Si hay algo que se ha puesto de manifiesto tras los comicios del domingo es el olor a cadáver que destila el Partido Socialista sin que nadie parezca querer practicar la autopsia de lo sucedido y sin enterarse de que es por él por quién doblan las campanas. Viendo cómo salió por la noche Rubalcaba en la sede de Ferraz, con el rostro de la muerte en su cara, y una más que evidente soledad, resulta elocuente que nadie se haya dignado todavía en velar el cadáver y preparar la mortaja, como primer paso para superar tal terrible pérdida.
Andaba yo hace unos días en una mesa de debate cuyo eje central trataba sobre la libertad cotejada con la tradición y la doctrina musulmana. El debate vino como consecuencia de los últimos embates que, amparándose en Alá, el fundamentalismo islámico ha perpetrado contra uno de los principios esenciales de Occidente: la libertad de expresión.
No sólo por el error tan extraordinario de asumir el papel de perdedor y jefe de la oposición y tratar a Rajoy de presidente, sino también por su obsesión de culpar, desautorizar, chulear e interrumpir continuamente y sin ningún argumento a un Rajoy que salió a empatar. A Rubalcaba le salió lo único que tiene y que pocos querían creer. Me refiero a ese espíritu revolucionario venido a menos, la mentira y el agit-prop. Es decir, Rubalcaba.
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