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La envidia, semilla de la cizaña

La novela de Carlos Sanclemente recopila la historia de varias familias entrelazadas por una convivencia que se va desbordando por las tensiones sociales y políticas de un pequeño pueblo
Vicente Manjón Guinea
martes, 26 de noviembre de 2024, 08:59 h (CET)

«¡Vieja bochinchera!, ¡todo es culpa tuya!», gritará uno de los protagonistas de la novela de Carlos Sanclemente, justo antes del cruento desenlace.  La mirada aviesa, el gesto torcido, las palabras malquistadas y sobre todo la envidia será el lodo que emponzoña el discurrir de este excelente libro del escritor colombiano, nacido en Popayán.


La envidia es uno de los siete pecados capitales que aparecen en el listado del Papa San Gregorio Magno. Y es, quizá, el peor de todos porque le termina devorando a uno mismo.  Un sentimiento mortificante que lleva a querer poseer lo de los demás, con el impulso de quitárselo o incluso dañar a la persona si no es posible arrebatárselo.


Es, metafóricamente hablando, como esa planta, la cizaña, de la familia de las gramíneas, cuyas cañas crecen hasta más de un metro de alto, flores en espiga y aristas agudas. Que se cría espontáneamente en los sembrados y cuya harina, la de su semilla, es venenosa. No podía ser menos.


De hecho, podemos encontrar en el Nuevo Testamento la parábola del trigo y la cizaña. El trigo representa la bondad, a las personas que van por el buen camino. Sin embargo, la cizaña representa el mal, las personas que dañan a sus semejantes. La cizaña está hueca en sí misma y tiene una semilla que envenena, pero debido a su semejanza con el trigo, es casi imposible separarlos antes de que las espigas maduren.


Cizaña


La novela de Carlos Sanclemente recopila la historia de varias familias entrelazadas por una convivencia que se va desbordando por las tensiones sociales y políticas de un pequeño pueblo, donde la ambición y la traición corrompen la coexistencia. En Cizaña, la aldea donde transcurre la acción es un hervidero de tensiones sociales que afloran con la desaparición de uno de sus protagonistas. La manipulación, los dimes y diretes, la bochinchera se encargarán de hacer todo lo demás.


Un apagón, provocado intencionadamente, el treinta y uno de diciembre llevará a los habitantes de Guayabara a descubrir todas y cada una de las malas hierbas que se anidan en sus almas. A partir de entonces, el odio y la traición son moneda corriente. Hay una violencia estructural que se respira desde el primer momento, desde ese sabotaje antes de la celebración de Fin de año.


San Clemente incorporará elementos del realismo mágico heredados de García Márquez como la fuerza insuperable de la naturaleza, simbolizado en un río de crecida indomable, o en la presencia de visiones oníricas que auguran un mal futuro o revelan un sangrante pasado. Todos y cada uno de los personajes están amarrados a la fatalidad del destino. A un drama que está previamente tejido por traiciones y odios, por envidias desmedidas, que conforman una telaraña de desgracia. El destino está abocado al mal, a la tragedia, y así nos lo adelantan nigromantes o videntes santeras que generan en el lector una continua violencia emocional. Un estado perpetuo de intranquilidad.


Este lenguaje evocador de imágenes poderosas y de atmósferas envolventes permiten al autor de la novela mantener constantemente el suspense de la historia. El descubrimiento final de una muerte donde todos y cada uno de los protagonistas pudieran haber sido culpables. Por su pasado hiriente y traidor; por su presente lleno de rencillas y palpitantes venganzas; y por su ambicioso y avariento futuro de quién desea, a toda costa, lo que no tiene.


El amor, la muerte, la soledad y la memoria son temas todos ellos infectos por la envidia. La supervivencia, en un pueblecito de la Colombia meridional, escondido entre los pliegues de la cordillera, es el veredicto principal donde una carretera sigue a un río caudaloso, como una serpiente que se retuerce al tragarse su propio veneno. El eco, siempre desbordante, de una naturaleza enigmática, yel rumor de un caudal de agua amenazadora, cubre el universo de notas sonoras que jamás callan.


Al igual que Juan Rulfo en Pedro Páramo, o García Márquez en Cien años de soledad o Crónica de una muerte anunciada, Carlos Sanclemente utiliza un microcosmos, en mitad de la naturaleza, para sacar a la luz problemas como la corrupción, la falta de justicia, las tensiones que desmoronan el tejido social. Cualquier mínima chispa, cualquier malintencionado comentario, puede provocar que todo derive en una tragedia al estilo griego.


La condición humana queda despojada de la piel que la protege e invadida por mágicas elucubraciones y sospechas, resentimientos que solo se resuelven con una inesperada violencia a golpe de machete o de pistola.


Carlos sanclemente

Carlos Sanclemente


La prosa de Sanclemente, rápida y fluida, nos abre la ventana hacia una imagen tanto visual como emocional que nos permite, no solo dejarnos llevar por los colores de la imaginación, sino también sentir el olor, el tacto e incluso el sabor en el que se empapan cada una de sus páginas. El olor a tabaco, a esputo fermentado tras una noche de borrachera con aguardiente traicionero; el aire fresco y bravo del río; el picotazo inesperado de un zancudo; el sabor harinado de la arepa con huevo o el delicioso néctar del jugo de un mango o un guayabo, son algunas de las múltiples sensaciones que el lector puede atrapar para ir configurando en la imaginación su propio micro universo.


Según avanzamos en los capítulos del libro, nos vamos embadurnando de lodo y de miedo. Ordeñamos a las vacas, reunimos a los terneros o los cochinos en los potreros, cubrimos como un verraco a las hembras, bebemos de los enjuagues medicinales arrebatados a una tierra dura y fértil de la que extraemos yerbas medicinales para purificar la sangre, para vencer el reumatismo o para combatir el cáncer.Y, sin embargo, a pesar de la esperanza, nos terminamos por convencer de que esas matas, esa yerba mala que nace alrededor de los frutos, solo se limpian a golpe de macheta. De violencia.


Una ferocidad cuyo destino final no puede ser otro que la tragedia. La sombra de la muerte simbolizada en una mariposa de alas negras, la Ascalapha, que revolotea, incómodamente, sobre la cabeza del elegido. Del envidioso y del envidiado.

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