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Transida en el Calvario de aflicción, mostraste al mundo una gran proeza: aceptar el dolor y no ser jueza al convertirla pena en oración.
Ahora tu venerable morada es tu hogar, desde ahí sonríes y disfrutas de tu alma y espíritu se deleita como una recién cortada florecilla del jardín...
Una joven dama argentina casada se halla con un mexicano licenciado en abogacía. Tienen un hijito y una mansión en ciudad de México. Ella era cancionista de tangos hasta que se produjo su enlace, sin lo que se dice amor-amor, para acceder así, legalmente (por la puerta grande, principal), a la suprema misión a la que una mujer muy mujer está destinada: dar a luz y consagrarse al retoño.
Mi madre fue una mujer sabia. Natividad Rojas de la Rosa (13 de julio de 1936 – 4 de diciembre de 2001) –así se llamó mi madre–, siempre prodigaba amor y abnegación en todos sus actos. Ahora sé que aprendió muchas cosas de su abuela, de la sabiduría popular que se transmite de boca a oído, de confiar en el sentido común y la profunda intuición que caracteriza a quienes abrevan de las raíces chamánicas de nuestro pueblo.
Virgen Bienaventurada, Reina de la humanidad, culmen de fe y caridad y de Cristo madre amada. Tú que estás en tu Morada junto a Dios, en cuerpo y alma, inunda mi ser de calma y pon sobre mí tu mano, para que sea un buen cristiano y pueda alcanzar tu Palma.
Es verdad. No creo, sinceramente, que haya un cariño en el mundo más limpio, más sincero y más desprendido que el que siente una madre por sus hijos. Y no se enfaden mis amables lectores hombres. Yo también lo soy y en el fondo de mis sentimientos me resisto a aceptar que mi mujer quiera a mis hijos más que yo. O tal vez no se trate de eso, de querer más o menos. A lo mejor se trata de querer de una forma diferente, aunque con la misma intensidad.
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