Carlos Fabra acaba de pasar a la historia de Castellón. Se ha resistido, pero no le ha quedado más remedio. Después de haber sido condenado a cuatro años de prisión por defraudar a la Hacienda pública 693.000 euros entre 1999 y 2003, su estrella se ha apagado definitivamente. El expresidente ya no tiene quien le adule. Sus compañeros de partido han renegado de su figura, especialmente Javier Moliner, su delfín. Y los empresarios afines también. Los primeros repiten una y otra vez que “este señor ya no tiene ningún cargo público, ni milita en el PP” y los segundos se han apresurado a enseñarle la puerta de salida de la Cámara de Comercio de Castellón, donde continuaba aferrado al cargo de secretario general, a pesar de sus 68 años.
Fabra se afilió a UCD en 1977, para militar posteriormente en Alianza Popular, partido en el que tuvo que librar no pocas batallas en la década de los 80, inicialmente sin éxito, hasta conseguir hacerse con las riendas de la formación conservadora en la provincia de Castellón en 1990, cuando ésta ya se había refundado como Partido Popular. Un año más tarde, en las municipales de 1991, el PP consiguió arrebatar a los socialistas la alcaldía de Castellón, aunque el político de las gafas oscuras hubo de conformarse con la segunda posición de la lista municipal. En su partido llegaron a la conclusión de que en ese momento el perfil de Carlos Fabra no era el adecuado para ser cabeza de cartel. Por ello buscaron un mirlo blanco, y lo encontraron: José Luis Gimeno, un atípico arquitecto, contador de historias rocambolescas, que encadenó cuatro mayorías absolutas consecutivas, a pesar de ser un horrible comunicador. Su voz era tan endeble, que en las entrevistas en radio y televisión había que poner el volumen a tope para intentar intuir lo que estaba diciendo.
En 1991 el PP ganó la ciudad de Castellón con el mirlo blanco y Fabra pasó a ser el primer teniente de alcalde y concejal de Hacienda y Seguridad Ciudadana. En calidad de jefe político de la Policía Local, fue bautizado popularmente como ‘el sheriff del condado’. Cuatro años después, en 1995, fue investido presidente de la Diputación, cargo que ocupó hasta junio de 2011. Aunque convirtió una anodina institución como la Diputación en el principal centro de poder de la provincia, quienes lo conocen aseguran que se retiró de la vida política con la frustración de no haber podido ser alcalde de Castellón. Por aquello del perfil y el mirlo blanco.
Carlos Fabra ha sido un presidente dual: querido (o tal vez peloteado) y temido, solidario y déspota. Triunfador y fracasado. Con él como presidente el PP ganó todas las elecciones celebradas en la provincia de Castellón entre 1991 y 2011. Pero como presidente de la Diputación, su gestión resultó nefasta. Se pasó años y años vendiendo a la sociedad sus dos grandes proyectos, sus dos grandes fracasos. Uno era Mundo Ilusión, un parque temático dedicado al circo y la magia, que jamás llegó a construirse. El segundo es el tristemente célebre, aeropuerto sin aviones. Es lo que figura en el currículum del séptimo integrante de la saga de los Fabra que ha tenido el honor de presidir la Diputación desde 1818. El primero fue Victorino Fabra, ‘el agüelo Pantorrilles’, tío-tatarabuelo del prócer ahora caído en desgracia. El último, Carlos Fabra, un hombre de apariencia decimonónica, capaz de gobernar en la primera década del siglo XXI.
En 2011 se hizo a un lado para ceder la vara de mando de la Diputación a un joven Javier Moliner, que en 2012 también heredaría la presidencia provincial del Partido Popular. Mientras, Carlos Fabra, atrapado por el ‘cóctel enfermedad, edad y problemas judiciales’, acabó resignado a su suerte. Y parapetado en su último refugio: la Cámara de Comercio, donde hasta el 31 de diciembre cumplirá las funciones de secretario general.
El 1 de enero de 2014 pasará a ser lo que nunca ha sido: un ciudadano de a pie. Y echará de menos aquellos tiempos, no tan lejanos, en los que periodistas, empresarios y militantes bailaban al ritmo marcado por Fabra VII. Si otrora Rajoy lo tildaba de ciudadano ejemplar y los militantes de Castellón eran capaces de partirse la cara por defenderlo, una vez procesado y condenado, parece abocado al ostracismo. Al olvido. Un castigo demasiado severo para quien fue amo y señor y para quien hizo y deshizo a su antojo. Para quien sedujo a propios y extraños, hasta a su propia asesora de prensa, varias décadas más joven que él.
Carlos Fabra, un ser decepcionado que, según señala, en las próximas elecciones podría optar por no votar al Partido Popular. Y es que hay quien asegura que antes que del Partido Popular, Fabra siempre fue del Partido Carlista (del partido carlosfabrista). Y genio y figura.
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