Desde la hacinada habitación de la fiesta sin fin de El ángel exterminador (Luis Buñuel), en la que fermentaban los bajos instintos de una burguesía ensimismada en sus relatos de clase; pasando por el extraño y delirante espacio cúbico de reverberaciones metafísicas en el que Vincenzo Natali encerraba a sus personajes en su opera prima Cube; siguiendo con el gran decorado de la América de la publicidad, el plexiglás y la sonrisa perpetua que llevaban al pobre Truman (El show de Truman) a remar hasta los confines de su mundo para descubrir su naturaleza de cartón-piedra, desvelando los mimbres ocultos de una perversa sociedad del espectáculo; hasta ese bosque sin salida, que se convertía en un desierto del que tampoco se saldría, que Gus Van Sant proponía como lienzo para disquisiciones sobre la identidad, el yo y el otro en aquel cruce entre cine sensorial y propuesta conceptual que supuso Gerry.
En Vivarium es un barrio residencial al completo, y la casa nº 9, el escenario al que llegan Jesse Eisenberg e Imogen Poots, guiados por un extraño vendedor de pisos, el que se convierte para ambos en una ratonera sin salida. El perfecto hogar americano, en donde no existe el tiempo y, en cierta manera, tampoco el espacio (o es circular, imposible, lábil, lisérgico), se revela pronto como decorado siniestro donde la pareja se ve obligada a formar parte de un simulacro de la felicidad a base de comida, cielos, hijos y céspedes postizos. Un fake que desde el inicio de la película acuña sus metáforas sobre la alienación de las clases medias, el bienestar material como catalizador del malestar emocional y la perfección como desquiciado síndrome de los relatos colectivos e individuales del éxito, que modelan además las arquitecturas urbanas. Hay espacio también para el comentario sobre la estructura familiar como teatrillo público e infierno privado. Metáforas o apuntes que son el lugar de partida, pero no la materia de investigación de la película, que prefiere decantarse por un trasfondo de ciencia ficción que deja la crítica social en sus planteamientos iniciales. El acierto de Finnegan es proponer un relato reducido a los elementos mínimos, de gran depuración formal, en donde da prioridad a las sutiles e inspiradas interpretaciones de sus actores. Aprovecha la repetición física (las casas iguales, las calles idénticas), y la aplica también a la narrativa (las acciones que suceden una y otra vez), para explicar los pequeños cambios que van transformando a los personajes y su experiencia en pesadilla.
Plagada de referencias visuales estimulantes, que van de Escher a Magritte a Hopper, Vivarium es un trabajo con una apuesta visual (destacando la composición y el uso del color) en espléndido equilibrio entre serenidad y horror. Una pieza inspiradora, perturbadora, de ritmo calmo pero firme, que hiela sin perder el calor que irradian sus personajes, segura de sí misma en realización y estilo, oscuramente divertida y un poco marciana. Una película para disfrutar y experimentar el poder del cine fantástico para diseccionar nuestra realidad. Como quien la observa en un terrarium... en un vivarium en el que los curiosos especímenes del género humano son estudiados con la distancia de análisis necesaria para que nuestras íntimas verdades cotidianas desvelen sus falacias colectivas.
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