Termina 2012 en la
Rusia Blanca tan penosamente como comenzó 1994. O lo que es lo mismo,
desde que Alexandr Lukashenko gobierna el país centroeuropeo con mano
de hierro. Fraude tras fraude electoral, el último hace un año, entre
la impotencia de Occidente y la mano, que desde el Kremlin, mece el
gélido régimen bielorruso. Pocos recuerdan ya las masivas protestas en
las calles, violentamente reprimidas. El silencio informativo sobre
situación política en el Estado-tapón eslavo es notorio.
Se reducen a
breves noticias de Agencias, que rara vez pasan a la prensa escrita.
Bochorno y vergüenza para una UE que tiene a sus puertas la última
dictadura de Europa. Dictadura de la cual los ciudadanos de este lado
del limes lo desconocen casi todo, o todo. Un país que no forma parte,
obviamente, del Consejo de Europa. No es la primera, ni será la última
vez, que escribo sobre un país que ostenta el deshonor de ser el único
Estado europeo que aplica la pena capital. Un castigo que Lukashenko
considera necesario. Una medida que el líder bielorruso asegura
abolirá... "cuando lo haga EEUU".
Terrible. Una pena de muerte que
puede ser aplicada sobre los detenidos por el atentado terrorista de
Abril, que costó la vida a 15 personas en el Metro de Minsk. Un
atentado sobre cuya autoría se ciernen serias dudas, y cuyos presuntos
autores fueron detenidos un día después del suceso por la KGB. Si, leen
bien, la KGB. Bielorrusia es un país soviético. Toda su arquitectura
sociopolítica permanece incólume desde el derrumbe de la URSS. Se
alcanzó una independencia de la Tercera Roma que nunca se pidió. Y
decidió mantener ese estado policial que le era tan familiar, siendo
Belarús un país desconocedor de la democracia, ni siquiera en su
versión fantasmal granrusa o pequeñorusa.
Sin libertad de
prensa, con unos medios que, en comparación, el añejo NO-DO sería el
Libération. El periodismo como tal no existe. Hasta las redes sociales
cibernéticas están férreamente controladas, merced a una batería de
disposiciones al respecto. Disposiciones entre las que destaca la
temible COA (Centro de Operaciones y Análisis) cuyo solo nombre produce
escalofríos. Un centro bajo el control directo del Gobierno y cuya
titularidad ostenta un vástago de Lukashenko. Con una oposición
encarcelada, perseguida y torturada. Los arrestos son parte de la gris
y enmudecida vida cotidiana del ciudadano bielorruso. La semana
pasada Minsk impidió a los embajadores de la UE visitar a los presos
políticos. No han dado fruto las esperanzas depositadas en la
presidencia de turno polaca.
Las sanciones que pesan sobre Bielorrusia
capitaneadas por Bruselas y Washington no hacen mella en el gélido
déspota. Un sátrapa conocedor de la hasta ahora privilegiada ubicación
geográfica entre las dos Europas. Y digo hasta ahora porque el nuevo
gasoducto germano-ruso, el Nord Stream báltico, no cabe duda puede ser
un golpe monumental para Lukashenko. No es Varsovia, sino Minsk (y
Kiev) la gran perjudicada en la nueva correlación geoestratégica
europea. Su condición de país de paso de las fuentes energéticas rusas
hacia Occidente proporcionaba al régimen de la Rusia Blanca una pingüe
fuente de ingresos. Condición que a su vez se traducía en la casi
inexpugnabilidad de su tinglado político, conocedor como es Lukashenko
de los intereses moscovitas.
La nueva condición de
vulnerabilidad se ve acrecentada por los inesperados acontecimientos de
las últimas semanas en su Este, donde soplan vientos sino de cambio, si
de esperanzas que se creían perdidas. El entendimiento político y
energético al que se ven abocados lo dos ejes europeos, pueden poner en
solfa al sovjos bielorruso. Las turbulencias no terminan aquí, pues
tras años de crecimiento económico basado en su relación privilegiada
con Moscú se frenó en seco. El deterioro es notable, pese a los
esfuerzos del dictador por ofrecerse al poderoso vecino del Este como
gran base militar a su servicio, o retomar el abandonado acuerdo de
reunificación con la Gran Rusia. Y por si no fuera suficiente, las
relaciones comerciales de Minsk con otros socios, como no, Pekín y
Caracas se han resentido. Los recientes escándalos, muy a pesar de la
mordaza informativa, con Caracas, con mafia incluida, no ayudan al
tirano.
Pero de momento, con 2012 en ciernes, el fortín del viejo
comunista ruso blanco sigue ahí. Nuestro deber y obligación ética y
ciudadana es seguir denunciándolo. Seguir informando de lo que pasa en
las narices tapadas de nuestra pequeña (y empequeñecida) Europa
Occidental. Y esperar, esperar que el cúmulo de asuntos someramente
esbozados consigan hacer temblar el régimen al que se ve sojuzgado la
ciudadanía bielorrusa. Asuntos entre los que sobresale,
ineludiblemente, el devenir de los acontecimientos en Rusia. Así pues
ójala que el boicot al Campeonato Mundial de Hockey sobre hielo a
celebrar en Bielorrusia en 2014, no sea necesario. Y que los graderíos
del pantanoso y boscoso país eslavo estén repletas de ciudadanos libres
de una jovencísima democracia. Feliz Año Nuevo. Menos para los
condenados a muerte.
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