Ayer fue un día histórico para los enemigos de España. Por fin abatieron el último soporte que quedaba del trípode que devolvió la democracia a España. El último y el más importante. El inspirador. El motor que decididamente impulsó la reconciliación de los españoles. El que puso todo su empeño en hacer que los españoles fuésemos padres de nuestro destino, en vez de hijos de nuestro pasado. El que nunca concibió una España de vencedores ni vencidos, para poder ser Rey de todos los españoles. El que desde el primer momento hizo una apuesta decidida por la democracia, y su defensa de la unidad de España. El que voluntariamente se despojó de todos sus poderes, para devolvérselos al pueblo español, tal y como quedó refrendado en la Constitución del 78.
Ayer, los enemigos de España, culminaron la primera parte de su proyecto al lograr que Su Majestad, el Rey Juan Carlos I, el Rey que se ganó el Trono el 23 F y revalidó la legitimidad de origen que tenía desde la muerte de Franco, el Rey que ha proporcionado a España el mayor periodo de estabilidad, paz y prosperidad de toda su historia; que durante los años de su reinado, ha sido siempre nuestro mejor embajador; que gracias a su prestigio internacional, ha conseguido siempre para España, aquello que los políticos que gobernaban, eran incapaces de lograr, decidiera rendir su último servicio a su patria, exiliándose voluntariamente para que su imagen no dañara la de la Corona.
Es muy alarmante que haya gobernantes que digan que la Transición no vale y que hay que hacer otra. Es un error de gente joven imprudente e ignorante creer que cada veinte años se pude andar rehaciendo las estructuras básicas de nuestro devenir histórico. Hipócritamente nos rasgamos las vestiduras ante la menor noticia negativa que se produzca con relación a la familia Real, pero luego devoramos con auténtico regusto las revistas del corazón para conocer hasta el más mínimo detalle de los escándalos mayúsculos que se producen en otras monarquías. Monarquías que a pesar de esos escándalos, son absolutamente queridas y respetadas por sus ciudadanos.
Aquí, nos complacemos en desprestigiarnos y tirar piedras sobre nuestro propio tejado. Desde luego no se puede amar aquello que no se conoce. Y como, aunque sepamos leer y escribir, somos un atajo de analfabetos que no sabemos más que cuatro tópicos —algunos auténticamente falsos— de nuestra historia y de sus protagonistas, no es de extrañar que se produzcan hechos como los que hoy nos ocupan.
Pero que nadie caiga en la candidez de creer que con esto se ha cerrado un capítulo perturbador de nuestro acontecer político actual. Por el contrario, esto no ha hecho más que empezar, porque eliminada la histórica figura del Rey Juan Carlos, ahora el punto de mira señala la figura de su hijo, el Rey Felipe VI
Desaparecido el sentido de la responsabilidad y de Estado que en la transición puso de manifiesto el PSOE, y sustituido por el embravecido revanchismo oportunista de una extrema izquierda sedienta de un poder encabritado; ante la incomparecencia de una oposición cobardemente acomplejada, que en la oscuridad de la trastienda política falta a sus promesas electorales negociando su nociva presencia en la cúpula de la justicia con quienes están socavando los cimientos de nuestra democracia, es fácil constatar la orfandad en la que en estos momentos ha quedado la Corona. A partir de este momento, el acaecer de cada paso que dé el Rey Felipe VI, discurrirá sobre el filo de una navaja, excepcionalmente afilada por la extrema izquierda instalada en el poder. El será el próximo objetivo a abatir. Y ya sabemos cuál es el método. Primero se siembran sospechas de algún presunto delito o comportamiento censurable que se cierne sobre la persona. Luego se lanza sobre la misma a las jaurías preparadas en las redes sociales hasta lograr su linchamiento social y su consiguiente desprestigio. Da igual que haya acusación judicial o no. El agua, una vez vertida, es imposible retornarla al recipiente que la contenía. A partir de este punto, la mancha de aceite no solo ha impregnado a la persona, sino que se extiende a la institución que representa. Luego, es cuestión de seguir arrojando leña al fuego, hasta que la institución quede dañada de forma irreversible ante la opinión pública para invalidarla y provocar el cambio de la misma. Y esto es lo que el Rey Juan Carlos ha querido precisamente evitar con su autoexilio voluntario.
La mayor desvergüenza de todo este proceso, es que quienes desde el primer momento lo han instigado con mayor saña, son precisamente quienes han cometido, hasta ahora impunemente, tantos delitos políticos, que han considerado necesario llegar a situaciones como de la que lamentablemente tuvimos noticia ayer, para taparlos; para que no se hable de los 45.000 muertos del coronavirus, ni de los más de 19.600 muertos con COVID-19 o síntomas compatibles en las residencias de ancianos; para no se hable de las alarmantes cifras que están alcanzando los rebrotes de la pandemia; para que se ignore que a causa de estos rebrotes, Alemania, Reino Unido, Países Bajos y otros, han vetado el turismo a nuestro país, por miedo al contagio de sus ciudadanos; para no tomar en cuenta los más de tres millones de parados que hemos alcanzado en el pasado mes de junio, esconder la ruina económica en la que estamos sumidos y de la que parece que no se quieren enterar, de que gracias a las políticas desarrolladas, nos enfrentamos a una parálisis total del turismo extranjero, con una caída del 98% en junio.
Pero en vez de estos temas tan graves porque afectan a la vida diaria de cada uno de nosotros, hoy, la portada de todos los periódicos, las cabeceras de los informativos de radio y TV, abren con el autoexilio del Rey Juan Carlos. No trato de excusar los errores o las presuntas faltas que haya podido cometer el rey emérito, y mucho menos juzgar su vida privada, porque si a eso vamos, anda que hay alguno que ostenta un gran poder y habría que echarle de comer aparte.
La historia no lo va a juzgar por estas cosas, sino por el papel que desempeñó en momentos tan críticos para España como fueron los de la transición y el posterior desarrollo social, económico y político que el país experimentó durante su reinado.
A la luz de estos hechos, el reinado de Su Majestad, Juan Carlos I, ha sido excepcional y pasará a la historia dejando un legado político extraordinario.
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