«Cuando las mato sé que me pertenecen, es la única manera de poseerlas. Las amo y las deseo» (Edmund Kemper, el asesino de colegialas). «Un día, después de perseguirlo durante un mes, el corzo se puso a tiro, disparé y cayó. Era un animal pequeño, alegre, vivo, tan bonito que incluso tenía pestañas. Al acercarme vi que estaba llorando, pude ver sus lágrimas. Parecía que me decía: “¿Quién eres tú para quitarme la vida? ¿Qué te he hecho yo?” Durísimo, ¿eh? Pero te cargas de razones y para que no sufra, lo rematas» (Juan Antonio Sarasketa, presidente de la Asociación para la defensa del cazador y pescador y de la Oficina Nacional de la Caza).
«Te cargas de razones y lo rematas», dice Sarasketa el escopetero, hablando de soltarle el tiro de gracia no a un animal malherido, dolorido hasta el terror y aterrorizado hasta lo doliente a causa de un accidente, sino por el primer cartucho que el piadoso cazador le había metido dentro antes, cuando le vio «pequeño, alegre y vivo». Cuando todavía no se estaba desangrando.
Edmund Kemper, que desde muy joven torturó y asesinó animales, también tenía sus propias razones para matar a sus abuelos, a su madre, a una amiga de su madre y a varias estudiantes. En una ocasión le cortó la cabeza a una de 15 años y la enterró en su jardín. Tal vez, mientras la sostuvo en su mano para arrojarla al agujero, tuvo tiempo de ver rastros de llanto en sus mejillas, y quién sabe si también admiró sus pestañas.
Dice Sarasketa en la misma entrevista que debe enfrentarse a un terrible antagonismo: «Querer matar lo que más desea». Un hombre que el año pasado asesinó a su mujer y al hijo de ésta en Alcobendas, había colgado previamente en sus redes sociales fotos con ella y con el niño acompañadas de declaraciones de amor. Matar lo que más se desea…
No creo necesario poseer una licenciatura en psiquiatría para descubrir algunos paralelismos entre ambos casos y trasladables desde estos dos nombres propios a muchos más que, aduciendo razones de amor o pertenencia, e incluso de obligación insoslayable, van dejando tras de sí cadáveres de animales o de humanos. A veces unos detrás de los otros. A veces entremezclados.
Supongo que es inviable evitar que haya personas con instintos homicidas y carentes de toda empatía real, pero lo que está al alcance de lo posible es que en uno de los casos es frenar que el crimen siga siendo legal, y también comprender que, como ocurrió con Kemper y con tantos y tantos más, matar a seres de nuestra especie viene a menudo precedido del asesinato de los de otras. No hacer caso a esos avisos es como si un piloto desprecia la advertencia de «¡Terrain, pull up!»: habrá sobre la tierra muertos que podrían haberse impedido. Y no es necesario que yazgan abuelos, madres o colegialas para arrepentirse de lo no hecho: pegarle un tiro a un animal es algo canalla y su sufrimiento es tan real como el de mujeres, hombres y niños. Dice Sarasketa que «Lo que más le gustaría a un cazador es devolverle la vida a un animal tras habérsela arrebatado». Hay que ser miserable y cínico, pero ambas son condiciones que deben cumplirse para ser cazador, igual que para ser torero, y él las lleva tan enquistadas como la violencia en su afición, la muerte en su mirada al otro lado del visor o la sangre de inocentes en sus manos.
Caza y tauromaquia tienen mucho en común, sí, y a estas alturas de su impunidad histórica y del despertar de la sociedad a sus perversiones les va uniendo cada vez más la complicidad del miedo, por eso en unos y otros aumentan las mentiras hacia los ciudadanos y las amenazas para los animalistas, señal inequívoca de los tendidos se van vaciando de culos y el número de permisos de caza de dígitos. Lo desolador es que los gobernantes, al menos una mayoría todavía, den continuidad con su apoyo declarado o con su mirar hacia otro lado a una sola muerte más, no por accidente, no por defensa propia, y sí por placer de unos cuantos y negocio para unos pocos.
Afirman los toreros que el toro disfruta en la plaza. Aseguran los cazadores que les encantaría devolver la vida a sus piezas. Y todos juran amar a sus víctimas. Si mañana nos cuenta Sarasketa que los corzos se le ponen delante del cañón de su rifle y le piden: «Dispara, Juan Antonio, que me gusta sentir el plomo atravesando mi cuerpo», y Juan José Padilla nos asegura que viendo al toro agonizando lo que querría, en vez de cortarle la oreja, sería besar su testuz y regresarlo a la vida, nadie habrá de extrañarse.
No causaba asombro en Edmundo Kemper que declarase que para besar a una maestra por la que se sentía atraído tendría que matarla previamente.
Una vez más la diferencia sólo está, de momento, en la ley, pero no la hay en el sufrimiento, ni en los cadáveres que se pudrirán, ni en que alguien mató por el simple deseo de matar. Una razón para ella o él perfectamente válida.
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