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​Tener, saber, ser: desigualdad normalizada y jerarquías omnipresentes

​La gran mentira de las sociedades de la globalidad es que incluso el últimísimo de la fila en rango de estatus social puede compensar sus inferioridades mediante el complejo de superioridad
Armando B. Ginés
sábado, 13 de junio de 2020, 13:14 h (CET)

Pruebe usted a salir a la calle (compartir, pasear, trabajar, comprar, respirar, crecer, vivir) con la conciencia crítica en estado de alerta permanente y vea, también a sí misma, lo que sucede a su alrededor: gentes anónimas que van y vienen, entran y salen, miran y son miradas. Presonas en calidad de sujetos y objetos que se relacionan desde la escala jerárquica superior/inferior, sea aquella de índole o ámbito laboral, social o académico.

Estamos tan acostumbrados a residir en un sistema jerárquico que nunca nos preguntamos a fondo sobre su razón de ser profunda. Suelen cerrarse estas disquisiciones mentales con el clásico siempre ha habido ricos y pobres. Asunto zanjado.

Pero esa normalidad que aprendemos desde la cuna nos hace aceptar esquemas ideológicos y sistemas políticos de sumisión al poder cristalizado en instituciones estatales, entes privados y tradiciones que usualmente no ponemos en duda. En la familia, en la educación, en la sanidad, en el trabajo y en la vida cotidiana adoptamos, según una escala de valores interna e invisible, los roles de sujeto activo u objeto pasivo de relaciones personales o grupales de muy diverso signo. Estamos preparados para mandar u obedecer de modo subliminal, casi automático y espontáneo. Igualmente reversible bajo ciertas condiciones.

Esta deriva psicológica (la socialización de lo imitativo y el control colectivo) tiene consecuencias muy graves en la convivencia cotidiana. Estamos perfectamente preparados para asumir situaciones extremas de racismo, xenofobia, aporofobia y machismo sin apenas apercibirnos de ello. El ambiente cultural siempre es propicio a dejarnos llevar por el sentido común aunque la mala conciencia y la conciencia plena, cada cual desde posturas divergentes a veces, viene a compensar el impulso de emulación inmediato de hacer lo que todos hacen.

De ahí que las luchas antirracistas, feministas y a favor de la igualdad no terminen de cuajar de una manera definitiva. Vivimos en sociedades que fomentan, a pesar de sus idearios teóricos de igualdad ante la ley y de garantías en letra de libertades individuales y públicas, las desigualdades jerárquicas que crean en el subconsciente unos sellos distintivos de estatus superior e inferior que más allá del evento concreto pueden operar como proyecciones en otros planos sociales, ideológicos, políticos, culturales y económicos.

Por decirlo de un modo llano y coloquial: mamamos la desigualdad con nuestra primera bocanada de aire. Y no es lo mismo la desigualdad naturalizada que la diferencia celebrada como singularidad creativa.

Tener, saber y ser son momentos cruciales de las jerarquías que habitamos cada día en situaciones muy dispares. Esos tres instantes existenciales nos obligan a doblegarnos ante el prestigio, la jefatura o el prejuicio sin advertir si esa postración social la prescriben argumentos razonados o supercherías ancladas en costumbres inveteradas.

El gran pedagogo brasileño Paulo Freire en una crítica total de los regímenes educativos al uso venía a señalar que la educación normalizada era de espíritu bancario y unidireccional: la sabiduría se convierte en profesor o profesora y la ignorancia en alumnado que necesita aprender lo que otros saben o dicen saber. La jerarquía salta a la vista. Y, además, su apariencia de naturalidad neutral resulta incontrovertible.

Freire aseguraba que la educación debería ser un acto de aprendizaje mutuo, social, multilateral: el acto de enseñar incluye el de aprender y viceversa. La autoridad severa se diluye en un proceso que va más allá de una fórmula matemática, una ley física o química, un erudito relato histórico o un magistral concepto filosófico. A la manera de Freire se destruye por completo la triada tener, saber y ser como elementos fijos e invariables de las relaciones políticas y sociales: nadie tiene más que nadie (tiene algo distinto y complementario), nadie lo sabe todo (todos vivimos en la sabiduría/ignorancia relativa) y nadie es más que nadie (no existen esencias personales ni sangres azules para establecer jerarquías arbitrarias e inamovibles).

Sin duda, Freire luchó por una sociedad igualitaria, de mujeres y hombres libres que pueden aprender unos de otros desde la cooperación y la diferencia individual sin entrar en conflictos de competitividad antisociales o bélicos. Su método, que llevó a la práctica con éxito en comunidades agrarias sudamericanas con personas adultas que no sabían leer ni escribir, es una apuesta radical por un mundo sin jerarquías gratuitas de alcurnia ni opresoras en el orden político, tampoco en el académico y económico. Sería más que interesante activar de nuevo su rico ideario de actuación en la realidad diaria, tanto como inspiración genérica como en el sector educativo.

En este mundo absurdo de jerarquías de las que es casi imposible escapar, una pregunta oportuna y con miga sería conocer el por qué de las superioridades que ejercen algunos y el papel subalterno que les corresponde a otros, la inmensa mayoría. Parece un interrogante baladí o estéril: los mayores saben más que los pequeños, los catedráticos más que los escolares y los empresarios más que los trabajadores. Claro que hay casos en los que las diferencias son directamente vulnerabilidades que precisan el cuidado especial y la atención supervisada de terceras personas: discapacidades severas ya sean físicas, psíquicas o neurológicas; enfermedades; minorías de edad... Esas excepciones son inobjetables. Nos referimos a situaciones normalizadas por las tradiciones, las normas legales y los usos culturales desde hace tiempos ancestrales. ¿Cómo se han transformado los sabios en sabios? ¿Por qué cobra más un futbolista que una médica? ¿Por qué está mejor considerado una modelo publicitaria que un enterrador? Por favor, reflexionen por encima de las respuestas obvias: en ocasiones lo evidente enmascara auténticos tesoros intelectuales.

Buscando razones para la institución transversal de la jerarquia merece un recuerdo entrañable el filósofo austriaco Iván Illich. Su inquisitivo pensamiento le llevó a descubrir que la clase capitalista había expropiado las habilidades propias del común para establecer sabidurías oficiales que suplieran su crasa ignorancia en asuntos de la vida corriente. Ese aserto de Illich viene a completar el clásico de Karl Marx: para echar a andar la revolución industrial necesitaba mano de obra que no encontraba en los suburbios urbanos por lo cual obligó a la gente de campo a marcharse a las sucias ciudades tras expropiar las dehesas y espacios de laboreo comunes y legalizarlos con títulos privados a favor de la aristocracia y la burguesía en ascenso.

Esto es, el capitalismo expropió al proletariado de su sabiduría teórica y práctica (labores agricolas y ganaderas, construir su propia casa, fabricar su ropa, inventar instrumentos, aprender interactivamente con sus propios convecinos y de otras comunidades limítrofes) y también le robó sus medios de vida (los campos para el sustento). De estas dos expropiaciones surgen las dos jerarquías por excelencia de las sociedades actuales: la división del trabajo entre profesional y no cualificado y la de patrón y asalariado.

Por supuesto, antes de estas expropiaciones iniciáticas del capitalismo había jefes militares, dioses, sacerdotes y líderes políticos que igualmente oprimían la mente y el cuerpo de los súbditos y creyentes. Sin embargo, las dos expropiaciones antes reseñadas, la de Illich y la de Marx, inauguran y validan una nueva época de jerarquías invisibles que mantienen el orden establecido en una quietud inestable hasta nuestros días.

Estas desigualdades de estatus y en la praxis vital no suelen estallar habitualmente. Suelen vivirse en conatos normalizados por el uso cultural. El machismo sigue asesinando: manifestación, declaraciones de condena, nos vemos en la próxima. Un policía asfixia a un ciudadano negro: rabia, algaradas, emociones a flor de piel, nos vemos en la próxima. Varios inmigrantes se ahogan en cualquier océano: indignación, furia, propósito de enmienda, nos vemos en la próxima. Un compañero o compañera es despedido/a injustamente: abrazos de solidadaridad, gritos revolucionarios, nos vemos en la próxima. Sumen y sigan. Por supuesto, hay que continuar manifestándose y oponiéndose radicalmente a las irracionalidades hijas del capitalismo excluyente y competitivo. Gritar nunca está de más: es el principio de la toma de conciencia colectiva. Pero sería muy relevante elaborar una crítica más coherente y amplia de las relaciones capitalistas que nos contienen a todos/as en la globalidad. Ese estético liberalismo de izquierdas, urbano e ilustrado que busca la transversalidad a cualquier precio orillando los valores en que descansan las democracias parlamentarias de corte capitalista persigue un imposible metafísico: la reforma moral de un sistema socioeconómico basado en la explotación y la desigualdad real como principios inalienables de su funcionamiento intrínseco. Idealismo puro de buenas gentes que eluden los intereses de clase como antiguallas de filosofías esotéricas. Que bajen al tajo de la precariedad vital y que luego hablen sería un consejo pertinente para sus mentes abiertas y transversales.

De modo artero y alevoso esta sociedad nos ha inoculado en vena que una mujer, un negro y un inmigrante son menos, un poco menos o casi iguales que un hombre, un blanco y un autóctono. Esos prejuicios sibilinos y graduales son juicios de valor adosados a la costumbre y operativos en el prejuicio que sale a flote en situaciones de pánico emocional intenso o crisis muy acusadas. Las jerarquías que aceptamos sin rechistar cada día de nuestra vida nos preparan para tragar con las inmundicias más lacerantes: el racismo, el machismo, la xenofobia, el fascismo de la pulsión violenta o el de esto no va conmigo: ambos son posturas éticas punibles.

La gran mentira de las sociedades de la globalidad es que incluso el últimísimo de la fila en rango de estatus social puede compensar sus inferioridades mediante el complejo de superioridad: tener, saber y ser, a veces, son términos muy relativos; hay que elegir adecuadamente el objeto preciso de comparación. En este baile de jerarquías ficticias y simbólicas siempre podemos hallar alguien por debajo de nosotros. Esa es la esencia del fascismo, transformar el complejo de inferioridad en una superioridad basada en la violencia y el anonimato de la masa. Si tengo un grupo que me acoge como igual no soy tan ignorante como dicen que soy. Cierto es, sigo siendo lo que soy (tal vez nada, un pobre diablo, un parado, un marginal...), pero en masa siento un poder mágico: dentro de la muchedumbre no ejercen las jerarquías, nadie es más que nadie (en apariencia). Los hooligans beben en este abrevadero, por eso el fútbol es una razón de Estado en todo el mundo.

En definitiva, conscientemente o no, la publicidad comercial y la propaganda ideológica nos están pidiendo que nos midamos con el otro, que comparemos nuestra fuerza (tener, saber y ser) de manera visceral: las respuestas neuróticas y los impulsos emocionales hacen el resto, establecer mentalmente jerarquías entre mi yo y el resto de yoes que compien conmigo. Las jerarquías son compartimentos más o menos móviles y simbólicos para mantener el statu quo. Donde hay jerarquía hay violencia silenciosa y pueden darse cualquier tipo de situaciones irracionales guiadas por el esquema superior/inferior: racismo, machismo, xenofobia, explotación laboral. Querámoslo o no, nos preparan desde muy pequeños para asumir escalas de valor jerarquizadas y binarias: mandar/obedecer, hombre/mujer, blanco/negro, capital/trabajo, to be or not to be... Ese mundo maniqueo es básicamente el nuestro, digan lo que digan las transversalidades utópicas del liberalismo ilustrado.


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