Hay libros que sólo se justifican por el título. Y uno que pergeñó hace años Boris Izaguirre, Morir de glamour, forma parte de este selecto grupo.
Lo ingenioso, que no debe confundirse con lo genial, resulta de la introducción de un par de consonantes que hacen variar completamente el significado del sustantivo al que evoca, sin que, acústicamente, apenas varíe la forma. Parece claro que no es lo mismo “mourir d´amour”, que “morir de glamour”. Lo primero reservado a algunos espíritus aceptables, aunque anacrónicos en los tiempos que corren. Lo segundo, propio de cualquier cretino (o cretina) que aparezca más o menos seguido por televisión. Yo, amigo lector, me confieso más próximo al “anacrónico” que al “cretino”; no por dármelas de listo, sino porque en su día descubrí, tras un año de aparecer casi a diario en una televisión local, que no me gustaba nada que me siguieran con la mirada, me sacaran la lengua o me guiñaran el ojo (según los casos) y decidí continuar mi vida parapetado tras el biombo del artículo o la columna, donde te leen pero no te ponen cara.
Sin embargo, esto depende del gusto de cada uno. Hay mancebos y mancebas que gustan de “producirse ante el personal”; obtienen un placer, para mí difícil de entender, en el hecho de que los reconozcan por la calle, en el transporte público, en un restaurante o la sala de espera del dentista. Y comprendo su frustración ahora que todos nos vemos obligados a usar esa especie de antifaz por culpa de la pandemia. Lo deben de pasar fatal.
¡Eh! ¡Aquí! ¡Que soy yo! (les falta por decir: ¡el tonto de oficio!) ¿No me reconoces?
Pero nada. Ni por el tatuaje, el piercing, ni por llevar el reloj en la muñeca derecha sin ser zurdo ni manco, se les reconoce. Han de esperar mejores tiempos.
Uno de los personajes más conspicuos del “glamour” es el Presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla. La cámara “lo ama”… y él ¡se desparrama!. Es éste un curioso caso en el que coinciden “amour” y “glamour”. Al ilustre político le dan vahídos de glamour y ciertos programas de TV beben los vientos por él, y le invitan constantemente a que dé su autorizada opinión sobre los temas más diversos: la temporada de la anchoa en la costa de Santoña, la adecuada proporción de harina y mantequilla en un sobao, el imposible AVE a Santander, el Covid19, las jornadas del orujo en Potes, el efecto de los rayos gamma sobre las margaritas o, como ahora, la monarquía…
El gran estadista y epistemólogo de Polaciones, descubierto esta vez (me refiero, claro, a la mascarilla) dio hace unos días su opinión sobre el hecho de que las infantas Elena y Cristina hayan recibido la vacuna china contra el Covid, aprovechando un reciente viaje a Abu Dabi para visitar a su padre, Don Juan Carlos. Dijo que el hecho le parecía “impresentable”, que era “de una caradura impresionante” y que con ello las infantas “hacían un flaco favor a su hermano, el Rey”. Cuando habló Demóstenes, un silencio reverencial se cernió en torno a tan sesudas palabras. La entrevistadora calló a la espera de una buena lata de anchoas y, como dijo Blas, punto redondo.
Es entonces cuando te retrepas incómodo en la butaca y te sobreviene una serie de dudas que, sin ser ontológicas, dan mordisquitos al maltratado sentido común:
¿Qué hay de malo en que estas dos almas de Dios se hayan puesto la vacuna fuera de España? ¿Le han quitado el puesto a alguien? ¿Han cometido algo nefando y vergonzoso?
Y uno, por más vueltas que le dé, no acaba de verlo. Es más, al cabo de un rato llego a la conclusión de que el conducátor cántabro, héroe bovino de las Asturias de Santillana, no ha dicho más que una sarta de gilipolleces. Y con bastante mala baba, por cierto. Porque ¿qué puede haber de malo en que alguien adquiera la vacuna por su cuenta, la pague de su bolsillo y se la inyecten? ¿No será que con ello se alivia, siquiera mínimamente, la carga onerosa de la Sanidad Pública para administrarla?
El fariseísmo, que, conviene aclararlo para algunos de los que nos gobiernan, no es un método desarrollado por El Fari para evitar seísmos, sino una actitud hipócrita muy extendida entre ellos, lleva a comentarios tan rastreros como el del Presidente de Cantabria; figura mediática donde las haya, que se “derrite de glamour” (sin llegar a morir) como vela de sebo, cada vez que pilla un foco o una cámara. Él, empero, no es sino la avanzadilla de una extensa manada de buitres que planea al acecho. Y los primeros picotazos se producen sobre un organismo que aún palpita. Y para quien no haya entendido la metáfora, lo aclaro: se trata de la Monarquía, nuestra Monarquía Constitucional; abocada, al paso que vamos, a desaparecer sin ningún “glamour”, ahogada entre los humos de un puro desatino y los dimes y diretes aventados por los Mercaderes del Templo.
(Otro día escribiré sobre el habano de Revilla y uno de sus primeras “obras literarias”, Nadie es más que nadie, que ilustra mi afirmación inicial: hay libros que sólo se justifican por el título)
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