Whelan y Matthew J. Franck en el blog Bench Memos de la publicación National Review, no está claro que la Abolición fuera constitucional, e incluso si lo fue, "lo que se hizo entonces no es un precedente para lo que se considera hacer ahora" -- "el final inconstitucional de la validez incontestable de los fallos de los magistrados federales", en palabras de Franck.

Gingrich está actuando como si la Abolición no hubiera sido polémica en sus tiempos. Pero esto dice el Federalista Alexander Hamilton al reflexionar en torno a la medida, en un encuentro de urgencia mantenido en el Colegio de Abogados de Nueva York: "La independencia de los magistrados, una vez destruida, invalida a la constitución; es un escrito muerto; es humo que la respiración de una facción disidente puede disipar en un momento".

En esta era de facciones sin final, la advertencia de Hamilton es oportuna -- y espeluznante.

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