Qué razón tenía Goethe cuando afirmaba que todo aquel que aspira al poder ha vendido su alma al diablo, porque hay que ser un tanto sicópata o necio para causar tanto sufrimiento y seguir con la vida de uno como si nada, disfrutando de la remuneración obtenida pese a los morrocotudos yerros. En nuestro país, además, se entiende harto distorsionadamente la figura del funcionario, sea cual sea el rango de este. Los que acceden por oposición, a dedazo o electoralmente a dicho cargo se olvidan de que lo que en puridad son es “servidores públicos”, quedando, por ende, “al servicio de la ciudadanía” que engrosa el Estado. Pero en la pervertida realidad que habitamos lo que prima es la obtención de cuanto mayor “cash” (menuda horterada de vocablo) para gastarlo en superfluidad sin sentido de la mesura. Esto queda evidenciado cuando advertimos que todo dios anda con el portable (e insoportable) adminículo viendo o jugando a soplapolleces y siendo carne de cañón de crisis de ansiedad, de neurosis de todo tipo, de adicciones variopintas… conductas inducidas que han devenido en una sociedad fofa, insustancial reflejada en los Tonis Cantós de turno, no en vano el día a día está lleno de tránsfugas, muchos de los cuales se ven abocados sin remisión a serlo porque han sido precipitados a una huida hacia adelante y hay que asirse a toda costa a cualquier flanco en el que asome agarradera.
Así las cosas, el que alcanza el funcionarial cargo, es llegar y… ¡hala!, a vivir a costa de lo que sea y al usuario del servicio en cuestión le pueden ir dando.
Todo radica en un mal entendimiento de la aludida función pública.
Nuestro patrio parlamento es en la actualidad un vivero de “vivos”, donde aquetípicos botarates, queriendo fingirse dignos, se nos ofrecen palmariamente en su acendrada nesciencia. Por ejemplo, tener el privilegio de contar con eminentes padres… y “padras” (valga el equiparacionista guiño lingüístico) de la Patria” como doña Celia Villalobos, y demás personajes de tal laya nos hace ver que el horizonte no habría de situarse en muy otra dirección, porque todo, de esta manera, es inmejorable. La veterana “gamer” y parlamentaria está a la última y, haciendo un uso sin parangón de las nuevas tecnologías, exhibe su destreza en el ejercicio de la iniciativa personal “ludificando” su día a día, embriagada de píxeles, ¿quién mejor para presidir el meollo de las pensiones que una persona tan seria y eficaz, que dirige, si se hace necesario, incluso el colapsado tráfico de coches oficiales que emana del Congreso a la hora del vermú? Y eso por no hablar de su faceta de consejera gastronómica… ¡Un primor, oyes!
José Luis Cuerda, en una línea muy característica en el humorismo literario-cinematográfico español, ha sabido reflejar en muchas de sus películas a través de grandes actores esos caracteres acusados tan idiosincrásicos de nuestra piel de toro, entre los cuales tendría cabida sin duda nuestra eximia diputada. Seguro que con el concurso de esta, Boyero habría hecho una crítica más aceradamente benévola del último filme del director de “Amanece que no es poco”, pero Boyero se ha hecho más impermeable a la fácil emoción. Su siempre grato barroquismo periodístico se ha hecho más parnasiano y menos quinqui y pendenciero; más sutilmente letal, en definitiva.
Al fin, todos, o casi todos, somos de la cuerda de Cuerda, ya que, Boyero aparte, quien no es cuerdista, en el sentido de afecto a sus fílmicas creaciones, lo es por ser susceptible de ser incluido en uno de sus más surreales guiones, como es el caso de la ubérrima visualizadora de tiendas “on line”; la peli, en realidad es el “reallity” protagonizado por doña Celia, para la que solicito encarecidamente un careo (fíjate que manera de aliterar) con don Evaristo Páramos, goliardo que sabría adoptar en dicho intercambio conversacional el registro y el léxico adecuados a tan inefable y sutil dama. Y tras la charla, que habría de ser televisada, para solaz del pueblo llano, leería con fruición el artículo de Boyero que glosara dicho verbal intercambio, qué duda cabe.
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