La mañana parecía haber vestido al cielo de Jueves Santo. Al menos a la parte de cielo que se dejaba ver sobre los tejados pardos. El morado que teñía las nubes recordaba a esos mantos de Nazareno que recorren las calles en solemne silencio procesional. Además, esos crespones que en forma de hilachas iban extendiéndose, sumados a los relámpagos y truenos cada vez más frecuentes, anunciaban, como si de un mojiganga medieval se tratara, que una feroz tormenta otoñal comenzaría de un momento a otro a descargar su fuerza acumulada.
Estuve largo rato observando el hermoso espectáculo de la naturaleza desde la terraza de un pequeño bar, a descubierto, sin más protección que la bóveda gris del cielo. El viento venía cargado del olor a tierra satisfecha, del aroma del musgo volviendo a su hogar en las fachadas, del marcial sonido del ejército del otoño aproximándose para quedarse. Pedí y saboreé otro café ante la mirada extrañada del camarero que se afanaba en recoger las mesas y ponerlas a cubierto. Disfruté del hermoso recital poético que lo envolvía todo.
La gente recorría apresuradamente la plaza, a pesar de ser domingo parecían estar muy ocupados. En realidad temían a la incontenible lluvia que inminentemente iba a empaparlo todo. Temían a la lluvia y huían de ella. Huían de la lluvia al igual que huyen de la vida; de la Vida auténtica.
Prefieren vivir una vida escenificada en un tragicómico escenario, como prefieren ver la lluvia en una pantalla en lugar de sentir su fresca caricia resbalando por su piel.
Yo permanecí inmóvil, la tormenta descargó hasta recargarme de Vida y convertir mi ropa en un amasijo de tejido pegado a mi piel. Volví a casa repleto de vitalidad y poesía.
|