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Leyendas del México colonial

Uno de los países más mágicos se abre a nosotros
Francisco Cano Carmona
jueves, 28 de abril de 2016, 09:38 h (CET)
Como ya se ha dicho en publicaciones anteriores, México es un lugar rico en tradiciones, recursos, gentes e historias. Tras un repaso por cuatro leyendas y mitos prehispánicos, llega el momento de dar un más que breve paseo por cuatro leyendas que se cuentan del México colonial.

Una vez más, y no será la última, uno de los países más mágicos del mundo, se abre ante nosotros para que lo descubramos a través de las historias que, de un modo u otro, lo marcaron.

El Armado
En Ciudad de México, cuando ésta era capital del Virreinato de Nueva España, existía un triste caballero cuya historia ha pasado de generación en generación y que ha dejado huella incluso en el callejero mexicano.

De acuerdo con la leyenda, a comienzos del siglo XVI, era frecuente ver a un caballero español que día tras día recorría, ataviado con su pesada armadura, la distancia que separaba su morada del convento de San Francisco. Lo extraño de su aparición es que a lo largo de su itinerario, el caballero dejaba escapar largos suspiros y quejumbrosos lamentos que acompañaban sus pasos hasta el citado convento, donde se postraba orante, entre sollozos y súplicas de perdón, ante la capilla del Señor de Burgos.

Aquella acción era repetida diariamente, y al salir del convento iba el caballero a otro, y seguía su peregrinaje hasta que llegaba la medianoche ante la atónita mirada de los vecinos de la ciudad, que se preguntaban qué clase de pecado habría cometido para cargar con semejante culpa. Mas nadie se atrevió nunca a preguntar.

Según cuentan la gentes, un día volvió su criada a casa y encontró al Armado, como lo habían bautizado los vecinos, colgando sin vida del balcón de la casona. Sin que nada pudiera hacerse por él ya, fue enterrado ese mismo día, pero todavía las gentes que a deshoras pasean por las calles cercanas al conocido como callejón del Armado, se han encontrado con el fantasma del caballero que, ahorcado todavía, sigue llorando, gimiendo, y pidiendo perdón.

El fraile que no se mojaba
Si la conquista del Nuevo Mundo fue la salida de la carrera militar que parecía tocar fondo con la caída del último bastión nazarí en España, también fue el nuevo campo de batalla por la salvación de las almas. Y por todos es conocida la importante huella dejada por la Iglesia tanto en España como en América.

Esta historia comienza en 1700 con el nacimiento de quien se convertiría en fray Agustín de San José, un monje castellano que fue a parar a México, donde predicó y ayudó a los más necesitados durante más de sesenta años hasta su muerte en 1778. Se decía de él que no había mal que no sanara ni pena que no espantara; si a la puerta del convento se acercaba alguien a pedir, fray Agustín daba cuanto tenía, y jamás obtuvo nada más allá de alguna olla que los vecinos más apegados le llevaban para que calmara el hambre. Fue, en verdad y a tenor de lo que de él todavía se cuenta, un hombre santo.

Tan santo era aquel monje español, que se cuenta que acudió en una ocasión a sanar a un vecino de un pueblo cercano para quien el médico no hallaba remedio, y que lo sorprendió una fuerte tormenta como pocas en las región. Al llegar el buen hombre a casa del médico, éste comprobó, y así lo registró, que el fraile estaba completamente seco. Tal era su fervor, que Dios lo protegía incluso de la lluvia.

Los polvos del Virrey
Un gran imperio necesitaba de un extenso funcionariado para ser controlado. Y esta leyenda tiene por protagonista a uno de aquellos españoles enviados a las Indias como funcionarios. Un español más, uno de tantos, que supo hacer fortuna en América más por su picaresca que por su empresarialidad.

Don Bonifacio era un hombre pobre, casado y con doce hijos, que malvivía como escribiente del virrey de Nueva España. Su vida no había sido nunca ni la del propio virrey, ni la de un conquistador, ni la de uno de aquellos indianos de fortuna; sino todo los contrario. Hasta que un día, por arte de esa tan aclamada picaresca española, decidió cambiar su suerte: salió antes del trabajo y corrió a apostarse cerca de la puerta del virrey que, a su salida, encontrando a Bonifacio, le ofreció un poco de sus polvos de rapé.

Repitió el funcionario la misma maniobra durante días hasta que comenzó a correrse la voz de que era el desgraciado un hombre influyente, lo que suponía entonces, como ahora, dádivas y regalos a montones de individuos deseosos de obtener algún favor. En poco tiempo, el que no habñia tenido una moneda ahorrada en su vida, se convirtió en hombre, no rico, pero sí de buena posición.

Se dice que, aunque el virrey descubrió la treta, no pudo castigarlo porque, a fin de cuentas, la picaresca no puede ser punible.

Las costillas del Diablo
En el libro “Sorprendentes mitos y leyendas coloniales” se narra la historia que aconteció al Diablo cuando México aún estaba gobernada por los españoles. Ocurrió que en un monte de Tepotzotlán, uno de los pueblos más mágicos del país, el Diablo descubrió una piedra volcánica que le pareció de lo más hermosa; tanto así, que quiso llevársela a los oscuros abismos.

Resolvió atar la piedra y tirar de ella con toda la fuerza que pudiera encontrar, pero esfuerzo resultó inútil, ya que la piedra permaneció bien sujeta al suelo. Lo que sí logró el demonio fue que, del esfuerzo, sus costillas quedaran marcadas en la tierra, lo que la convirtió en maldita desde aquel día en adelante.

De hecho, en la ciudad se cuentan numerosas leyendas relacionadas con aquel y otros sucesos, como el encantamiento de la campana de 1762, o los numerosos aquelarres que tuvieron lugar en los montes circundantes, tal vez como consecuencia del contacto de la zona con el Diablo.

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