WASHINGTON -- La ovación encendida al candidato conservador Newt Gingrich la noche del jueves, cuando atacó al moderador de la CNN John King por preguntar por las acusaciones de que quiso "un matrimonio abierto" con su segunda esposa, no nos dicen gran cosa de Carolina del Sur pero muchísimo de la naturaleza humana. La pregunta, por la que King ha sido criticado con saña, era tan imprescindible como inevitable. Olvídese del dicho del elefante en la cristalería; era la cerilla del polvorín. Marianne Gingrich, con quien Gingrich estaba casado cuando comenzó una aventura con su actual esposa, Callista, viene apareciendo en los informativos todo el tiempo en forma de extracto de una entrevista exclusiva que verá la luz en breve con ABC News, cebo emitido docenas de veces. Para el momento del debate, las palabras "matrimonio abierto", fórmula rancia salida de la estupidez de los años 70 cuando Gingrich era un profesor universitario de gafas de vaso y patillas recortadas, estaban en la punta de las lenguas de un millón de agitadores. Igual que King no tenía más opción que hacer la pregunta, Gingrich respondió de la única forma que podía responder -- atacando al que la formulaba. Matar al mensajero es un método distinguido de control de imagen entre la realeza y sus imitadores. El reproche biliar de Gingrich constituyó la defenestración retórica. La audacia de King era "despreciable", entonaba, y el público rugía encantado. De pronto, el cuestionable pasado de Gingrich es olvidado y cualquier indignación que su trayectoria pueda haber suscitado se dirige contra Los Medios Convencionales -- ese objetivo monolítico del desprecio colectivo. Gingrich no sólo desviaba la atención de su problema inmediato, sino que logró hacerse con los corazones de la opinión pública. Puede no haber puesto de su parte al planeta entero, como describía el objetivo de sus ambiciones en 1985, pero logró garantizar su empuje arrollador en el seno del estado que de forma constante ha elegido al candidato presidencial Republicano. La gente que conoce a Gingrich, y desde luego esos enemigos suyos que han convencido a Marianne Gingrich de que debía salir a la palestra por el bien del país, tienen que estar preguntándose cómo han podido salir tan mal las cosas. ¿Cómo iban a calcular que la mayor desventaja de Gingrich podía convertirse en su punto más fuerte? No subestimaron, como se podría suponer a primera vista, el desprecio de la opinión pública hacia los medios convencionales. Muy probablemente ellos lo compartan. Lo que olvidaron fueron las lecciones trabajadas por el fiscal del caso Clinton Kenneth Starr y la fuerza de la proyección. En pocas palabras: cuanto más se ceba uno con una persona a cuenta de unos fallos humanos con los que todos nos podemos identificar, más probable es que generes simpatía, sobre todo si ese individuo ha sido directo en su confesión y su penitencia por sus transgresiones, como ha sido Gingrich. En esta ocasión se anticipaba al truco, no quedando nada que contar ni que sacar a la luz pública por la agraviada esposa. De ahí que su entrevista y que la pregunta de King no hayan calado como revelaciones, sino como triunfo político ayudado y fundamentado por una prensa lasciva. Hasta Bill Clinton, que en su momento fue menos directo y por tanto, inicialmente al menos, generó menos simpatía, acabó siendo considerado víctima tras meses de investigaciones abiertas y de emisiones en directo de los detalles sórdidos de los que sólo pueden disfrutar los voyeurs. El fiscal Starr, como el periodista King, simplemente estaba haciendo su trabajo, pero pasó a ser una persona menos agradable que Clinton para la gente corriente que estaba viendo la televisión en sus cocinas. Con independencia de lo noblemente que los Republicanos puedan haber cumplido su misión, los estadounidenses de a pie -- los varones en particular -- veían una persecución. Una amiga católica plasma la opinión generalizada en términos que Gingrich desde luego apreciará. Cuando ve a alguien sucumbir a la tentación o ceder a alguna otra debilidad humana, ella dice: "Tengo semillas de eso plantadas en mi jardín". Equivocarse es humano; perdonar es divino. Nos gusta esa forma de pensar porque todos necesitamos del perdón ajeno. Cuando Gingrich se volvió a su audiencia y dijo que todos conocemos el dolor -- todos conocemos a gente que ha sufrido -- se transformó instantáneamente de pecador en salvador, en el redentor en jefe. Correctamente contaba con la empatía del prójimo, si bien no necesariamente de las próximas, y sacó tajada. Pero un instante es solamente eso, y la proyección de la clase experimentada por la audiencia de Charleston puede estar cargada de peligros. La identificación excesiva con alguien enturbia el juicio y, aunque todos seamos pecadores, no todos nos presentamos a presidente de los Estados Unidos. Los pecados carnales de Gingrich son en última instancia menos importantes que el narcisismo y la grandiosidad que imponen sus acciones. Los electores harán bien en pensar menos en lo que ellos harían de estar en su situación y más en lo que hará Gingrich si llega a la meta. A medida que la realidad de la asombrosa estima en la que se tiene él va calando y nos imaginamos a dónde puede conducir su inquebrantable seguridad, se vuelve menos fácil identificarse con las semillas plantadas en su jardín. Cuando la proyección se desvanece, la empatía no tiene sitio para aterrizar.
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