WASHINGTON -- Mi columna reciente acerca de Michelle Obama, que escribí para dar respuesta a las réplicas negativas de la nueva obra de la periodista Jodi Kantor "Los Obama", ha sido al parecer malinterpretada por algunos. Yo no tenía intención de sentenciar a Kantor, que, en realidad, escribió un relato mayoritariamente halagüeño de la pareja presidencial. Tampoco tuve intención de arrojar dudas sobre su crónica. Kantor es una corresponsal escrupulosa, y ha brindado un vistazo provocador y exhaustivo tras los visillos del 1600 de la Avenida de Pennsylvania. La finalidad de la crónica periodística, después de todo, es relatar lo que has aprendido. Pero por supuesto son los detalles negativos los que reciben la mayor parte de la atención, y los que obligaron a la señora Obama a salir públicamente en su propia defensa, invitándome a acudir en su ayuda. No es lo que Kantor escribe lo que me preocupa tanto como las reacciones que provoca entre un segmento concreto de la población. Son los críticos fanáticos de Obama, a diferencia de los críticos legítimos, y en especial los que desprecian a la primera dama y expresan estas opiniones en términos a menudo racistas y desde luego sexistas. He leído cientos de comentarios así en páginas y en blogs y no los voy a repetir aquí. Cualquiera que tenga ojos en la cara sabe de lo que estoy hablando. Por eso, escribí: "El reciente debate en torno al temple y el talante de la señora Obama, gracias a la nueva obra de la corresponsal del New York Times Jodi Kantor 'Los Obama', es irritante. Una vez más, la primera dama es tachada de estar de una forma que ninguna mujer puede estar nunca -- enfurecida". La obra de Kantor proporciona munición, pero mi propio acento lo puse en "el debate reciente", que en aquel momento era generalizado y se centraba en la faceta indignada de la personalidad de la señora Obama que se percibía. Kantor nunca habló de la primera dama como alguien histérico, aunque menciona estallidos puntuales de infelicidad y/ o rabia, no siendo ninguna de las dos cosas exclusiva de la primera dama. Por lo demás, el retrato que hace Kantor es el de una mujer fuerte de mentalidad estratégica y ferozmente independiente que llegó a la Casa Blanca decidida a triunfar. ¿Que tropezó unas cuantas veces? Desde luego, pero nada que invite a las indirectas que se lanzan. En parte, la señora Obama ayudó a impulsar la narrativa de la indignación a través de sus propios reparos durante una reciente entrevista con la periodista de la CBS Gayle King. Dijo que sus críticos vienen tratando de presentarla como "una negra histérica" desde que su marido se postuló a la presidencia. No discrepo. Por desgracia, mi defensa apasionada de la primera dama, que desde luego sufre un exceso de escrutinio muy superior al de cualquiera en virtud de su carácter presidencial, ha ayudado a movilizar nuevas legiones de estadounidenses descontentos. La pobre Kantor se ha visto asediada por el correo indignado de los defensores de Obama y lo que es peor, por los cumplidos de los que no pueden ver a Obama. Yo he recibido bastante correo por mi cuenta, aunque en su mayoría de lectores receptivos y no sólo de mujeres. Parte de los que escriben para poner reparos a mi perspectiva sólo ayudaron a cimentar mi opinión. No debería de sorprender que a la Casa Blanca no le haya gustado el libro de Kantor. Y aunque la señora Obama diga que no lo ha leído y que no lo va a leer, desde luego ha sido informada de los capítulos que no son especialmente halagüeños. Todos podemos imaginar lo doloroso que es sentirse manipulada o ver conclusiones sacadas de lo que viene a ser un fragmento de un trozo de un retal del momento puntual de la vida de uno. O, como en este caso, que la familia y el matrimonio de una sean examinados con lupa mientras se está tratando de desarrollar la actividad más difícil del planeta. Cualquiera de quien se haya escrito conocerá este insulto particular. Y, en serio, todo hijo de vecino debería pasar tales inspecciones, los periodistas sobre todo. Kantor está atravesando la suya. Pero de nuevo, uno no se mete en política y espera ser recibido con flores y bailarines por la calle. ¿No aprendimos eso en alguna parte hace poco? También es justo preguntar que, en serio, ¿quién puede juzgar o interpretar las opiniones o experiencias de otro basándose en recolecciones de terceros o, quizá, un becario contrariado? ¿Un exiliado político? ¿El ama de llaves, el bibliotecario, el que lleva gafas y usa sombrero? Pocas ideas resultan más desagradables que la de tener a un periodista observando e interpretando tu vida personal. Para bien o para mal, los presidentes y sus mujeres habrán de sufrir estas intrusiones e indignidades potenciales. Así es el mundo en el que vivimos. Esto es un bochorno nacional, últimamente. Cuando Fred Hiatt, el responsable editorial del Washington Post, preguntó hace poco en una columna la razón de que el elenco Republicano de candidatos sea tan endeble, mi pensamiento inmediato fue que no es tan endeble, acompañado por: ¿Por qué se va a someter alguien a esta tortura voluntariamente? A la hora de hacer cuentas, esta pregunta puede resultar ser la moraleja de nuestra historia. La nación de los mejores podría no sobrevivir porque nuestros líderes más fuertes no se molestarán en postularse.
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