Escribo estas líneas, cuando hace apenas un minuto que Adolfo Suárez González, el hombre que cambió a España y restableció la “libertad sin ira”, acaba de fallecer.
No estoy muy seguro de ser objetivo, porque la cercanía produce afectos o rechazos en función de la sintonía que se establezca entre dos personas que entrecruzan sus miradas.
De los que en aquel tiempo pusimos el corazón con ilusión, con valor no exento de cierta temeridad, mirando al mañana sin ignorar el pasado y con la satisfacción íntima y generosidad histórica de saber que la conquista del futuro era obra de todos, muchos han desaparecido y otros parecen haberlo olvidado. Personalmente conservo memoria viva de aquella ilusionante gesta en la que tuve la fortuna de tomar parte y la desaparición del capitán, hace que los recuerdos acudan en desorden a mi mente.
Hace treinta y siete años, en un día de primavera como en el que el timonel de aquella frágil nave nos ha dicho adiós, acudí ilusionado a la Moncloa para el que habría de ser el primero de mis encuentros con él. La cita estaba prevista para las once de la mañana y ni que decir tiene que quince minutos antes estaba yo presente en la cocina donde se preparaban las grandes recetas de la política española, por supuesto nada parecida a lo que es hoy.
Fue Aurelio Delgado, su cuñado y secretario personal quien salió a recibirme y recuerdo perfectamente que me dijo que si me recibía puntualmente, sería muy poco el tiempo que podría estar con el Presidente, pero que si me hacía esperar mucho, es que entonces quería despachar antes todos los asuntos del día para disponer de tiempo y charlar tranquilamente conmigo.
Pasaban las dos y media de la tarde cuando nuevamente apareció Aurelio Delgado y me dijo que el Presidente me esperaba. No nos conocíamos personalmente. De él yo sabía ni más ni menos que el común de los mortales. Lo que decían los medios de comunicación. De mí, seguro que él tenía una amplia información previa. Un modesto periodista de provincias, que hacía escasos meses que formaba parte de los aliños de aquella ensaladilla rusa a la que llamaban UCD.
He de confesar que penetré en su despacho con la cautela con que un alumno acude a la llamada del director del colegio. Al aparecer en el umbral del recinto, sin ningún tipo de ceremonial, se levantó, se acercó a mí y con esa seductora sonrisa con la que conquistaba no solo a los españoles, sino a sus más acerados adversarios, me tendió la mano y como si nos conociéramos de siempre, me dijo: “Pasa, ¿Cómo estás?”. Fue un Apretón de manos claro, sincero, abierto, decidido. De los que te infunden confianza y cercanía.
Como cabría pensar del Presidente de una nación, la estancia no era demasiado grande. Luminosa, con un gran ventanal a sus espaldas a través de cuyas cortinas se traslucía el ir y volver de la silueta de un Guardia Civil. Era su despacho de trabajo, el que guardaba todos los secretos del período histórico por el que atravesaba España y no el de las importantes recepciones protocolarias reservado a los grandes personajes ante quienes mostrar otros empaques.
Sobre la mesa dos paquetes de Ducados y varias tazas de café negro ya consumidas, rodeadas de informes, carpetas, expedientes… Me encontraba frente al gran político que, en medio de unas inmensas y gravísimas circunstancias, hizo el milagro de cambiar las cañerías del agua, teniendo que dar agua todos los días; cambiar los conductos de la luz, dando luz todos los días; cambiar el techo, las paredes y las ventanas del edificio del Estado, sin que el viento, la nieve o el frío perjudicaran a los españoles. Sin embargo, no solo por lo que me decía, sino por la forma en que lo hacía, tenía la sensación de estar frente al hombre que me mostraba su pensamiento, su sentir desnudo, sin la máscara que cada uno nos ponemos cuando salimos a la puerta de la calle para enfrentarnos al mundo. Tenía la impresión de encontrarme junto a un amigo de toda la vida, junto al que tienes la plena libertad de pensar en voz alta.
Fue una reunión larga. Ahora no puedo precisar cuánto duró, pero por las numerosas notas que tome en mi agenda, debió exceder de las dos horas. A pesar del tiempo transcurrido, no hubo comida de por medio. Solo cigarrillos que alternaba con tazas de café.
El me hablaba de los proyectos en marcha, me explicaba la génesis y el fin perseguido y lo hacía con pleno convencimiento, con fe, a veces hasta con la pasión del que sabe que o eso, o el diluvio. Luego pedía mi parecer e incluso me preguntaba lo que opinaba el hombre de la calle sobre tal o cual aspecto. Preguntaba y escuchaba con interés y atención. Yo lo apreciaba en sus ojos. Porque las palabras se pueden manipular, los labios pueden mentir, pero la mirada es transparente como el agua de un manantial. Y fue en esos momentos cuando comprendí el por qué de su interés en mantener esa reunión conmigo. Imagino que también la tendría con otros compañeros similares a mí. Quería contagiarme la pasión de su proyecto global; desmenuzarme el cómo y el cuándo y el por qué, para que yo a mi vuelta, lo contase, lo difundiese, lo propagase. Porque Adolfo Suárez creía profundamente en el pueblo español, en su nobleza, en su generosidad, en su deseo y voluntad de construir un futuro nuevo en el que brillase la luz de un nuevo amanecer, dejando atrás la arrasadora tormenta de un pasado que jamás debiera haberse producido. Estaba decidido a toda costa, a poner los medios para que cerrasen las heridas, aunque quedasen las cicatrices.
En el transcurso de la conversación, paso revista al amplísimo catálogo de proyectos y problemas a resolver. No era un visionario, ni un improvisador. Era consciente de los problemas que conllevaban cada paso de los que estaba dispuesto a dar. La tarea era ardua. Había que caminar entre alambradas de espino, trayectoria en la que sin duda habría de dejarse jirones de sí mismo y así se lo expresé.
Con mirada limpia, directa, decidida y llena de fe, me respondió: ¡Mira, César! Ha llegado el momento de que los españoles empecemos a querernos.
En ese momento comprendí que era un hombre que amaba a España. El ser humano se forja en la dificultad y el dolor y Adolfo Suárez tuvo feroces e irreconciliables enemigos. Supo del desprecio y el menosprecio. Conoció de cerca el acoso y la traición, el abandono y la soledad. Vivió en lo más profundo de su corazón el dolor de ver como el cáncer le llevaba en plena juventud a su mujer y a su hija, mientras otra lucha denodadamente contra la enfermedad. ¿Hasta qué punto un ser humano puede aguantar tanto infortunio? Durante los once últimos años, el olvido al que le llevó su enfermedad ¿No habrá sido el bálsamo que ha mitigado tanto dolor?.
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