Cuando Cecilia Giménez comenzó a restaurar el Ecce Homo en su parroquia habitual, no pensó que llegaría ser una figura pública. Protagonista de titulares, se ha ganado una legión de fans y hasta tiene entrada en la wikipedia. El encanto de su obra, reside en lo involuntario del acto, empapado de ingenuidad e inocencia. Esa mezcla de Chewbacca pintado por Francis Bacon y el grito de Munch, se percibe como una reinterpretación de la pintura de Elías Martínez. Cecilia transmutó la mirada celestial del Cristo original a otra demencial y acusadora. Su boca, antes cerrada, parece que emite un grito borroso, algo que imagino ensordecedor y nada agradable de oír.
Una de las ideas más peligrosas instaladas en nuestro cerebro como realidad irrefutable es que “está todo inventado”, cuando precisamente está todo por inventar, si acaso no estamos cómodos en este mundo y queremos convertirlo en habitable. La creación simia de esta ya célebre octogenaria, tan involuntaria como transgresora, evoca la necesidad de la reinvención de una realidad demasiado incrustada y que no beneficia a los habitantes de este planeta.
La señora engulló la obra, la regurgitó y creó algo inédito. Pasa de una obra racional, con Cristo hecho hombre, a un delirio angustioso, una pesadilla mística de un Cristo que está harto de ser Cristo. Cada uno de nosotros debe atreverse a imaginar un nuevo mundo para poder crearlo. Basta de hablar de generaciones perdidas y futuros negros. Se convierten en verdad porque nos lo creemos de tantas veces que lo repiten. Y como insiste Cecilia hasta la saciedad: ¡que le dejen terminarlo!