Derek Chauvin es un policía USA blanco del montón. Y mató sin consideración empática alguna a George Floyd, un joven negro de tantos de los suburbios de la gran ciudad. El presunto delito, intentar colar un billete falso de 20 míseros y miserables dólares. Es una historia racista recurrente en el panorama estadounidense.
En este caso, Chauvin y los colegas que le acompañaban en el momento del homicidio, según las tipificaciones preliminares judiciales, han sido despedidos y están en prisión preventiva. Asuntos de tal naturaleza causan un revuelo enorme que el sistema no tiene más remedio que atajar para que la ira no suba a esferas de mayor responsabilidad. Los policías son intercambiables: salen a porrillo de las academias. Mejor sacrificar un peón que señalar a un alfil, caballo, torre, reina o rey o cuestionarse la sociedad en la cual vivimos y que permite estos prejuicios racistas con resultado de odio y muerte.
Si pensamo detenidamente, Derek Chauvin es un policía modélico: ha sido capaz de matar por el régimen que le otorga estatus y le da sustento. En este sentido, todo lo que ha aprendido en su años de formación ha surtido el efecto deseado: si ha de matar, mata. Lo que Chauvin desconoce es que en su cabeza hay una ideología que le ha programado para ser un individuo alienado, un hombre dispuesto a asesinar por salvar el orden capitalista y los privilegios de la elite por un sueldo más o menos de mierda. La ley y el orden que alientan Hollywood y las series de televisión de yanquilandia entran en vena de modo subliminal y maniqueísta: los ricos y con glamour, la gente guapa y los policías son buenos (y vigilados por asuntos internos) y los delincuentes son malos, feos, sucios, de colores oscuros o negros y con acentos sospechosos.
Y cuando no es el racismo, es el clasismo, el fundamentalismo religioso, el machismo, el nacionalismo, el fascismo o cualquier otro ismo similar que segregue a las personas por cualquier diferencia elevada a prejuicio cultural por las clases poseedoras y la neuropolítica de la actualidad global.
Ese policía prototipo que puede llegar a matar por el sistema vive en cada policía de carne y hueso: las excepciones confirman la regla. Se trata de un meme que comparten en gran medida los cuerpos policiales y los militares profesionales. Vean la historia, plagada de huelgas, algaradas sociales y reivindicaciones callejeras contra el poder establecido. Cuando se sobrepasa un límite de seguridad que pudiera afectar negativamente a las elites, la policía es su último reducto al que acudir: golpes preventivos y si el común sigue empujando, disparos a discreción. Caiga quien caiga. El meme asesino se activa de súbito y desinhibe la pulsión de matar: el otro/la víctima es el mal absoluto.
Eso ha sucedido y sucede en todo el mundo: países de la periferia y democracias que se dicen avanzadas. Por ello hay que mimar con sueldos al alza y palabras edulcoradas a las fuerzas policiales; por eso las derechas extremas y las extremas derechas coinciden en sus loas a las banderas patriotas, la policía y los ejércitos.
En puridad, solo las elites necesitan de las armas para defender sus bastiones edificados a base de robos ilegales, plusvalías legales y juegos financieros de dudosa moral. Y para contar con el concurso incondicional de los policías hay que pagarlos tanto en dinero como en autoestima, al tiempo que se adaptan sus cerebros y pensamientos automáticos a la ideología de la clase dominante.
No hay derecha en el mundo que no precise en alguna ocasión de crisis aguda del perfil de un policía torturador y potencialmente asesino que sirva de dique de contención ante las masas con conciencia de clase. De ahí que España haya mantenido a torturadores franquistas con medallas hasta hace nada, que la Guardia Civil elabore informes a lo Mortadelo y Filemón contra las izquierdas y que siga bajo secreto de sumario una policía política al servicio de las principales empresas y el PP. El ejemplo español no es único: cada país tiene sus héroes torturadores y policías malotes de baja literatura negra; ambos personajes son sabuesos imprescindibles para el Gran Poder en la Sombra.
Cuando los antidisturbios de cualquier país salen a la palestra es porque el sistema detecta un peligro suficiente para que los guantazos y las balas tomen la calle e impacten en los cuerpos de los manifestantes. Lo normal es que los policías sean meros números sin rostro, para así diluir la responsabilidad personal y salir indemnes de los presuntos delitos cometidos por órdenes superiores. A veces, la rutina también mata, como en EEUU.
Muy en el fondo, Derek ha sido un completo estúpido, un chivo expiatorio del régimen capitalista de Trump. Y no es más que un mero e irrisorio peón cuyo fanatismo habrá mamado en los libros de texto colegiales, en el racismo ambiental de su ciudad y en las consignas más o menos veladas recibidas como lecciones magistrales en la academia policial. No solo Derek debiera sentarse en el banquillo de los acusados: el capitalismo es el auténtico autor colectivo del asesinato de George Floyd.
La brutalidad policial tiene sentido en el mundo desigual e injusto que habitamos. Se trata de un arma poderosa que sabiamente utilizada por las elites de la globalidad en cada país permite afianzar el sistema y mantener a raya a la plebe respondona o críticamente activa. Donde la seducción de la propaganda y la publicidad no alcanza, un golpe seco de una porra uniformada o un balazo salido del anonimato de una fuerza policial impersonalizada puede hacer entrar en razón a rebeldes demasiado inquietos o reivindicativos.
Sin policía a lo bruto, el régimen capitalista tendría los días contados.
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