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España irrelevante

El precio de una política exterior rendida
César Valdeolmillos
martes, 22 de abril de 2025, 10:17 h (CET)

“Ningún país puede mantener su libertad sin estar dispuesto a defenderla", Ronald Reagan.


La política exterior del PSOE ha dejado a España expuesta, aislada y debilitada, en un momento en el que Europa despierta al rearme y Estados Unidos exige que asuma su propia defensa. Decisiones guiadas por una ambición personal de poder han comprometido nuestra soberanía y seguridad.


Por más que se disfrace con palabras como ‘diálogo’, ‘vecindad estratégica’ o ‘realismo geopolítico’, la política exterior del PSOE en las dos últimas décadas se ha caracterizado por un claro distanciamiento de las democracias occidentales: no solo ha enfriado sus relaciones con aliados tradicionales como Estados Unidos o Israel, sino que ha buscado deliberadamente un alineamiento con regímenes autoritarios, populistas o directamente dictatoriales.


Entre todos ellos, destaca el caso de Marruecos, cuya monarquía absolutista ha sido tratada por el PSOE no como un interlocutor firme, sino como un poder ante el que inclinarse. El respaldo a sus tesis sobre el Sáhara Occidental, las cesiones constantes en materia migratoria, el silencio frente a sus pretensiones territoriales y la nula exigencia de reciprocidad en el trato diplomático no describen una relación entre iguales, sino una clara actitud de postración.


Este alineamiento no ha sido casual, ni puntual: ha sido una apuesta consciente. Mientras otros países europeos refuerzan sus alianzas democráticas y recuperan su soberanía estratégica en un entorno global inestable, el PSOE ha preferido buscar influencia entre gobiernos que no rinden cuentas, no respetan derechos fundamentales y utilizan el chantaje como instrumento diplomático. Y todo ello en nombre de una estabilidad mal entendida, que ha debilitado a España ante sus socios y la ha aislado de los centros reales de poder e influencia.


Durante años ha circulado una fotografía ampliamente difundida en redes sociales en la que aparece José Luis Rodríguez Zapatero posando junto al rey Mohamed VI frente a un mapa de Marruecos que incluye Ceuta, Melilla, Canarias y parte del sur peninsular. La imagen es un montaje, como han demostrado verificadores independientes y agencias de noticias. No existe evidencia de que tal mapa estuviera realmente presente durante ese encuentro.


Y sin embargo, la imagen ha calado porque simboliza algo real: la actitud de complacencia, cesión y subordinación diplomática —primero de Zapatero y después de Pedro Sánchez— ante el sultán de Marruecos. El montaje no altera los hechos: su respaldo político al régimen alauita, su silencio frente a las aspiraciones territoriales de Rabat y, sobre todo, su impulso al giro histórico sobre el Sáhara Occidental que rompería con décadas de posición española y del propio PSOE basada en el derecho internacional.


Pedro Sánchez continuó esa senda. En 2022, envió una carta personal a Mohamed VI reconociendo el plan marroquí sobre el Sáhara como “la base más seria, creíble y realista” para resolver el conflicto.

A cambio, no recibió ni garantías estratégicas ni respeto diplomático. Su viaje a Rabat para escenificar esa rendición política fue coronado por el desprecio del monarca alauita —“Roma no paga a traidores”— que se negó a recibirlo personalmente. Le dejó en manos de su primer ministro. Un gesto inequívoco de jerarquía invertida, asumido con total normalidad por un Gobierno que ha hecho de la sumisión selectiva una estrategia de poder: acepta sin rechistar humillaciones externas si le reportan estabilidad o réditos, mientras ejerce un combate frontal y sectario contra aquellos que no se alinean con sus tesis.


Pero la carta personal de Sánchez no solo fue una traición al derecho internacional y a la causa saharaui: fue también una bomba diplomática lanzada sobre la relación con Argelia, tradicional socio estratégico de España y uno de nuestros principales proveedores de gas natural. Argel reaccionó con dureza: llamó a consultas a su embajador, congeló el tratado de amistad con España, restringió las transacciones comerciales y desvió parte de sus suministros energéticos a otros países europeos, debilitando nuestra posición energética en un momento geopolítico crítico.


Lo más grave no fue solo el deterioro de relaciones con un aliado histórico, sino que España se enfrentó voluntariamente a Argelia sin haber obtenido ninguna contrapartida real de Marruecos. Sánchez quemó el puente argelino para congraciarse con Rabat… y a cambio recibió un desprecio diplomático en toda regla: un gesto calculado, cargado de significado, que dejó a España en una posición de inferioridad aceptada disciplinadamente.


Esta maniobra torpe y opaca de Pedro Sánchez rompió el tradicional equilibrio español en el norte de África, donde España había sido percibida como actor neutral y fiable. Hoy, no somos socios preferentes ni de Argelia ni de Marruecos. Somos irrelevantes para ambos. Y eso se traduce en pérdida de influencia, de autonomía energética y de peso diplomático en el tablero internacional.

Mientras tanto, Marruecos sigue una hoja de ruta clara: rearme, alianzas estratégicas y proyección regional. Drones armados, cazas F-16, sistemas antimisiles, tecnología de inteligencia y acuerdos con potencias como Estados Unidos e Israel. Marruecos ha apostado por la fuerza.


España, en cambio, se ha desarmado ideológicamente. La “cultura de la paz” promovida por el PSOE ha servido de excusa para abandonar las capacidades operativas de nuestras Fuerzas Armadas, posponer inversiones clave y reducir la defensa nacional a un apéndice burocrático. Mientras el entorno se vuelve más hostil, el ejército español está cada vez más debilitado.


Y este debilitamiento se produce justo cuando Europa empieza a despertar del letargo estratégico. Tras la invasión rusa de Ucrania, el escenario global ha cambiado: el pacifismo institucional ha sido sustituido por una tendencia al rearme, a la inversión en defensa y a la recuperación de la soberanía militar europea. Países como Alemania, Francia, Polonia y los nórdicos han asumido que ya no pueden depender exclusivamente del paraguas estadounidense. Estados Unidos ha dejado claro que Europa debe asumir más responsabilidades en su propia seguridad. Washington ya no garantiza protección incondicional.


Mientras Alemania encarga 350 carros de combate Leopard 2, Francia duplica su inversión en defensa aérea y Polonia compra sistemas de misiles a Corea del Sur, España presenta como inversión militar nada más y nada menos que la instalación de placas solares en los cuarteles, la compra de uniformes ecológicos o la construcción de comedores inclusivos con menús veganos para personal militar. Todo un despliegue de defensa sostenible. Nada disuade más a un potencial invasor o a un blindado ruso que una digestión ligera dentro de un uniforme ecológico. ¿Quién necesita sistemas antiaéreos, drones de combate o capacidades de ciberdefensa, cuando podemos tener uniformes de cáñamo y cascos hechos con materiales reciclados? ¡Eso sí que impone respeto! ¡Que tiemble el Kremlin!


¿De verdad cree Pedro Sánchez que en Bruselas, Berlín o Varsovia van a hacer la ola a este show de ilusionismo presupuestario como si fuera un truco de magia de cumpleaños? ¿De verdad piensa que con un par de plantas fotovoltaicas en los cuarteles ya se puede marcar la casilla de “cumple con la OTAN”? Vamos, que si mañana hay un conflicto, al menos podremos refugiarnos en unos comedores inclusivos mientras debatimos sobre el tofu de garbanzos y el impacto del cáñamo reciclado en la logística militar.


Esto no es defensa. Esto es un burdo y grotesco intento de maquillaje ideológico con brocha gorda y purpurina verde. Un intento de hacer pasar el activismo performativo por estrategia militar. Y lo peor es que lo hace con la convicción del trilero que cree haber encontrado el truco perfecto para engañar a todos. Pero claro… esto no es una reunión de cooperativas, señor Sánchez. Esto es la seguridad nacional. Y las guerras no se ganan con espinacas.


Estos malabarismos de jugador de ventaja presupuestario son los que nos han conducido a la irrelevancia internacional, no refuerzan nuestra defensa: solo refuerzan la idea de que España, bajo este Gobierno, ha renunciado a tomarse en serio su papel en el tablero europeo.


Y mientras tanto, nuestros socios en la Alianza Atlántica toman nota. No de lo que decimos en los discursos institucionales, sino de lo que realmente hacemos. Y lo que hacemos, por ahora, es dar la espalda a la responsabilidad compartida de garantizar la seguridad del continente, y convertir la política de defensa en una parodia extravagante llena de gestos vacíos y titulares de autoayuda. Y la defensa de un país —mal que les pese a algunos— no se construye con eslóganes ni postureo sostenible, sino con planificación seria, inversión real y voluntad de estar a la altura del mundo que nos rodea.


En ese contexto, la estrategia española resulta aún más incomprensible y peligrosa. Mientras nuestros socios refuerzan sus ejércitos y reafirman su autonomía estratégica, el Gobierno de Sánchez insiste en la desmilitarización, el apaciguamiento y el recorte presupuestario en defensa. España se está quedando atrás en la única carrera que hoy marca la diferencia entre la supervivencia y la irrelevancia: la capacidad de defenderse.


Y para colmo, ni Ceuta, ni Melilla, ni los territorios insulares están expresamente cubiertos por el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte. Es decir, en caso de conflicto en esos territorios, España podría quedarse sola. ¿Ha exigido el Gobierno socialista corregir esa laguna jurídica? No. Porque en esta doctrina de sumisión estratégica, molestar a Marruecos sigue siendo más importante que proteger la soberanía nacional.


La pérdida de peso internacional tampoco es accidental. En 2002, durante la crisis de la isla de Perejil, España respondió con firmeza —militar y diplomáticamente— y contó con el respaldo de Estados Unidos. Hoy, el escenario es otro: el socio preferente de Washington en el Magreb es Marruecos. Y buena parte de esa pérdida se debe a una política frentista del PSOE hacia nuestros propios aliados tradicionales.


Zapatero marcó ese tono desde el principio. Bastó un gesto para mostrar su desprecio al pueblo estadounidense: quedarse sentado al paso de su bandera en un acto oficial. No fue una protesta puntual. Fue un mensaje. Y en diplomacia, los gestos pesan y se pagan. Pedro Sánchez ha continuado esa línea, esta vez con una hostilidad abierta hacia Israel, otro socio estratégico.

Acusaciones unilaterales, ruptura de equilibrios diplomáticos, simpatías hacia posiciones abiertamente proiraníes y antiisraelíes… mientras Marruecos estrecha relaciones con Tel Aviv, España se aísla por razones ideológicas.


Nada de esto responde a convicciones profundas. Todo responde a un patrón: mantener el poder como fin último, aunque se destruyan alianzas, se pierdan territorios de influencia, se traicione al Sáhara, se debilite al ejército y se renuncie a defender el país del que eres presidente.


El PSOE ha demostrado que está dispuesto a soportar cualquier humillación —interna o externa— y aceptar cualquier ataque a la integridad nacional, si eso garantiza su permanencia en el poder. No se trata ya de una orientación ideológica discutible. Se trata de un modelo de gobierno que confunde el Estado con su estrategia de supervivencia.


Y cuando un partido convierte su permanencia en el poder en su única patria, lo siguiente que entrega no es ya la dignidad del Estado, sino el Estado mismo.

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La política exterior del PSOE ha dejado a España expuesta, aislada y debilitada, en un momento en el que Europa despierta al rearme y Estados Unidos exige que asuma su propia defensa. Decisiones guiadas por una ambición personal de poder han comprometido nuestra soberanía y seguridad.

 
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