Habría que prestar más atención a lo que se viene escribiendo en el imaginario de la nueva narrativa latinoamericana. Si hacemos un paneo, por más ligero que este sea, podemos destacar fácilmente a cinco o seis nuevas voces a las que no tendríamos que perder el paso, seguirlos y ser testigos de su posible evolución.
Meses atrás terminé la lectura de una novela redonda, si la vemos de lejos (obviamente, pasando por alto sus contadas imperfecciones estructurales), e intensa y con nervio si la miramos de cerca. Me refiero a El lugar del cuerpo (Santuario Editorial, 2014) del narrador boliviano Rodrigo Hasbún.
Estamos ante una novela breve, que a primera impresión podría obedecer a una estructura sencilla, cuando lo cierto es que esta no tiene nada de sencilla, sino que nos enfrentamos a un andamiaje narrativo por instantes complicado y abigarrado, tal y como lo vemos en sus primeras páginas. Felizmente, se tratan de pequeños escollos para el lector, que a ritmo de calentamiento los pasará y así insertarse en la fuerza narrativa de Hasbún. Porque eso es lo que exhibe este escritor: fuerza narrativa que canaliza en los tópicos que conducen y dan sentido a su personaje, Elena: el sexo, el erotismo, la familia, la política, que unidos dan peso a lo que esta tiene que llevar tanto en su mente y su corazón: el trauma.
Elena es pues una mujer que viaja en su pasado para poder explicarse a sí misma, con el objetivo de encontrar su lugar en el mundo y su justificación ante él. Hablamos de una mujer rota, que desde que fue violada por su hermano, se dedica a reprimir esa experiencia. En este sentido, Hasbún nos entrega un personaje de temer, con una sensibilidad capaz de alterar las vidas de los que la quieren y rodean. Elena reprime su dolor en el placer sexual. Por las descripciones que nos ofrece Hasbún, bien haríamos en catalogarlo como un aplicado discípulo de la poética erótica de Apollinaire. Pero ante todo, Elena es una máquina de ficción y bien podríamos catalogar a El lugar del cuerpo como un tributo a la creación de ficción, como una ofrenda al acto de narrar.
Pues bien, esta novela se sostiene y ve sustentado su prestigio en el estilo de Hasbún. Un estilo que se nutre de una poesía seca, pero cortante. Estilo que funciona como un estilete que hiere al lector, que hace renacer en él sus zonas oscuras, aquello que más de uno cree olvidado pero que en la experiencia de la palabra, en este caso la del autor, abre las compuertas de todos los factores que nos joden y que tememos enfrentar.
No hay que dejarnos engañar por la brevedad de la novela. No tienes la más mínima idea de lo que te perderás. Aquí hay algo que pocas veces vemos en la narrativa contemporánea (y no me refiero a lo que se escribe en castellano), un aspecto que deberíamos rescatar y elevar: confrontación con el lector. Sin exagerar, el que ame la lectura de ficción, quien la sepa leer entre líneas y este abierto a lo que encontrará, hallará en las presentes páginas una luz que se quedará contigo, llámala epifanía, si gustas.
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