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Escultura y memoria

Lo sublime de nuestro arte y lo trágico de nuestra historia se dan cita en un monumento desconocido
Carlos Salas González
miércoles, 12 de marzo de 2014, 08:15 h (CET)
El Panteón de Hombres Ilustres es una de esas joyas ignoradas de nuestro patrimonio histórico y artístico. Se halla en Madrid, junto a la estación de Atocha. Esto significa que miles de almas pasan a diario junto a él, pero apenas nadie se decide a visitarlo. Y es que son muy pocos los que saben de su existencia y del magnífico legado que custodia.

Se trata de un atractivo conjunto arquitectónico de estilo neobizantino. Dos cúpulas y un campanile conforman su característico perfil. Pero es en su interior donde el visitante descubrirá su más preciado tesoro. Lo componen seis conjuntos escultóricos con función de sepulcros. Tres de ellos llevan la firma de Benlliure, el más versátil y sobresaliente escultor español de todos los tiempos. Como no podía ser de otro modo, nos hallamos ante auténticas obras maestras de la escultura funeraria. En el de Canalejas, compuesto por cuatro figuras y una quinta en relieve, el maestro valenciano da toda una lección de audacia compositiva y de pericia en la representación del movimiento. En el de Dato, de factura más sencilla, combina con brillantez el mármol y el bronce, generando un elegante bicromatismo. Y en el de Sagasta, el primero que encontramos al entrar al edificio, se revela como heredero del francés Girardon y su tumba del cardenal Richelieu, eso sí, sin dejar de ser fiel a su propio estilo.

No obstante, el más espectacular mausoleo allí presente quizá sea el realizado por Agustí Querol para albergar el cuerpo de Cánovas. Se trata de una cascada de mármol en la que podemos admirar un formidable repertorio escultórico que va desde el bajorrelieve -incluso en su versión más extrema del "schiacciato"- hasta las figuras exentas. Un séptimo monumento, con forma de templete y rematado por una alegoría de la libertad, se erige en el claustro. En él reposan los restos de otros personajes insignes, entre los que destacan el desamortizador Mendizábal y el orador Argüelles.

Llama la atención, al repasar las biografías de los difuntos que allí descansan, la terrible nómina de altos mandatarios asesinados en la España de la Restauración. Sin ir más lejos, de entre los homenajeados en el Panteón que llegaron a ostentar la presidencia del gobierno, sólo Sagasta murió alejado de las pistolas anarquistas. Un ejemplo más de la historia trágica de este país nuestro que a veces sólo parece redimirse con la grandeza de artistas como los aquí citados. Sin embargo hoy, un siglo después y a unos pocos pasos de aquel lugar, el cilindro de cristal que recuerda a las víctimas de los atentados de Atocha, de los que ahora se cumple una década, es buen ejemplo de un tiempo artísticamente aséptico. Porque seguimos teniendo la tragedia, pero ya no nos queda ni el arte.

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Es propio de estas fechas hacer balance del año. Pero, entreviendo conclusiones poco gratas, opto por emprender una cavilación breve y escrita sobre la noción, más genérica, de cambio o transformación, ese “leitmotiv” recurrente del progresismo contemporáneo cuando medimos cualquier mutación en términos de avance social.

Cuando las jerigonzas se extienden en los ambientes modernos, las habladurías altisonantes no pasan de generar unas algarabías sin sentido. Los hechos repercuten en cada ciudadano, sin guardar relación con lo que se dice. Se consolida una distorsión de graves consecuencias, lejos de ser una rareza, se generaliza en la práctica diaria.

Como la lluvia fina que parece que no, pero cala hasta los huesos: el mensaje es claro, quieren que acabemos pensando que “lo que nos viene encima es irremediable”, que los recortes que van a dar en el Estado del bienestar de aquellos que todavía tienen la suerte de tener una nómina, son absolutamente necesarios.

 
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