En la selva espesa y a menudo enredada de la historia americana, las plumas religiosas dejaron testimonio abundante y a veces glorioso de su misión en el Nuevo Mundo. Lo hicieron con la convicción de quien se sabe elegido y con la tinta del que narra su parte del relato como si fuera la única.

Tras muchas de esas crónicas subyace un guion, reflejo de orden moral, donde el bien y el mal se reparten los papeles sin matices: los frailes y clérigos del lado de los justos; y los seglares, los laicos, en el rincón de los intereses turbios, la codicia y la espada.
Esta visión no es enteramente falsa, solo visiblemente incompleta; y, con el tiempo, ha cristalizado en una versión oficial, casi escolar, porque incluso se enseña en las escuelas, de lo que fue la evangelización del continente americano (aunque la misma filosofía se empleaba en el Viejo Mundo), como un desfile de santos misioneros y caudillos bárbaros, pero esta concepción de la historia de la colonización española del Nuevo Mundo y su asumción, -de asumir-, no es más que hacerle hueco a la anglófona Leyenda Negra.
Conviene, pues, desmontar mitos, porque si hubo un verdadero protagonista en la difusión del cristianismo por América, ése fue el laico. Pero no el laico abstracto, ni el campesino devoto ni el colono de misa dominical, sino el laico con poder, con pluma, con leyes: la Corona.
La Monarquía Hispánica, máquina política y religiosa que operaba con la lógica del siglo XVI, donde lo divino y lo humano eran aliados, fue el auténtico motor espiritual de la conquista.
Resulta moderno, aunque erróneo, suponer que el poder político de entonces era ajeno a lo sobrenatural. Esa idea es hija del siglo XVIII, del racionalismo, de Voltaire y compañía. Pero en el siglo de los Austrias, gobernar era también salvar almas.
Iglesia y Estado se dan la mano y se apoyan y avalan mutuamente en una empresa con un objetivo único, limpiar de impíos el orbe terrestre en loor de Nuestro Señor, así se entendían las cosas, hoy no hay que compartirlo, solo entenderlo.
La Corona recibía directamente del Papa no sólo la bendición, sino el encargo de evangelizar aquellas tierras recién descubiertas. Con ello vino el Patronato Regio, que no era un privilegio menor y que significaba que los reyes podían proponer obispos, ese era el derecho de presentación; podían fundar iglesias, podían intervenir en la moral de los púlpitos. España no solo mandaba soldados, mandaba cruzados con competencias administrativas.
Y no lo hacía por pura devoción, no solo era eso, también cargaba con los gastos, asumía el peso económico de la empresa espiritual; y lo hacía con leyes, con universidades, con tratados, con el mismo arte.
Basta abrir la Recopilación de las Leyes de Indias para ver que el primer título del primer libro —nada menos— está dedicado a la fe católica. No como adorno, sino como columna vertebral del orden colonial.
Hay detalles deliciosos, como esa ley que ordena a los catedráticos universitarios en las Indias enseñar y defender, bajo pena de exilio académico, la doctrina de la Inmaculada Concepción. No sólo se les exigía ortodoxia: también lealtad al rey, al virrey (su alter ego), al rector, al sistema. Quien callaba ante la herejía perdía la cátedra. Así funcionaba el engranaje, un estado confesional sin complejos.
Esa alianza entre lo civil y lo divino también se encarnaba en sus hombres. Virreyes como Francisco de Toledo, gobernadores como Hernandarias (Hernan Árias) o Juan Ramírez de Velazco, no eran simples funcionarios sino que eran instrumentos del plan providencial de la Monarquía, una monarquía de derecho divino. Lo que no significa que los reyes participaran de esencia divina sino que tenían encomendada una misión divina. Y sí, llevaban espada porque había que defenderse de infieles, de traidores, de malhechores; pero también llevaban bula, el permiso papal para hacer en nombre de Dios lo que fuese procedente. Los inquisidores tenían sendas bulas de indulgencia plenaria para perdonar cualquier exceso o pecado cometido en el ejercicio de sus funciones, era como la “inviolabilidad” que hoy conocemos de los políticos “en el ejercicio de sus cargos”, lo que no significa ni debe significar “impunidad”.
No hay que caer en el maniqueísmo excesivo de ver por un lado conquistadores y misioneros por otro, tenemos un ejemplo muy ilustrativo en el film “La Misión”, la fe se defendía con humildad, pero también con las armas, los soldados son, en definitiva, soldados de Dios, vistan con armadura o con ropa talar.
La empresa indiana fue coral y, aunque incomode a algunos, su director de orquesta fue el poder laico, el Trono más que el Altar. La Monarquía Hispánica no fue un espectador piadoso de la evangelización, fue su estratega, su patrocinador, su garante. La historia, si se cuenta bien, no es menos épica por reconocerlo. Al contrario, es más interesante. Pero debemos tener claro que la colonización y el proceder de la Corona de España en la/s conquista/s y colonización/nes, no se pareció en nada a la brutalidad anglosajona ni a la conquista americana. España se mezcló con los indígenas, los respetó y los consideró ciudadanos, los anglos, no pueden decir lo mismo.
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