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Javier Montilla
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Javier Montilla
Estamos entre una lucha global entre demócratas y teócratas, tal y como afirmó Salham Rushdie
Andaba yo hace unos días en una mesa de debate cuyo eje central trataba sobre la libertad cotejada con la tradición y la doctrina musulmana. El debate vino como consecuencia de los últimos embates que, amparándose en Alá, el fundamentalismo islámico ha perpetrado contra uno de los principios esenciales de Occidente: la libertad de expresión.
Si algo ha puesto de manifiesto esa especie de talk show, también llamado debate, es que el mito de la inteligencia de Pérez Rubalcaba no es tal
No sólo por el error tan extraordinario de asumir el papel de perdedor y jefe de la oposición y tratar a Rajoy de presidente, sino también por su obsesión de culpar, desautorizar, chulear e interrumpir continuamente y sin ningún argumento a un Rajoy que salió a empatar. A Rubalcaba le salió lo único que tiene y que pocos querían creer. Me refiero a ese espíritu revolucionario venido a menos, la mentira y el agit-prop. Es decir, Rubalcaba.
Eran las diez menos diez de la mañana de un fatídico día de verano de 2001 en Leiza, un pequeño pueblo navarro donde la mafia terrorista, la de escaño y la de pistola, había gobernado a base de aterrorizar con el chantaje y la muerte. No era otro día más. Ese día era diferente. El día que marcaría la vida de Adoración Zubeldia para siempre, el umbral de noches y sueños que vagarían eternos por el nudo del dolor, la angustia y la agonía. Ese día, enmarcado como tantos otros con cifras fuliginosas para el recuerdo, los asesinos de ETA acabaron con la vida de su marido, el fotógrafo y concejal de Unión del Pueblo Navarro, José Javier Múgica Astibia.
Poco le importa al establishment político y mediático los múltiples enigmas que subyacen con la furgoneta Kangoo o el piso de Leganés
No exagero si digo que uno de los fenómenos más asombrosos e irritantes de cualquier sociedad que se precie, es esa capacidad inherente para escurrir el bulto, como dirían los castizos, absorberlo todo y practicar un silencio informativo con objeto de soslayar que el pueblo caiga en la tentación de ese carísimo vicio de conocer la verdad, máxime en costes morales e intelectuales. Pero en este país, además, resulta de vital importancia matar al mensajero. O séase, callar a aquellos que tengan la osadía de pensar que todo aquello que nos han contado sobre los atentados del 11-M no encaja por ningún lado.
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